"...Es nuestro aniversario"
Nicté Walls
Creo que el amigo no entendió bien lo que me entregó de regalo este día. Era nuestro aniversario, por pura gana de no sé que me vestí para la ocasión y me arreglé como lo hacía entonces.
Cuando entré al salón pude sentir que llamaba la atención, sus ojos se posaron en mi con hambre y deseo.
me senté riéndo y él seguia viendome como a una aparición, era innegable la chispa, me puse a bromearle y a bajarle la líbido con alusiones a mi edad, no pestañeo y siguió adelante.
Era una aparición, tenía tu rostro, el nombre del hombre que más he amado, la barba y el cabello que me encantan y besaba como nadie...
Mi amigo nos presentó y, de alguna manera, se las arregló para que salieramos juntos.
No puedo decir que no la pasamos bien, casi no hablamos, no supe nada del tipo, pero me dio una noche de placer tan parecida a las que tuve con vos...
Luces artificiales apagadas y regresé a mi casa en una nube, me metí a la cama sintiendome como me lo había hecho experimentar este chico: genial, bella, con la piel más suave del mundo, con el sexo más delicioso...
Llamé al amigo para darle las gracias por presentarme a ese bello ejemplar y me respondió "bueno vos, es un poco caro en realidad, pero vos lo podés pagar, me alegra que lo disfrutaras".
Me quedé sentada con el telefono en la mano, dudando de volver a llamarlo para una cita y haciendo cuentas de cuantas veces podría pagar, porque en serio lo vale.
EL MICROONDAS
El Microondas
por Quique Lee
Con la misma toallita con que se soplaba, se secaba el sudor la Doña Mishu. Si todos hubieran sentido ese calor estaba bueno, pero era sólo ella. Y entonces le preguntaba a los demás que si usted no tiene calor y los demás que no, que qué chiflón que hace y se agarraban el chal y se tapaban. Y si usted Doña Mishu no tiene frío hay présteme su sweater y la Doña Mishu se los daba y se quitaba las prendas que el pudor le permitía pero no había modo. Pero si no es tan grande, decían. Pero es que desde que se le fue el marido le pegó la menopausia, murmuraban. Otros que al revés, que desde que le pegó la menopausia se le fue el marido. La cosa es que la Doña Mishu movía los deditos de los pies dentro de los zapatos y sentía como si estuviera parada en brasas. A qué horas había decidido llegarse a la fiesta. Si ni bien le caían los de la colonia.
La verdad era que la Doña Mishu le llevaba ganas al microondas de la rifa. El viernes anterior lo pusieron en la garita en exhibición para que a la gente le dieran ganas de participar. Y pasaba la Doña Mishu camino al súper y miraba el microondas. Con una moñota colorada. Estaba así como medio mallugado de un lado pero de que funcionaba funcionaba. Y pasaba de regreso de misa la Doña Mishu y miraba el microondas. Con sus botones brillantes. Y pasaba y pasaba y tanto así que cuando los niños de la casa que tiene los elefantes de cemento pintados de celeste le llegaron a vender los números, así como que no quería les compró tres. El cuarenta y dos, el cuarenta y cuatro y el cuarenta y seis. Disque para que se fueran ya a su casa y contentos los patojos se fueron a jugar de ponerle chayes a las llantas de los carros.
Y entonces ese martes de la fiesta de la colonia se llegó la Doña Mishu bien emponchada porque cabal que era diciembre y ya venía navidad y hacía frío. Y se tomó una su agua y se comió un su triangulito de pan sangüich con ensalada de pollo en lo que esperaba y se imaginaba lo bien que sabría el bocadillo si ya estuviera calientito en su microondas. Cuando en eso ¡chan chan! que sacan el microondas. Blanco. Con su moña roja. Regia. Y la Doña Mishu se mojaba los labios con saliva y lo miraba y lo deseaba y se lo imaginaba. En eso que ve la Doña Mishu, en el reluciente vidrio de la puerta, el reflejo de un rostro que le pareció conocido. Su marido. Eso dice la gente vaa. Volteó para ver si deveras estaba allí y nada. Pero ni bien volteó de regreso le entró el calor. Un fogarón insoportable que le subía debajo de la piel, desde los pies hasta la cabeza. Y entonces era que se soplaba y se secaba el sudor.
Y el premio va paraaaaaaaa. La Doña Mishu se incorporó de la silla plegadiza echando humo, pero nadie le puso atención. Como todos estaban viendo quién se ganaba el microondas. ¡Cuarenta y dos! Iba la Doña Mishu dejando sus pasos marcados en la grama seca como que hubiera estado marcando vacas. Cuarenta y dos a la una. Y los demás buscaban en dónde estaba la Doña Mishu que se había ganado la rifa. Cuarenta y dos a las dos. Al seguir las huellas quemadas sólo encontraron tirada una toallita. Cuarenta y dos a las tres. Nunca reclamó el premio la Doña Mishu.
Mientras tanto, en ese preciso instante pero del otro lado de la colonia, José Napoleón moría de olvido. O de reflujo gástrico, siempre fue un misterio.
por Quique Lee
Con la misma toallita con que se soplaba, se secaba el sudor la Doña Mishu. Si todos hubieran sentido ese calor estaba bueno, pero era sólo ella. Y entonces le preguntaba a los demás que si usted no tiene calor y los demás que no, que qué chiflón que hace y se agarraban el chal y se tapaban. Y si usted Doña Mishu no tiene frío hay présteme su sweater y la Doña Mishu se los daba y se quitaba las prendas que el pudor le permitía pero no había modo. Pero si no es tan grande, decían. Pero es que desde que se le fue el marido le pegó la menopausia, murmuraban. Otros que al revés, que desde que le pegó la menopausia se le fue el marido. La cosa es que la Doña Mishu movía los deditos de los pies dentro de los zapatos y sentía como si estuviera parada en brasas. A qué horas había decidido llegarse a la fiesta. Si ni bien le caían los de la colonia.
La verdad era que la Doña Mishu le llevaba ganas al microondas de la rifa. El viernes anterior lo pusieron en la garita en exhibición para que a la gente le dieran ganas de participar. Y pasaba la Doña Mishu camino al súper y miraba el microondas. Con una moñota colorada. Estaba así como medio mallugado de un lado pero de que funcionaba funcionaba. Y pasaba de regreso de misa la Doña Mishu y miraba el microondas. Con sus botones brillantes. Y pasaba y pasaba y tanto así que cuando los niños de la casa que tiene los elefantes de cemento pintados de celeste le llegaron a vender los números, así como que no quería les compró tres. El cuarenta y dos, el cuarenta y cuatro y el cuarenta y seis. Disque para que se fueran ya a su casa y contentos los patojos se fueron a jugar de ponerle chayes a las llantas de los carros.
Y entonces ese martes de la fiesta de la colonia se llegó la Doña Mishu bien emponchada porque cabal que era diciembre y ya venía navidad y hacía frío. Y se tomó una su agua y se comió un su triangulito de pan sangüich con ensalada de pollo en lo que esperaba y se imaginaba lo bien que sabría el bocadillo si ya estuviera calientito en su microondas. Cuando en eso ¡chan chan! que sacan el microondas. Blanco. Con su moña roja. Regia. Y la Doña Mishu se mojaba los labios con saliva y lo miraba y lo deseaba y se lo imaginaba. En eso que ve la Doña Mishu, en el reluciente vidrio de la puerta, el reflejo de un rostro que le pareció conocido. Su marido. Eso dice la gente vaa. Volteó para ver si deveras estaba allí y nada. Pero ni bien volteó de regreso le entró el calor. Un fogarón insoportable que le subía debajo de la piel, desde los pies hasta la cabeza. Y entonces era que se soplaba y se secaba el sudor.
Y el premio va paraaaaaaaa. La Doña Mishu se incorporó de la silla plegadiza echando humo, pero nadie le puso atención. Como todos estaban viendo quién se ganaba el microondas. ¡Cuarenta y dos! Iba la Doña Mishu dejando sus pasos marcados en la grama seca como que hubiera estado marcando vacas. Cuarenta y dos a la una. Y los demás buscaban en dónde estaba la Doña Mishu que se había ganado la rifa. Cuarenta y dos a las dos. Al seguir las huellas quemadas sólo encontraron tirada una toallita. Cuarenta y dos a las tres. Nunca reclamó el premio la Doña Mishu.
Mientras tanto, en ese preciso instante pero del otro lado de la colonia, José Napoleón moría de olvido. O de reflujo gástrico, siempre fue un misterio.
PARA EL MOMENTO DE BAILAR
Para el momento de bailar
María Hernández
Mi torpeza se hace evidente en el baile: Las notas musicales levitan en el pentagrama que envuelve mi cuerpo, convirtiéndose en la prisión de la comodidad. Los sonidos ingresan por mi oído derecho y atraviesan la caja cerebral donde son procesados y ensamblados sin lograr la coordinación con los movimientos corporales. Rápidamente visualizan la señal de salida por el oído izquierdo y dirigen su marcha, uno tras otro, hacia los destellos de luces coloridas del salón, salen a toparse con otro ente que pueda con ellos y los teja a sus movimientos, encajando perfectamente.
