El milagrito
Por Fabiola Arrivillaga
Villa Primavera era un pueblo como
cualquier otro. Tenía un loquito, un
cura, un millonario, un mendigo, tres viejas chismosas, un panadero, un
carnicero, una maestra. Todo absolutamente normal, con excepción de la familia
de la lavandera. Se había hablado de
negocios clandestinos, de milagros angelicales, de terribles secretos y de
maldiciones; de todos los dicharachos de los pobladores, el más cercano era el último,
aunque decir que aquello era una maldición podría tomarse como producto de un
mal corazón.
Resulta que la lavandera tenía
tantos hijos como hombres en el pueblo. La
pobre mujer siempre estaba preñada y, sin embargo, afirmaba no saber cómo
porque nunca había estado en la cama con hombre alguno. Muchas lágrimas había derramado, y de muchos
chismes había sido la protagonista. Incontables
los líos matrimoniales en los hogares del pueblo cuando resultaba que tal o
cual muchachito se parecía a tal o cual jefe de familia. Pero el mayor escándalo
estaba aún por caerle encima.
Cuando el
bebé número diecinueve comenzó a tomar rasgos propios, fue evidente su parecido
con el Padre Gervasio. Las tres
habladoras no tardaron en percatarse del asunto y, como correspondía, se
dedicaron a regar el rumor. Tomaron
fotos, visitaron casa por casa y, en menos de una semana, el pueblo completo se
encontraba dispuesto a lapidar a la infame pareja. Que la lavandera se metiera con todos los
esposos hasta resultaba lógico, dada la carencia de casas de citas, prohibidas
hacía mucho para conservar la moral de la población. Pero que se metiera con el Señor Cura, quien
aparte de todo ya estaba entradito en años, y que él cayera en la tentación, ¡eso
sí que era inaceptable! El pecado debía
ser cortado de raíz, eliminado, enviado al olvido. Por eso, una enardecida turba sacó a los
infortunados de sus casas cuando casi era la media noche. Los ataron a un poste y se prepararon para
hacerles pagar por el pecado cometido.
Entonces
apareció Doña Águeda, la modista, y detuvo la masacre al relatar una historia
tan escalofriante que ablandó los corazones de todos en el lugar. Resultaba que cuando la lavandera era apenas
una mocosa, algo en sus proporciones, demasiado voluptuosas para una niña de
pueblo, hizo que su madre la llevara con la comadrona. “¡Pobre niñita!¡Van a tener que alejarla de
todos los varones del pueblo! Esta cinturita, esta caderita, estas piernas, ¡ay
Dios!, son señal de fertilidad. No me
extrañaría que esta niña quedara embarazada con sólo ver el calzoncillo de un
hombre”. Aquellas palabras se
convirtieron en profecía y tal como afirmó la vieja, el primer bebé comenzó a
gestarse el mismísimo día que fue contratada para lavar en casa del
alcalde. Nueve meses más tarde, era la
casa del carnicero. Y así, por cada
casa, un bebé. Y si en un hogar había más
de un hombre en edad de merecer, más de un bebé salía de la aventura.
Cabe
mencionar que la sentencia no fue cumplida.
También ha de hacerse constar que el pueblo entero sintió una especie de
simpática compasión por la extraña fortuna de la lavandera. Y, por último, ha de reconocerse que todos
los hombres, cura incluido, asumieron su parte en la crianza de los hijos. Algunas historias si pueden tener un final
feliz.
Pobre chica! Qué maldición quedar embarazada con lavar.
ResponderEliminarUn cuento muy original!!!!