Levanto un brazo, al mismo tiempo que flexiono las rodillas, la cintura protesta, quedándose estática; la cabeza hace movimientos circulares al mismo tiempo que dirige y posiciona los ojos en el resto de los bailarines. ¡Aaahhh! Creo que esto es demasiado para mí. Cierro los ojos por un momento, mientras siento tambalearme como un preludio a la caída que sacude en el suelo hasta las mitocondrias de mis células. ¡Wow! ¡Esto sí que es un baile intenso!
María Hernández
Mi torpeza se hace evidente en el baile: Las notas musicales levitan en el pentagrama que envuelve mi cuerpo, convirtiéndose en la prisión de la comodidad. Los sonidos ingresan por mi oído derecho y atraviesan la caja cerebral donde son procesados y ensamblados sin lograr la coordinación con los movimientos corporales. Rápidamente visualizan la señal de salida por el oído izquierdo y dirigen su marcha, uno tras otro, hacia los destellos de luces coloridas del salón, salen a toparse con otro ente que pueda con ellos y los teja a sus movimientos, encajando perfectamente.
Levanto un brazo, al mismo tiempo que flexiono las rodillas, la cintura protesta, quedándose estática; la cabeza hace movimientos circulares al mismo tiempo que dirige y posiciona los ojos en el resto de los bailarines. ¡Aaahhh! Creo que esto es demasiado para mí. Cierro los ojos por un momento, mientras siento tambalearme como un preludio a la caída que sacude en el suelo hasta las mitocondrias de mis células. ¡Wow! ¡Esto sí que es un baile intenso!
FIESTA DE GUARDAR
FIESTA DE GUARDAR
Olga Contreras
Yo consideraba los aniversarios de aquella media decena de encuentros una fiesta de guardar, de guardar mi semblante generalmente feliz, para ponerme el manto de la nostalgia –tejido a pura fuerza de recuerdos- que me envolvía como la niebla en la madrugada, me poseía, me invalidaba y lograba arrancarme de cuajo los pocos momentos de lucidez que me quedaban y que me hacían querer olvidar todo eso que debía olvidar.
Ironía pura, el único hombre –o persona en realidad- con la que podía ser yo misma, no podía ser mío. Y es que el problema radicaba en que siempre vivimos en el futuro, en las sonrisas prometidas y momentos por amar; y muchas veces en el pasado, en el tiempo que ya no es...pero nunca en el presente.
Siempre me arrepiento de los adioses, del cansancio que me venció y me dormí en tu pecho, de los minutos que pasaron tan rápido, de haber llegado tarde a tu vida; me arrepiento de haber desperdiciado sueños en otras pieles, de no poder cambiar mi esencia y convertirme en sangre para correr libremente por tus venas.
Incluso las fiestas de guardar necesitan música y mi clase de tonadas son esas sonrisas roncas que se te escapaban sin que te dieras cuenta siquiera y los gemidos que sacabas de mí con una facilidad asombrosa.
Fiesta de guardar. Guardo mi ser sin vos y sobre todo guardo en una ilusión toda la satisfacción que ha de venir.
Olga Contreras
Yo consideraba los aniversarios de aquella media decena de encuentros una fiesta de guardar, de guardar mi semblante generalmente feliz, para ponerme el manto de la nostalgia –tejido a pura fuerza de recuerdos- que me envolvía como la niebla en la madrugada, me poseía, me invalidaba y lograba arrancarme de cuajo los pocos momentos de lucidez que me quedaban y que me hacían querer olvidar todo eso que debía olvidar.
Ironía pura, el único hombre –o persona en realidad- con la que podía ser yo misma, no podía ser mío. Y es que el problema radicaba en que siempre vivimos en el futuro, en las sonrisas prometidas y momentos por amar; y muchas veces en el pasado, en el tiempo que ya no es...pero nunca en el presente.
Siempre me arrepiento de los adioses, del cansancio que me venció y me dormí en tu pecho, de los minutos que pasaron tan rápido, de haber llegado tarde a tu vida; me arrepiento de haber desperdiciado sueños en otras pieles, de no poder cambiar mi esencia y convertirme en sangre para correr libremente por tus venas.
Incluso las fiestas de guardar necesitan música y mi clase de tonadas son esas sonrisas roncas que se te escapaban sin que te dieras cuenta siquiera y los gemidos que sacabas de mí con una facilidad asombrosa.
Fiesta de guardar. Guardo mi ser sin vos y sobre todo guardo en una ilusión toda la satisfacción que ha de venir.
BARCO EN ALTA MAR
Barco en alta mar
Por Elena Nuñez
La seda o gasa que yo de eso no sé, cae y se desliza cadera abajo. Llevas un vestido fino, de esos de gala, yo un frac prestado con olor a naftalina.
El orquesta suena al fondo. Me apoyó en la barra, de lado, divisando la pista de baile, y al camarero que me pregunta que ¿qué va a hacer?, -un ginctonic. Que para empezar, me digo, sienta bien. Prendo mi cigarrillo, sin filtro. Un día de estos dejaré este vicio. Otros no, sólo este. Estoy tranquilo, la noche es larga, no necesito nada, todo está bien, me miento.
Te veo. Bailas con un tipo repeinao, musculitos prieto, de traje de Emidio Tucci y seguramente perfumado con Hugo Boss. Miro de reojo mi frac prestado, aún es pronto, me digo. Aún se puede notar su olor a naftalina. Esperaré a que el ambiente se caliente, a que todo huela a fiesta para salir a bailar. O quizás no, quizás lo haga antes. Sólo un momento, el suficiente para que te fijes en mi. Luego volveré a la barra, a tomar otra copa. Si, mejor así. El musculitos te agarra de las caderas, no hace falta, pero él te hace menear, te sacude, con el estilo de alguna clase de salsa, de la que parece haber aprendió poco. ¡Como si a ti te hiciera falta que alguien te hiciera mover las caderas!
Ahora hay más gente, la pista se llena, pronto darán las doce. Quizás sea demasiado evidente mi plan, aquí solo, apoyado en la barra. Ojeo al resto del personal, y entablo conversación con otro barco encallado que encuentro a mi lado. El tipo me acaba contando su vida, maldigo la hora que le di pie. Me excuso, voy al lavabo, le digo. El tipo se queda mirando al vaso. Y yo te busco. El musculitos se acerca entonces a la barra. Sí, tenía razón, huele a Hugo. Va que revienta el paño con sus bises, a mi me huelga el mío. Camino del servicio, te diviso, caminas delante de mí. Miro tus caderas, son generosas, como siempre, meneas de un lado a otro, no me importaría acercarme, decirte mi nombre, hacer que me veas, pero no encuentro palabras, paso a tu lado con tan solo un disculpe. Y entro en el lavabo, del que tampoco tengo necesidad. Al salir sigues allí, tu cola siempre es más larga que la mía. Vuelvo a dudar, ¿me acerco?, no, mejor no. Disculpa, me dices, pero no como para pedir paso, no, como para hablar con migo. ¿Tienes fuego?, que tonto, la escusa más vieja del mundo, podía haberla usado yo. Pero bueno, no importa, prendo tu cigarro, humea blanco. Me miras, clavas tus ojos en los míos. Hace rato que me miras, me dices. Sí, no dudo, me doy cuenta que ya no tartamudeo.
Cuando el musculitos apareció con las copas en la manos, las mías estaban en tu cintura, y las tuyas en mi cuello. Lo siguiente que sentí fue su puño prieto como sus bises.
¿Te acuerdas? -te pregunto.
Ríes. Sí ¿cómo no?
Hace tanto, veinte años hoy ¿no?
Si.
Aún me duele la mandíbula cuando rio. Aunque, ¿sabes qué?, valió la pena.
Lo sé.
Por Elena Nuñez
La seda o gasa que yo de eso no sé, cae y se desliza cadera abajo. Llevas un vestido fino, de esos de gala, yo un frac prestado con olor a naftalina.
El orquesta suena al fondo. Me apoyó en la barra, de lado, divisando la pista de baile, y al camarero que me pregunta que ¿qué va a hacer?, -un ginctonic. Que para empezar, me digo, sienta bien. Prendo mi cigarrillo, sin filtro. Un día de estos dejaré este vicio. Otros no, sólo este. Estoy tranquilo, la noche es larga, no necesito nada, todo está bien, me miento.
Te veo. Bailas con un tipo repeinao, musculitos prieto, de traje de Emidio Tucci y seguramente perfumado con Hugo Boss. Miro de reojo mi frac prestado, aún es pronto, me digo. Aún se puede notar su olor a naftalina. Esperaré a que el ambiente se caliente, a que todo huela a fiesta para salir a bailar. O quizás no, quizás lo haga antes. Sólo un momento, el suficiente para que te fijes en mi. Luego volveré a la barra, a tomar otra copa. Si, mejor así. El musculitos te agarra de las caderas, no hace falta, pero él te hace menear, te sacude, con el estilo de alguna clase de salsa, de la que parece haber aprendió poco. ¡Como si a ti te hiciera falta que alguien te hiciera mover las caderas!
Ahora hay más gente, la pista se llena, pronto darán las doce. Quizás sea demasiado evidente mi plan, aquí solo, apoyado en la barra. Ojeo al resto del personal, y entablo conversación con otro barco encallado que encuentro a mi lado. El tipo me acaba contando su vida, maldigo la hora que le di pie. Me excuso, voy al lavabo, le digo. El tipo se queda mirando al vaso. Y yo te busco. El musculitos se acerca entonces a la barra. Sí, tenía razón, huele a Hugo. Va que revienta el paño con sus bises, a mi me huelga el mío. Camino del servicio, te diviso, caminas delante de mí. Miro tus caderas, son generosas, como siempre, meneas de un lado a otro, no me importaría acercarme, decirte mi nombre, hacer que me veas, pero no encuentro palabras, paso a tu lado con tan solo un disculpe. Y entro en el lavabo, del que tampoco tengo necesidad. Al salir sigues allí, tu cola siempre es más larga que la mía. Vuelvo a dudar, ¿me acerco?, no, mejor no. Disculpa, me dices, pero no como para pedir paso, no, como para hablar con migo. ¿Tienes fuego?, que tonto, la escusa más vieja del mundo, podía haberla usado yo. Pero bueno, no importa, prendo tu cigarro, humea blanco. Me miras, clavas tus ojos en los míos. Hace rato que me miras, me dices. Sí, no dudo, me doy cuenta que ya no tartamudeo.
Cuando el musculitos apareció con las copas en la manos, las mías estaban en tu cintura, y las tuyas en mi cuello. Lo siguiente que sentí fue su puño prieto como sus bises.
¿Te acuerdas? -te pregunto.
Ríes. Sí ¿cómo no?
Hace tanto, veinte años hoy ¿no?
Si.
Aún me duele la mandíbula cuando rio. Aunque, ¿sabes qué?, valió la pena.
Lo sé.
NOVENTA Y NUEVE
Por Elena Nuñez
Cuando llegamos al barrio ella pasaba los días asomada a la ventana, saludando a todo Dios. Conocía desde el barrendero que era nieto, sobrino, cuñado, hermano, primo de no sé quien… al adolescente en cholas que la saludaba siempre por su nombre, nieto, bisnieto de alguien que ella conoció. La gente la saluda como quien saluda a un monumento que lleva allí toda la vida. Porque fuera quien fuera que por allí pasara, ella, lo había visto nacer, crecer. De vez en cuando le preguntaba a alguien por fulanito o menganito, y la respuesta era, -¡ay doña María!, se nos fue. Se persignaba -“Que Dios lo tenga en su seno”. El suyo debía ser inmenso, tenía allí hijos, nietos, bisnietos, tataranietos. Su hija la mayor, la que la cuidaba, cada vez se le parecía más, pero ni así, todos sabían que ninguno, tenía en su sangre esa longevidad. El carácter de doña María era agrio y arisco, dura de modos y respuestas antipáticas. Era de las de las que respondía con un simple gesto cuando algo no le gustaba, ese de comisuras hacia abajo y constreñidas.
Cualquiera hubiera supuesto que llegar a esa edad sería la felicidad de cualquiera, pero eso a ella parecía no valerle. Nunca recuerdo haberla visto reír, siquiera sonreír. Lo más un gesto con la cabeza, que yo suponía simpatía, pero quizás solo era suposición mía.
Doña María, digo, aquella mañana cumplía los noventa y nueve. El cumpleaños era una fiesta en su casa. Aquella era una casona antigua, reconstruida una y otra vez, según la generación que la había habitado. Pero siempre la sala con una inmensa mesa de tea, había permanecido, con su trinchante oscuro y su alfombra roja. Allí se reunían, alrededor de doña María, y ella soplaba las velas. Y comenzaron a desfilar por la entrada una multitud de gente, una algarabía de chiquillos, adolescente con pirsin y pelos de pincho, o con melenas indomables, señores mayores con bastón, madres con menacos en brazos, en fin cuatro generaciones unidas por aquella señora de comisuras constreñidas y bajas, que a pesar de ello los reunía cada año.
Desde la azotea de atrás alguno de sus nietos comenzó a tirar cohetes, como si el santo estuviera punto de salir de la iglesia. Los más pequeños sacaron un balón de futbol y allí mismo se pegaron un partidillo de patadas en las canillas. Y las risas de los mayores achispados por el vino de la fiesta, se transformaron en cantos de canciones sin terminar, interrumpidas por las risas.
A eso de las seis de la tarde, la fiesta parecía estar en pausa, el silencio de tanto alborotó denotaba que la algarabía estaba en calma. De igual modo al anochecer como habían entrado por la puerta de la casona, comenzó a desfilar toda aquella multitud. Los 99 habían sido un éxito, los había celebrado como cada año, y con más familia aún que el anterior.
No me extrañaba toda aquella celebración, ni cuanta gente había acudido, ni las generaciones que aglutinaba cada año, lo que me chocaba era siempre el rictus amargo, esa cara de insatisfacción, de acritud y que a pesar de ello, siempre hubiera gente que la tratara con cariño, como si apreciaran algo más allá de ese gesto.
Quizás fuera porque yo no la conocía bien. Quizás porque doña María a pesar de eso era una mujer que se hacía de querer. Al día siguiente, cuando ya la multitud de la familia había despejado la casona, era tradición ir a ver doña María, eso me dijo la relaciones públicas del barrio. Yo pensé, evidentemente, ¿cómo si no entrar en el inventario de que has estado allí?, me refiero en el barrio. Más de uno pensaría, y a ciencia cierta las más, que ella se acordaría de él incluso cuando no estuviera. Así que acudí a esa segunda celebración. Allí estaba ella, con su mata blanca, y su moño en la nuca, ni un pelo fuera, y cómo no, el gesto suyo. Tu eres, me dijo… sin siquiera yo haberme presentado. Sentí algo extraño, como si yo también acabará de entrar en el inventario. Y me nombró a mi madre, que era hermana de los carpinteros, a mi abuelo que se fue Venezuela, y todo eso a más de treinta kilómetros de este Barrio. Con lo que deduje que su memoria era más amplia de lo que yo había supuesto. Yo que siquiera conocía el nombre de mi vecina de piso, aquello me dejó sin palabras, le di una bufanda de color envuelta en papel de colores, ella la miró y me dio las gracias. Me quité de en medio enseguida, y me puse a un lado, a todos los que me siguieron, volvió a hacerle el mismo recorrido genealógico. Nos convidaron a todos a una copita de “Anís del Mono”, aquella botella tallada con el gorila brindando era también una reliquia, ya nadie bebía. Era como un lugar extraño, el mono, doña María, los árboles genealógicos de todos, pero a mí no me hubiera importado, en aquel momento, saber siquiera el nombre de mi vecina, o el del segundo derecha.
Al día siguiente me levanté e hice bizcochón, me acerqué a las puertas de todos los de mi edificio, y me presenté, hola mi nombre es….
Cuando llegamos al barrio ella pasaba los días asomada a la ventana, saludando a todo Dios. Conocía desde el barrendero que era nieto, sobrino, cuñado, hermano, primo de no sé quien… al adolescente en cholas que la saludaba siempre por su nombre, nieto, bisnieto de alguien que ella conoció. La gente la saluda como quien saluda a un monumento que lleva allí toda la vida. Porque fuera quien fuera que por allí pasara, ella, lo había visto nacer, crecer. De vez en cuando le preguntaba a alguien por fulanito o menganito, y la respuesta era, -¡ay doña María!, se nos fue. Se persignaba -“Que Dios lo tenga en su seno”. El suyo debía ser inmenso, tenía allí hijos, nietos, bisnietos, tataranietos. Su hija la mayor, la que la cuidaba, cada vez se le parecía más, pero ni así, todos sabían que ninguno, tenía en su sangre esa longevidad. El carácter de doña María era agrio y arisco, dura de modos y respuestas antipáticas. Era de las de las que respondía con un simple gesto cuando algo no le gustaba, ese de comisuras hacia abajo y constreñidas.
Cualquiera hubiera supuesto que llegar a esa edad sería la felicidad de cualquiera, pero eso a ella parecía no valerle. Nunca recuerdo haberla visto reír, siquiera sonreír. Lo más un gesto con la cabeza, que yo suponía simpatía, pero quizás solo era suposición mía.
Doña María, digo, aquella mañana cumplía los noventa y nueve. El cumpleaños era una fiesta en su casa. Aquella era una casona antigua, reconstruida una y otra vez, según la generación que la había habitado. Pero siempre la sala con una inmensa mesa de tea, había permanecido, con su trinchante oscuro y su alfombra roja. Allí se reunían, alrededor de doña María, y ella soplaba las velas. Y comenzaron a desfilar por la entrada una multitud de gente, una algarabía de chiquillos, adolescente con pirsin y pelos de pincho, o con melenas indomables, señores mayores con bastón, madres con menacos en brazos, en fin cuatro generaciones unidas por aquella señora de comisuras constreñidas y bajas, que a pesar de ello los reunía cada año.
Desde la azotea de atrás alguno de sus nietos comenzó a tirar cohetes, como si el santo estuviera punto de salir de la iglesia. Los más pequeños sacaron un balón de futbol y allí mismo se pegaron un partidillo de patadas en las canillas. Y las risas de los mayores achispados por el vino de la fiesta, se transformaron en cantos de canciones sin terminar, interrumpidas por las risas.
A eso de las seis de la tarde, la fiesta parecía estar en pausa, el silencio de tanto alborotó denotaba que la algarabía estaba en calma. De igual modo al anochecer como habían entrado por la puerta de la casona, comenzó a desfilar toda aquella multitud. Los 99 habían sido un éxito, los había celebrado como cada año, y con más familia aún que el anterior.
No me extrañaba toda aquella celebración, ni cuanta gente había acudido, ni las generaciones que aglutinaba cada año, lo que me chocaba era siempre el rictus amargo, esa cara de insatisfacción, de acritud y que a pesar de ello, siempre hubiera gente que la tratara con cariño, como si apreciaran algo más allá de ese gesto.
Quizás fuera porque yo no la conocía bien. Quizás porque doña María a pesar de eso era una mujer que se hacía de querer. Al día siguiente, cuando ya la multitud de la familia había despejado la casona, era tradición ir a ver doña María, eso me dijo la relaciones públicas del barrio. Yo pensé, evidentemente, ¿cómo si no entrar en el inventario de que has estado allí?, me refiero en el barrio. Más de uno pensaría, y a ciencia cierta las más, que ella se acordaría de él incluso cuando no estuviera. Así que acudí a esa segunda celebración. Allí estaba ella, con su mata blanca, y su moño en la nuca, ni un pelo fuera, y cómo no, el gesto suyo. Tu eres, me dijo… sin siquiera yo haberme presentado. Sentí algo extraño, como si yo también acabará de entrar en el inventario. Y me nombró a mi madre, que era hermana de los carpinteros, a mi abuelo que se fue Venezuela, y todo eso a más de treinta kilómetros de este Barrio. Con lo que deduje que su memoria era más amplia de lo que yo había supuesto. Yo que siquiera conocía el nombre de mi vecina de piso, aquello me dejó sin palabras, le di una bufanda de color envuelta en papel de colores, ella la miró y me dio las gracias. Me quité de en medio enseguida, y me puse a un lado, a todos los que me siguieron, volvió a hacerle el mismo recorrido genealógico. Nos convidaron a todos a una copita de “Anís del Mono”, aquella botella tallada con el gorila brindando era también una reliquia, ya nadie bebía. Era como un lugar extraño, el mono, doña María, los árboles genealógicos de todos, pero a mí no me hubiera importado, en aquel momento, saber siquiera el nombre de mi vecina, o el del segundo derecha.
Al día siguiente me levanté e hice bizcochón, me acerqué a las puertas de todos los de mi edificio, y me presenté, hola mi nombre es….
RITUAL DE VIDA Y DE MUERTE
Ritual de vida y de muerte
Por: María Hernández
Vino un cumpleaños más y agregaste otra vela al pastel, intensificando la luz de tu existencia. Cada unidad de tiempo marchita que se había posado sobre tu vida, servía de combustible al alegórico fogarón que encendía el ímpetu de tu ser. Con el soplo de tu aliento arrebataste la fuerza de las llamas que pronto menguaron, dando paso a la penumbra que se mezcló con la risa. En ese ritual, incineraste en el recuerdo tu ayer y fundiste en el presente tu ahora con las esperanzas del porvenir matusalénico por estrenar. Y la vida te abrazó tiernamente, agasajándote con arrugas que se instalaban en tus prados epidérmicos fértiles. La muerte también intentaba agradarte, ingresando por una de las grietas de tu piel, pero en la puerta de entrada, tú gentilmente le ofreciste un bocadillo de pastel para que se deleitara saboreando hasta las migas, olvidando su misión.
Por: María Hernández
Vino un cumpleaños más y agregaste otra vela al pastel, intensificando la luz de tu existencia. Cada unidad de tiempo marchita que se había posado sobre tu vida, servía de combustible al alegórico fogarón que encendía el ímpetu de tu ser. Con el soplo de tu aliento arrebataste la fuerza de las llamas que pronto menguaron, dando paso a la penumbra que se mezcló con la risa. En ese ritual, incineraste en el recuerdo tu ayer y fundiste en el presente tu ahora con las esperanzas del porvenir matusalénico por estrenar. Y la vida te abrazó tiernamente, agasajándote con arrugas que se instalaban en tus prados epidérmicos fértiles. La muerte también intentaba agradarte, ingresando por una de las grietas de tu piel, pero en la puerta de entrada, tú gentilmente le ofreciste un bocadillo de pastel para que se deleitara saboreando hasta las migas, olvidando su misión.
EL CUMPLEAÑOS DE LA ABUELA
El cumpleaños de la Abuela
Valeria Mejía
Ding.... Dong! Volvió a sonar el timbre de la casa de Doña Lilia, era otro montón de gente que llegaba a darle el abrazo de feliz cumpleaños.
Doña Lilia era una ancianita de ochentaitantos años que vivía solitaria en su casa, su única compañía era la señora de la limpieza que llegaba por la mañana a hacer los quehaceres diarios y un gato llamado Matías.
Matías salió corriendo encrespado a ocultarse bajo el sofá cuando vio que entre los invitados venía Carol, una niñita que en su afán de acariciar a los animales casi los asfixiaba.
La pobre doña Lilia no hallaba que hacer con tantos invitados, ni siquiera tenía pan y café para ofrecerles...
La verdad las fiestas y la bulla la ponían de mal humor. No comprendía cuál era el motivo de festejar que se estaba haciendo cada vez más vieja e inútil, se sentía marginada en su propia fiesta... y como era un poco sorda y no entendía los temas de la actualidad de los que se habla hoy en día; decidió que se retiraría a su alcoba; Pero no sin antes llevarse escondido entre su tapado un trozote de pastel de chocolate del que había traído una de sus hijas.
A doña Lilia se le hacía agua la boca! pero shhhhh nadie debía verla puesta que sabía que si la descubrían sus hijas Mónica y María se enfadarían con ella y no loa dejarían comer ni un bocado de pastel por la estúpida Diabetes que padecía.
Pero qué más daba?.... Hoy era su cumpleaños y comería lo que ella quisiera!
Se atiborro medio pastel hasta que quedo repleta, se sentó en su sofá, se sentía algo mareada y con mucha sed. Se quedo dormida... lentamente el shock Hiper-glicémico fue haciendo efecto y su sueño se volvió eterno.
Allí descanso en paz doña Lilia... mientras todos platicaban en el comedor, sólo Matías subió a su regazo
y lamió las migas de pastel.
Valeria Mejía
Ding.... Dong! Volvió a sonar el timbre de la casa de Doña Lilia, era otro montón de gente que llegaba a darle el abrazo de feliz cumpleaños.
Doña Lilia era una ancianita de ochentaitantos años que vivía solitaria en su casa, su única compañía era la señora de la limpieza que llegaba por la mañana a hacer los quehaceres diarios y un gato llamado Matías.
Matías salió corriendo encrespado a ocultarse bajo el sofá cuando vio que entre los invitados venía Carol, una niñita que en su afán de acariciar a los animales casi los asfixiaba.
La pobre doña Lilia no hallaba que hacer con tantos invitados, ni siquiera tenía pan y café para ofrecerles...
La verdad las fiestas y la bulla la ponían de mal humor. No comprendía cuál era el motivo de festejar que se estaba haciendo cada vez más vieja e inútil, se sentía marginada en su propia fiesta... y como era un poco sorda y no entendía los temas de la actualidad de los que se habla hoy en día; decidió que se retiraría a su alcoba; Pero no sin antes llevarse escondido entre su tapado un trozote de pastel de chocolate del que había traído una de sus hijas.
A doña Lilia se le hacía agua la boca! pero shhhhh nadie debía verla puesta que sabía que si la descubrían sus hijas Mónica y María se enfadarían con ella y no loa dejarían comer ni un bocado de pastel por la estúpida Diabetes que padecía.
Pero qué más daba?.... Hoy era su cumpleaños y comería lo que ella quisiera!
Se atiborro medio pastel hasta que quedo repleta, se sentó en su sofá, se sentía algo mareada y con mucha sed. Se quedo dormida... lentamente el shock Hiper-glicémico fue haciendo efecto y su sueño se volvió eterno.
Allí descanso en paz doña Lilia... mientras todos platicaban en el comedor, sólo Matías subió a su regazo
y lamió las migas de pastel.
UNA CELEBRACIÓN TRASCENDENTAL
Una celebración trascendental
Wendy García Ortiz
Por primera vez en doce años los papás de Zoila ofrecieron celebrar su cumpleaños con una piñata. La niña, a pesar de que a su edad poco le interesaban ya este tipo de fiestas, no pudo evitar emocionarse. Por fin experimentaría el privilegio de ocupar la cabecera de la mesa, de hacer pedidos y ser complacida, de recibir muchos regalos y dulces.
Este acontecimiento no sólo la entusiasmó a ella, sino también a su padre, pues significaba que sus condiciones económicas estaban mejorando. Ahora que había saldado sus deudas, la familia estaba empezando a despreocuparse un poco y qué mejor que darse uno de estos lujos para celebrarlo.
Durante dos semanas su mamá organizó la celebración con todo y tarjetas que distribuyó entre los invitados ―en su mayoría primos, tíos, sobrinas, nietas y apenas una o dos amigas de la escuela―. La gran cantidad de personas ameritaba tener listo un banquete poco complicado así que, se decidió por comprar chuchitos y tostadas, hacer una enorme olla de horchata, alistar sorpresas para niños y aparte para niñas, comprar el pastel que estaba de moda en las tiendas y dejar toda la tarde, una percoladora de café para las mamás y las abuelas.
La figura de la piñata fue elegida después de tres tardes de cuidadosa evaluación. Zoila quería estar segura de que le cupieran todos los dulces posibles, por eso no fue fácil. Al salir de la escuela pasaba por la piñatería antes de llegar a casa y examinaba a todas las candidatas. Se decidió por la princesa de vestido rosado y delantal blanco. Probablemente lo que más le llamó la atención fue el cabello amarillo de la muñeca, que estaba adornado con una corona plateada. Así se sentía ella, como una princesa. Lo único que faltaba para tener el cumpleaños perfecto era su príncipe azul, ese con el que había empezado a soñar hace algunos meses, desde el día que conoció al hermano de una de sus amigas de la escuela. (Manuel, un muchacho de 15 años con quien a veces soñaba despierta. Su aspecto de chico rebelde le atraía y atemorizaba a la vez. “Manuel”, suspiraba Zoila.)
Cuando llegó el día tan esperado, la casa estaba invadida por una alegría que no se había visto en mucho tiempo. Por la mañana, la mamá de Zoila adornó el corredor que rodea al patio con tiras de papel crepé y vejigas infladas cuyos colores hacían juego con la piñata, la amarró en el lazo, ubicando las sillas alquiladas alrededor de la muñeca y echó pino en el piso. Puso un poco de música infantil mientras la niña se vestía en su cuarto con un atuendo muy parecido al de la princesa.
Los invitados empezaron a llegar. El papá quiso recibir a cada uno personalmente. Les ofrecía horchata o café y conversaba con ellos con una sonrisa permanente en su rostro. Los regalos se empezaron a acumular en la mesa del zaguán. Zoila mientras tanto, se fabricaba una corona de papel.
Aún no había salido la niña a recibir abrazos y besos, cuando se escuchó un fuerte estruendo en el cielo. Tremendo brinco el que pegaron algunas señoras e inmediatamente voltearon a ver hacia las nubes. El sol se estaba escondiendo. Los hombres empezaron a cuestionar a los noticieros y al pronóstico del tiempo, nadie les había anunciado lluvia para ese día.
La tarde se nubló. Un leve viento empezó a soplar al tiempo que la cumpleañera hacía su entrada triunfal. Los invitados mezclaron aplausos y exclamaciones de felicitación con comentarios como “pobrecita”, “le va a llover en su piñata” y “a ver si da tiempo antes de que llueva”.
La mamá decidió adelantarse a la tragedia y les pidió a los patojos más grandes que le ayudaran a entrar a la muñeca de papel al corredor. Zoila se puso un poco nerviosa, pues todo el mundo movía la decoración, las sillas, los regalos y en sólo unos minutos, le habían cambiado el panorama. Además, en ese momento se dio cuenta que había llegado Manuel.
Le dio mucha vergüenza que él viera todo ese relajo. Nada quedó tan perfecto y organizado como antes. Más bien la fiesta daba la impresión de haber sido improvisada, pero antes de que la cumpleañera pudiera asimilarlo, su mamá convocó a los niños para que empezaran a quebrar la piñata. Les dijo a todos que las niñas iban primero, que de último les daría turno a los niños y que si alguno de los ya no tan niños quería darle de palazos a la muñeca, tendría que esperar hasta después.
Lamentablemente con el primer azote, se vino una secuencia de truenos y relámpagos que quitó la atención de todos en la fiesta. Una corriente de aire frío entró por el patio y trajo consigo algunas gotas de lluvia que humedecieron los adornos del corredor. Mamás y papás voltearon a ver al cielo y se dijeron cosas al oído, mientras los niños se peleaban por vendarse los ojos para inaugurar la ceremonia de eliminación de la piñata.
Fue así como se coló Manuel. Le arrebató el palo al niño que con esfuerzo había logrado tenerlo entre sus manos y empezó a pegarle a la princesa de papel de china con tanta fuerza que en pocos segundos se le podía ver el esqueleto de alambre. No contento con eso, utilizó sus manos para arrancar los retazos de vestido y de cabello amarillo que quedaban y se abalanzó con sus dos pies contra la corona plateada que había caído sobre el pino. Los dulces cayeron de un solo, al mismo tiempo que se dejó venir la lluvia en gotas gordas y pesadas. Niños y niñas se agolparon a tropezones y manotazos para recoger todo lo que podían mientras en las paredes podían verse hilos de agua rosada y amarilla que caían de las cintas de papel crepé.
Zoila sintió que sus zapatos se pegaron al piso al observar cómo aquel muchacho hermoso se convertía en un monstruo violento.
El alboroto alertó a los adultos. Los hombres se rieron del espectáculo, aplaudiendo la audacia de los niños y las mujeres se escandalizaron porque aquello había sucedido tan pronto, sin darles tiempo de tomar fotografías.
Una sonrisa maliciosa se apoderó del rostro de Manuel, quien orgulloso buscó la mirada de Zoila.
Ella, inmóvil, sintió cómo se le abría un agujero en el estómago que no lo pudo llenar en toda la tarde ni con chuchitos ni con pastel ni con regalos.
Wendy García Ortiz
Por primera vez en doce años los papás de Zoila ofrecieron celebrar su cumpleaños con una piñata. La niña, a pesar de que a su edad poco le interesaban ya este tipo de fiestas, no pudo evitar emocionarse. Por fin experimentaría el privilegio de ocupar la cabecera de la mesa, de hacer pedidos y ser complacida, de recibir muchos regalos y dulces.
Este acontecimiento no sólo la entusiasmó a ella, sino también a su padre, pues significaba que sus condiciones económicas estaban mejorando. Ahora que había saldado sus deudas, la familia estaba empezando a despreocuparse un poco y qué mejor que darse uno de estos lujos para celebrarlo.
Durante dos semanas su mamá organizó la celebración con todo y tarjetas que distribuyó entre los invitados ―en su mayoría primos, tíos, sobrinas, nietas y apenas una o dos amigas de la escuela―. La gran cantidad de personas ameritaba tener listo un banquete poco complicado así que, se decidió por comprar chuchitos y tostadas, hacer una enorme olla de horchata, alistar sorpresas para niños y aparte para niñas, comprar el pastel que estaba de moda en las tiendas y dejar toda la tarde, una percoladora de café para las mamás y las abuelas.
La figura de la piñata fue elegida después de tres tardes de cuidadosa evaluación. Zoila quería estar segura de que le cupieran todos los dulces posibles, por eso no fue fácil. Al salir de la escuela pasaba por la piñatería antes de llegar a casa y examinaba a todas las candidatas. Se decidió por la princesa de vestido rosado y delantal blanco. Probablemente lo que más le llamó la atención fue el cabello amarillo de la muñeca, que estaba adornado con una corona plateada. Así se sentía ella, como una princesa. Lo único que faltaba para tener el cumpleaños perfecto era su príncipe azul, ese con el que había empezado a soñar hace algunos meses, desde el día que conoció al hermano de una de sus amigas de la escuela. (Manuel, un muchacho de 15 años con quien a veces soñaba despierta. Su aspecto de chico rebelde le atraía y atemorizaba a la vez. “Manuel”, suspiraba Zoila.)
Cuando llegó el día tan esperado, la casa estaba invadida por una alegría que no se había visto en mucho tiempo. Por la mañana, la mamá de Zoila adornó el corredor que rodea al patio con tiras de papel crepé y vejigas infladas cuyos colores hacían juego con la piñata, la amarró en el lazo, ubicando las sillas alquiladas alrededor de la muñeca y echó pino en el piso. Puso un poco de música infantil mientras la niña se vestía en su cuarto con un atuendo muy parecido al de la princesa.
Los invitados empezaron a llegar. El papá quiso recibir a cada uno personalmente. Les ofrecía horchata o café y conversaba con ellos con una sonrisa permanente en su rostro. Los regalos se empezaron a acumular en la mesa del zaguán. Zoila mientras tanto, se fabricaba una corona de papel.
Aún no había salido la niña a recibir abrazos y besos, cuando se escuchó un fuerte estruendo en el cielo. Tremendo brinco el que pegaron algunas señoras e inmediatamente voltearon a ver hacia las nubes. El sol se estaba escondiendo. Los hombres empezaron a cuestionar a los noticieros y al pronóstico del tiempo, nadie les había anunciado lluvia para ese día.
La tarde se nubló. Un leve viento empezó a soplar al tiempo que la cumpleañera hacía su entrada triunfal. Los invitados mezclaron aplausos y exclamaciones de felicitación con comentarios como “pobrecita”, “le va a llover en su piñata” y “a ver si da tiempo antes de que llueva”.
La mamá decidió adelantarse a la tragedia y les pidió a los patojos más grandes que le ayudaran a entrar a la muñeca de papel al corredor. Zoila se puso un poco nerviosa, pues todo el mundo movía la decoración, las sillas, los regalos y en sólo unos minutos, le habían cambiado el panorama. Además, en ese momento se dio cuenta que había llegado Manuel.
Le dio mucha vergüenza que él viera todo ese relajo. Nada quedó tan perfecto y organizado como antes. Más bien la fiesta daba la impresión de haber sido improvisada, pero antes de que la cumpleañera pudiera asimilarlo, su mamá convocó a los niños para que empezaran a quebrar la piñata. Les dijo a todos que las niñas iban primero, que de último les daría turno a los niños y que si alguno de los ya no tan niños quería darle de palazos a la muñeca, tendría que esperar hasta después.
Lamentablemente con el primer azote, se vino una secuencia de truenos y relámpagos que quitó la atención de todos en la fiesta. Una corriente de aire frío entró por el patio y trajo consigo algunas gotas de lluvia que humedecieron los adornos del corredor. Mamás y papás voltearon a ver al cielo y se dijeron cosas al oído, mientras los niños se peleaban por vendarse los ojos para inaugurar la ceremonia de eliminación de la piñata.
Fue así como se coló Manuel. Le arrebató el palo al niño que con esfuerzo había logrado tenerlo entre sus manos y empezó a pegarle a la princesa de papel de china con tanta fuerza que en pocos segundos se le podía ver el esqueleto de alambre. No contento con eso, utilizó sus manos para arrancar los retazos de vestido y de cabello amarillo que quedaban y se abalanzó con sus dos pies contra la corona plateada que había caído sobre el pino. Los dulces cayeron de un solo, al mismo tiempo que se dejó venir la lluvia en gotas gordas y pesadas. Niños y niñas se agolparon a tropezones y manotazos para recoger todo lo que podían mientras en las paredes podían verse hilos de agua rosada y amarilla que caían de las cintas de papel crepé.
Zoila sintió que sus zapatos se pegaron al piso al observar cómo aquel muchacho hermoso se convertía en un monstruo violento.
El alboroto alertó a los adultos. Los hombres se rieron del espectáculo, aplaudiendo la audacia de los niños y las mujeres se escandalizaron porque aquello había sucedido tan pronto, sin darles tiempo de tomar fotografías.
Una sonrisa maliciosa se apoderó del rostro de Manuel, quien orgulloso buscó la mirada de Zoila.
Ella, inmóvil, sintió cómo se le abría un agujero en el estómago que no lo pudo llenar en toda la tarde ni con chuchitos ni con pastel ni con regalos.
ME PIERDO EN TUS OJOS
Me pierdo en tus ojos
Fabiola Arrivillaga
Todavía me acuerdo de nuestros primeros años juntos, cuando éramos lo que ya no somos. Podíamos pasarnos los días tomados de la mano, viendo juntos en la misma dirección – esa frase se la robamos a A. de Mello, con todo y el descaro. Par de patojitos satisfechos con la mutua compañía, nos llenaba de vergüenza hasta vernos a los ojos, seguros talvez de que aquella mirada sería nuestra ruina, nuestra perdición o el pasaje para la más hermosa aventura.
La tarde menos pensada, me las jugué de todas todas y me perdí en tu mirada. Literalmente. No sé qué pasó, si te diste cuenta o si el tiempo se congeló para ti, pero me colé por tus pupilas. Es cierto, convertida en lo que hoy creo era un plasma opaco y resbaloso, entré a tu cabeza para encontrarme en un mar de luz y de sueños.
Tu mente, has de saber, es un prodigio de la plástica, la música y la cocina. Allí dentro todo sabía a chicle de sandía o de naranja o de kiwi, no lo sé. Los colores jugaban conmigo, también como plasma, y me susurraban melodías, era como si Jackson Pollock estuviera pintando mientras Vivaldi tocaba sus Cuatro Estaciones. Pero eso se queda corto, todo era tan maravilloso dentro tuyo que me cuesta volverlo a imaginar con el pensamiento, sólo puedo rememorar las emociones y los sentires.
Ese viaje, sin embargo, traicionó nuestra mera esencia. Porque ya ni tú ni yo mirábamos cosa alguna; yo estaba dentro tuyo y tú, como una piedra. Poco a poco me di cuenta de que algo cambiaba; contra más me disfrutaba de ti, te volvías menos, te perdías. Primero fue la música, luego el aroma, y finalmente terminaste convertido en lo que yo era: opacidad, un chapopote grisáceo y molesto, que fluía sin voluntad hacia donde la gravedad lo llevara.
Fue ese desgraciado descubrimiento el que me hizo salir de ti, para descubrir que el tiempo había pasado inútilmente. Estabas muriendo. Te marchitabas sin tregua y me perdí de tu vida y tú de la mía. Me perdí de mí. Ahora cerraste los ojos, te vas. Por Dios, ¿en dónde me encuentro?
Fabiola Arrivillaga
Todavía me acuerdo de nuestros primeros años juntos, cuando éramos lo que ya no somos. Podíamos pasarnos los días tomados de la mano, viendo juntos en la misma dirección – esa frase se la robamos a A. de Mello, con todo y el descaro. Par de patojitos satisfechos con la mutua compañía, nos llenaba de vergüenza hasta vernos a los ojos, seguros talvez de que aquella mirada sería nuestra ruina, nuestra perdición o el pasaje para la más hermosa aventura.
La tarde menos pensada, me las jugué de todas todas y me perdí en tu mirada. Literalmente. No sé qué pasó, si te diste cuenta o si el tiempo se congeló para ti, pero me colé por tus pupilas. Es cierto, convertida en lo que hoy creo era un plasma opaco y resbaloso, entré a tu cabeza para encontrarme en un mar de luz y de sueños.
Tu mente, has de saber, es un prodigio de la plástica, la música y la cocina. Allí dentro todo sabía a chicle de sandía o de naranja o de kiwi, no lo sé. Los colores jugaban conmigo, también como plasma, y me susurraban melodías, era como si Jackson Pollock estuviera pintando mientras Vivaldi tocaba sus Cuatro Estaciones. Pero eso se queda corto, todo era tan maravilloso dentro tuyo que me cuesta volverlo a imaginar con el pensamiento, sólo puedo rememorar las emociones y los sentires.
Ese viaje, sin embargo, traicionó nuestra mera esencia. Porque ya ni tú ni yo mirábamos cosa alguna; yo estaba dentro tuyo y tú, como una piedra. Poco a poco me di cuenta de que algo cambiaba; contra más me disfrutaba de ti, te volvías menos, te perdías. Primero fue la música, luego el aroma, y finalmente terminaste convertido en lo que yo era: opacidad, un chapopote grisáceo y molesto, que fluía sin voluntad hacia donde la gravedad lo llevara.
Fue ese desgraciado descubrimiento el que me hizo salir de ti, para descubrir que el tiempo había pasado inútilmente. Estabas muriendo. Te marchitabas sin tregua y me perdí de tu vida y tú de la mía. Me perdí de mí. Ahora cerraste los ojos, te vas. Por Dios, ¿en dónde me encuentro?
SOÑADORA DE VIAJES
Soñadora de viajes
Por María Hernández
Fue cuando el cielo se puso su rubor que ella emprendió el viaje rutinario de regreso a casa. Era el mismo cansancio luego de una jornada laboral larga, el traje de siempre y la ruta acostumbrada; las caras de los acompañantes conocidas pero ajenas y el bullicio cotidiano y destartalado del automotor colectivo que succionaba y esparcía gente por las calles de la ciudad. En el trayecto, le gustaba cerrar sus ventanas ópticas al mundo para abstraerse de la monotonía y viajar más allá de la estrechez del viejo camino. Pasajera de su fantasía, desplegaba en su mente un nuevo destino. No tardaba en llegar al lugar, porque a los 60 kilómetros por hora que iba el bus, le agregaba otros 1000 más en los que solía recorrer su imaginación. Pronto se encontró en medio del escenario estelar, meciéndose entre los cabellos largos de la luna de los cuales colgaba. Se entretenía jugueteando con las estrellas que se posaban en sus manos iluminando su existencia. Su vista se fundía entre el resplandor de aquellos astros que pronto comenzó a mezclarse con la realidad a la cual se incorporaba de nuevo luego de abrir de sus ojos. Llevó rápidamente sus manos a éstos para acomodarlos al entorno acostumbrado del bus. Pero su mirada se envolvió entre el brillo de sus manos. Sorprendida las observó detalladamente, cubiertas del polvo esplendente que había caído de la bolsa rota que una persona de pie, a su lado, llevaba ya vacía, con su contenido adherido a la piel de la soñadora Se sacudió las manos sin lograr despojarse de todo el confeti metálico por completo. Se alistó para descender del automotor. Al bajar, caminó lento y pensativa. ¡Qué coincidencia la transición entre el brillante fin de su fantasía y el chispeante regreso a su realidad! Curiosa elevó la mirada y se sorprendió más al ver la misma brillantina esparcida por el cielo, ¿Sería el fulgor de las estrellas de su sueño o sólo el lustroso polvo que quedó impregnado en su pupila?
Por María Hernández
Fue cuando el cielo se puso su rubor que ella emprendió el viaje rutinario de regreso a casa. Era el mismo cansancio luego de una jornada laboral larga, el traje de siempre y la ruta acostumbrada; las caras de los acompañantes conocidas pero ajenas y el bullicio cotidiano y destartalado del automotor colectivo que succionaba y esparcía gente por las calles de la ciudad. En el trayecto, le gustaba cerrar sus ventanas ópticas al mundo para abstraerse de la monotonía y viajar más allá de la estrechez del viejo camino. Pasajera de su fantasía, desplegaba en su mente un nuevo destino. No tardaba en llegar al lugar, porque a los 60 kilómetros por hora que iba el bus, le agregaba otros 1000 más en los que solía recorrer su imaginación. Pronto se encontró en medio del escenario estelar, meciéndose entre los cabellos largos de la luna de los cuales colgaba. Se entretenía jugueteando con las estrellas que se posaban en sus manos iluminando su existencia. Su vista se fundía entre el resplandor de aquellos astros que pronto comenzó a mezclarse con la realidad a la cual se incorporaba de nuevo luego de abrir de sus ojos. Llevó rápidamente sus manos a éstos para acomodarlos al entorno acostumbrado del bus. Pero su mirada se envolvió entre el brillo de sus manos. Sorprendida las observó detalladamente, cubiertas del polvo esplendente que había caído de la bolsa rota que una persona de pie, a su lado, llevaba ya vacía, con su contenido adherido a la piel de la soñadora Se sacudió las manos sin lograr despojarse de todo el confeti metálico por completo. Se alistó para descender del automotor. Al bajar, caminó lento y pensativa. ¡Qué coincidencia la transición entre el brillante fin de su fantasía y el chispeante regreso a su realidad! Curiosa elevó la mirada y se sorprendió más al ver la misma brillantina esparcida por el cielo, ¿Sería el fulgor de las estrellas de su sueño o sólo el lustroso polvo que quedó impregnado en su pupila?
EL REEMPLAZO
El Reemplazo
Olga Contreras
Detalles, todo está en los detalles. Ya no podía hacer el viaje anual con el mismo amor, así que armó un reemplazo con la materia prima que tenía a su mano. El reemplazo estaba bastante bofo, nada que ver con el esculpido y perfecto modelo original, así que lo primero fueron meses de gimnasio y personal trainers. La siguiente fase fue la más difícil: incontables horas de cabildeos para lograr convencerlo de hacerse los tres tatuajes que ella conocía de memoria y en los lugares correctos. Ella misma se impresionaba de su poder de convencimiento o ¿debería impresionarla su falta de carácter? Bueno, como fuera, él cambiaba poco a poco para convertirse en quien ella deseaba. Por las noches, le ponía unas cintas de inducción mental para lograr poco a poco que agarrara ese acento particular que hacía que a ella se le aguadaran las canillas. Aquel hombre finalmente iba agarrando forma -una forma que no le correspondía- pero él tampoco estaba para juzgar nada. La cereza en aquel suculento pastel de carne fue el tratamiento para alargar el miembro y la rapada de pelo: finalmente estaba todo listo para el viaje. Ella reservó el mismo hotel que había sido testigo de sus escapadas, fueron a los mismos lugares, comieron la misma comida y ella pudo constatar de primera mano que la mente es poderosa y con el suficiente empeño logra engañar al corazón que se caracteriza por ser ingenuo. Así logró volver a sentir –o vivir- aquel dejavú que compensaba un año de soledad y rutina en tan sólo unos días. Esa fantasía tan vívida le impidió hacer caso de su negativa a irse en la excursión de snorkeling. ¡Mierda! Olvidó un "pequeño" detalle: el reemplazo no sabía nadar…
Olga Contreras
Detalles, todo está en los detalles. Ya no podía hacer el viaje anual con el mismo amor, así que armó un reemplazo con la materia prima que tenía a su mano. El reemplazo estaba bastante bofo, nada que ver con el esculpido y perfecto modelo original, así que lo primero fueron meses de gimnasio y personal trainers. La siguiente fase fue la más difícil: incontables horas de cabildeos para lograr convencerlo de hacerse los tres tatuajes que ella conocía de memoria y en los lugares correctos. Ella misma se impresionaba de su poder de convencimiento o ¿debería impresionarla su falta de carácter? Bueno, como fuera, él cambiaba poco a poco para convertirse en quien ella deseaba. Por las noches, le ponía unas cintas de inducción mental para lograr poco a poco que agarrara ese acento particular que hacía que a ella se le aguadaran las canillas. Aquel hombre finalmente iba agarrando forma -una forma que no le correspondía- pero él tampoco estaba para juzgar nada. La cereza en aquel suculento pastel de carne fue el tratamiento para alargar el miembro y la rapada de pelo: finalmente estaba todo listo para el viaje. Ella reservó el mismo hotel que había sido testigo de sus escapadas, fueron a los mismos lugares, comieron la misma comida y ella pudo constatar de primera mano que la mente es poderosa y con el suficiente empeño logra engañar al corazón que se caracteriza por ser ingenuo. Así logró volver a sentir –o vivir- aquel dejavú que compensaba un año de soledad y rutina en tan sólo unos días. Esa fantasía tan vívida le impidió hacer caso de su negativa a irse en la excursión de snorkeling. ¡Mierda! Olvidó un "pequeño" detalle: el reemplazo no sabía nadar…
13 PASILLO/14 VENTANILLA
13 Pasillo/ 14 Ventanilla
Marilinda Guerrero
Estamos tan cerca el uno del otro, tanto, que puedo sentir su aliento en mi hombro. Sin evitarlo, volteo la mirada y observo sus ojos. En un espontáneo acto de locura me lanzo al vacio verdeazulado de su mirada. Me adentro en un espacio alterno, donde ambos intercambiamos nuestras lenguas, con un llamado de nuestros labios. Beso y pasión se funden en un intento de succionar la vida emanada de nuestros cuerpos. Nos fugamos por la ventana de emergencia. Su universo ponzoñoso clava agujas en mi pecho y gimiendo de placer nos repetimos trece veces en un instante catorce. Me succiona la sangre, me excito, me extrae el corazón. Su rostro de carácter melancólico observa mi cuerpo morir. Comprendo que estoy cayendo en sus redes inevitablemente. Transformo mi vida cual súcubo sedienta de su sexo. Tropiezo en un momento de frío eterno y observo que me ve con una mirada de extrañeza. Sonrío y pregunto, “¿a dónde viajas?”.
Marilinda Guerrero
Estamos tan cerca el uno del otro, tanto, que puedo sentir su aliento en mi hombro. Sin evitarlo, volteo la mirada y observo sus ojos. En un espontáneo acto de locura me lanzo al vacio verdeazulado de su mirada. Me adentro en un espacio alterno, donde ambos intercambiamos nuestras lenguas, con un llamado de nuestros labios. Beso y pasión se funden en un intento de succionar la vida emanada de nuestros cuerpos. Nos fugamos por la ventana de emergencia. Su universo ponzoñoso clava agujas en mi pecho y gimiendo de placer nos repetimos trece veces en un instante catorce. Me succiona la sangre, me excito, me extrae el corazón. Su rostro de carácter melancólico observa mi cuerpo morir. Comprendo que estoy cayendo en sus redes inevitablemente. Transformo mi vida cual súcubo sedienta de su sexo. Tropiezo en un momento de frío eterno y observo que me ve con una mirada de extrañeza. Sonrío y pregunto, “¿a dónde viajas?”.
TU MOTO
Tu moto
Patricia Cortez
Te parecerá extraño, pero el único viaje que recuerdo con claridad fue aquel que hice montada en la moto, atrás de vos, aferrada a tu espalda como una bicha rara, vos y yo intentando llegar a esa aldea, cuidándome los pies del lodo y las piedras, disfrutando el aroma de tu cabello.
Puedo sentir el agua de los ríos que pasamos, las piedras en las que brincaste, no entendía lo que hablabas a gritos, solo recuerdo tu cintura y tu cercanía.
Creo que me volví a enamorar de vos en ese viaje, había una complicidad loca, una gana extraña de no se que, porque no era que fueramos a coger ni nada de eso, el viaje era para ayudar a alguien y volveríamos en menos de 4 horas a aquella casita al lado del río.
Me acuerdo del paisaje, de cada uno de los pinos que me señalabas como marcadores del camino, me acuerdo de la gente que nos vio pasar, de los niños que gritaban tu nombre en la carretera, me acuerdo del camión de volteo pintado con los colores del partido oficial, de la muchacha que me vio con celos, de la gaseosa caliente con la que me recibió el amigo al que atendimos, me acuerdo de tu camisa gris y tus botas de trabajo, de como te reiste de mis botas flojas y de tus críticas sobre mancharme las mismas...
Me acuerdo ahora que me dan ganas de relatar otros viajes y veo que todos están como borrosos, que no puedo recordar otro viaje que me diera tantas ganas de repetirlo como ese, que otros paisajes se han negado a aparecer y es ese, el único que aún vive en mi memoria. Me acuerdo ahora que la señorita que tengo enfrente me dice que es mi nieta y su rostro me devuelve la chispa de tus ojos aquella tarde de septiembre...¿o era octubre?
Patricia Cortez
Te parecerá extraño, pero el único viaje que recuerdo con claridad fue aquel que hice montada en la moto, atrás de vos, aferrada a tu espalda como una bicha rara, vos y yo intentando llegar a esa aldea, cuidándome los pies del lodo y las piedras, disfrutando el aroma de tu cabello.
Puedo sentir el agua de los ríos que pasamos, las piedras en las que brincaste, no entendía lo que hablabas a gritos, solo recuerdo tu cintura y tu cercanía.
Creo que me volví a enamorar de vos en ese viaje, había una complicidad loca, una gana extraña de no se que, porque no era que fueramos a coger ni nada de eso, el viaje era para ayudar a alguien y volveríamos en menos de 4 horas a aquella casita al lado del río.
Me acuerdo del paisaje, de cada uno de los pinos que me señalabas como marcadores del camino, me acuerdo de la gente que nos vio pasar, de los niños que gritaban tu nombre en la carretera, me acuerdo del camión de volteo pintado con los colores del partido oficial, de la muchacha que me vio con celos, de la gaseosa caliente con la que me recibió el amigo al que atendimos, me acuerdo de tu camisa gris y tus botas de trabajo, de como te reiste de mis botas flojas y de tus críticas sobre mancharme las mismas...
Me acuerdo ahora que me dan ganas de relatar otros viajes y veo que todos están como borrosos, que no puedo recordar otro viaje que me diera tantas ganas de repetirlo como ese, que otros paisajes se han negado a aparecer y es ese, el único que aún vive en mi memoria. Me acuerdo ahora que la señorita que tengo enfrente me dice que es mi nieta y su rostro me devuelve la chispa de tus ojos aquella tarde de septiembre...¿o era octubre?
LAS TRAPECISTAS
Las trapecistas
Fabiola Arrivillaga
A la una, a las dos y a las tres…Ya era hora de que aprendiera la niña a aguantar el peso de los años y las penas con sus juveniles brazos. Ya era hora de sacar provecho a tanta ira. Pero la niña no se atrevía. No era el temor a soltarse y caer, sino a no hacerlo. Era el temor de sentirse libre al despegar pero caer presa de inmediato, al terminar el vuelo.
Vaya pues, es fácil…mirá, tirémonos juntas, yo te enseño…La madre intentaba darle ánimo, era preciso. El monstruo ya no iba a mantener una boca extra, por chiquita y melindrosa que fuera, a menos que una de dos cosas ocurriera: la cama o la arena. Esa madre sabía el horror, lo conocía, lo llevaba marcado en cuerpo y alma y no podía permitir que le ocurriera a su hija. Por eso el empeño. En dos semanas cumpliría los doce años, ya había dejado la infancia y su madre sabía lo que significaba aquello en el engañoso mundo del circo.
Mija, brinquemos juntas, vas a ver qué lindo es volar…La niña, después de infinitos intentos, accedió con una condición: sin correas de seguridad, sin arnés. La madre aceptó, orgullosa de la confianza que su hija le demostraba, sin ver la verdad en los prematuramente maduros ojos que, suplicantes, la miraban.
Ahora sí, a la una, a las dos y a las tres… Aquel primer vuelo fue dulcísimo. Rieron juntas imaginando campos en flor, brisa marina y alegrías inexistentes. Ella vio el rostro feliz de la hija como nunca lo había visto, y la niña descubrió lo mismo en su madre. Nunca se habían sentido tan plenas, tan unidas. Entonces llegaron las dudas y una sombra cubrió ambos corazones. Ahora eran felices. ¿Y después?
¿Ya viste, mijita? No era tan difícil…Cuando ambas pusieron los pies en la plataforma opuesta sintieron el corazón roto y el peso del dolor y la verdad y la vida y el dueño y los hombres y aquel destino inquebrantable que les había tocado desde que fueron “rescatadas” de la calle.
Bueno, ¿vamos de regreso? Y ahora hacemos una primera pirueta, ¿va? La madre secó la lágrima que escapaba rodando por la mejilla de su hija, tomó aire y saltó. Pero llegado el momento de soltar el trapecio para hacer la acrobacia, algo mágico ocurrió: dos mariposas de intensos colores y enormes alas volaron, cómplices, fuera de la carpa y de la vida. Abajo, sin embargo, se hizo justicia. Yacían libres las dos prisiones, tiradas en el suelo; lloraban los hombres, quizás lamentando la miel no probada, quizás la conciencia les pateaba duro el hígado, a saber.
Fabiola Arrivillaga
A la una, a las dos y a las tres…Ya era hora de que aprendiera la niña a aguantar el peso de los años y las penas con sus juveniles brazos. Ya era hora de sacar provecho a tanta ira. Pero la niña no se atrevía. No era el temor a soltarse y caer, sino a no hacerlo. Era el temor de sentirse libre al despegar pero caer presa de inmediato, al terminar el vuelo.
Vaya pues, es fácil…mirá, tirémonos juntas, yo te enseño…La madre intentaba darle ánimo, era preciso. El monstruo ya no iba a mantener una boca extra, por chiquita y melindrosa que fuera, a menos que una de dos cosas ocurriera: la cama o la arena. Esa madre sabía el horror, lo conocía, lo llevaba marcado en cuerpo y alma y no podía permitir que le ocurriera a su hija. Por eso el empeño. En dos semanas cumpliría los doce años, ya había dejado la infancia y su madre sabía lo que significaba aquello en el engañoso mundo del circo.
Mija, brinquemos juntas, vas a ver qué lindo es volar…La niña, después de infinitos intentos, accedió con una condición: sin correas de seguridad, sin arnés. La madre aceptó, orgullosa de la confianza que su hija le demostraba, sin ver la verdad en los prematuramente maduros ojos que, suplicantes, la miraban.
Ahora sí, a la una, a las dos y a las tres… Aquel primer vuelo fue dulcísimo. Rieron juntas imaginando campos en flor, brisa marina y alegrías inexistentes. Ella vio el rostro feliz de la hija como nunca lo había visto, y la niña descubrió lo mismo en su madre. Nunca se habían sentido tan plenas, tan unidas. Entonces llegaron las dudas y una sombra cubrió ambos corazones. Ahora eran felices. ¿Y después?
¿Ya viste, mijita? No era tan difícil…Cuando ambas pusieron los pies en la plataforma opuesta sintieron el corazón roto y el peso del dolor y la verdad y la vida y el dueño y los hombres y aquel destino inquebrantable que les había tocado desde que fueron “rescatadas” de la calle.
Bueno, ¿vamos de regreso? Y ahora hacemos una primera pirueta, ¿va? La madre secó la lágrima que escapaba rodando por la mejilla de su hija, tomó aire y saltó. Pero llegado el momento de soltar el trapecio para hacer la acrobacia, algo mágico ocurrió: dos mariposas de intensos colores y enormes alas volaron, cómplices, fuera de la carpa y de la vida. Abajo, sin embargo, se hizo justicia. Yacían libres las dos prisiones, tiradas en el suelo; lloraban los hombres, quizás lamentando la miel no probada, quizás la conciencia les pateaba duro el hígado, a saber.
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