variopinto

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Los desaparecidos

Los desaparecidos
Por Fabiola Arrivillaga


Te voy a contar un cuento, hijito mío.  El cuento del siete perdido en aquel mar de palabras de gente grande, de risas, de padres presumidos, de altas calificaciones.  El siete que, por alguna razón más fuerte que las mismísimas matemáticas, desapareció de mi infancia para colarse oportunamente en mi vida adulta.  Al que encontré, por accidente, en un corredor del supermercado a una semana de tus siete años.

Antes de comenzar debo hacer una  arrogante confesión.  De pequeña , fui considerada como una especie de prodigio, con asombrosas capacidades para los números.  De hecho, antes de caminar ya sabía contar de uno a diez y viceversa, con adulta pronunciación de las palabras y absoluto reconocimiento de las cantidades, excepto por una: siempre me brincaba el siete.

Al llegar al colegio descubrí la necesidad del famoso numerito, porque no lo encontraba por ninguna parte: ni en el libro de texto, ni en el pizarrón, ni en el cartel de la clase.  Recordar la angustia de aquellos ejercicios en voz alta repitiendo las tablas de multiplicar, o los exámenes y yo sin poder encontrar un triste siete, uno solo, que me devolviera un poco de paz, me cuesta todavía un par de horas de sueño.  Sin embargo, logré graduarme haciendo uso de creatividad y otros recursos, todos honestos y legítimos.

Y es que pasados los primeros cinco años de estudio, me acostumbré al espacio vacío entre el seis y el ocho y me las arreglé para no pretender llenarlo de nuevo. Una vez graduada, decidí no trabajar y tu padre se hizo cargo de todos los gastos.  Él, por cierto, conocía mi secreto, mostrándose por completo comprensivo y encubridor.  Al cabo de unos años naciste tú, realización total de nuestro amor e ilusión de mi vida.  Yo te enseñaba las gracias verbales y el papá las gracias numéricas, así que todo marchaba de maravilla.

 Te imaginarás mi sorpresa cuando cumpliste los seis años y no te bastó con que te dijera que luego tendrías “uno más”.  Y el espanto de escuchar el silencio, viendo tu boca moverse, el día que quisiste comenzar el proyecto de tu séptima piñata.  Te confieso que recé con todas mis fuerzas y toda mi fe para que apareciera el prófugo de mi criba.  Me aterraba saber que durante varias semanas el siete tendría que ser repetido una y otra vez, escrito y dibujado, en la tranquilidad de mi cabeza.  Y el cielo respondió mis plegarias, aunque de forma inesperada.

Resultó que tú querías celebrar tu cumpleaños en la clase, un grupo pequeño, de ocho estudiantes, lo que significaba, obviamente, que eran siete tus pequeños y distinguidos invitados.  Mi pesadilla se hacía todavía más evidente, ya que eran siete sorpresitas, siete invitacioncitas, siete cubiletes de pastel…todo sietes. ¡Todo sietes! Parecía una maldición.  Y tu papá había salido de viaje, por el trabajo, ya sabés, cabal en aquella extraña semana.  Entonces me tocaba hacer todo sola, incluso aquellas labores que más me aterraban: contar y pagar.

Fue allí, en el supermercado y, más precisamente, en el corredor de los jugos, en donde mi torpeza motriz me hizo tropezar con algo que, hasta entonces, no habría podido reconocer.  En aquel lugar, en una cantidad casi tan atorrante como una nube de mosquitos e igual de sonora, un tropel de sietes me invadió la vista y el oído inyectándome de eufórica alegría.  Me volví loca, comencé a gritar “siete” a todo pulmón, comencé a echar artículos en mi carreta, siete de cada cosa.  A quien me volteaba a ver con espanto o lástima, le respondía con una enorme sonrisa y un entusiasta “¡feliz siete!”. 

¡Qué tarde aquella! Tú caminabas conmigo, ¿ya lo olvidaste? Y te reías igual de feliz que tu enloquecida madre.  Luego fuimos por helados y yo pedí, vaya chifladura, uno de siete bolas, mientras tú te divertías preguntándome “¿cuántos años cumplo, mamita?”, a lo que yo respondía con un feliz y apasionado “¡siete!”.  Pero cada regalo tiene un precio, en mi caso uno igual de alto y, de nuevo, siento angustia.

Hijo mío, en una semana cumplirás un año más que veinticuatro, o la mitad de cincuenta, o la raíz cuadrada de la mitad de mil doscientos cincuenta…¡Y los querés celebrar!

Mercado de pulgas

Mercado de pulgas 
Por Fabiola Arrivillaga
(Cuento de padres)

Cuando tenés diez años cualquier papá es mejor que el tuyo.  Eso les pasaba a Paco, Nacho y Manuel, los tres mosqueteros de su cuadra, que jugaban a imaginar cómo sería su vida si intercambiaran papás de vez en cuando.  Era un juego, un juego nada más, aunque en él se envolvían secretas esperanzas.  Desde sus anhelos más profundos, Paco deseaba ser hijo del papá de Nacho, siempre tan contento y divertido.  Nacho, por su parte, vivía encantado con la talla y fortaleza del papá de Manuel, mientras el suyo era un borracho enclenque.  Y Manuel era el primer admirador del papá de Paco, profesional universitario con imponente y atractiva presencia, despreciando al propio padre, golpeador y violento.  Habrá de insistirse que el guapetón de don Paco padre era el más perverso e infiel mañoso y tenía personas de toda edad, estado civil y género dentro de sus conquistas.  Los niños, discretos a morir, nunca se confiaron , hasta entonces, sus vergüenzas y dolores, fingiendo apreciar la admiración que intercambiaban por sus progenitores.

Era noviembre del 85, y los días de vacaciones transcurrían como agua de un  río tranquilo, con excepción de los primeros remolinos en la antes apacible corriente de su vida y amistad, provocados por la aparición de la verdad.  El primero en confesar el origen de sus moretones fue Manuel, con lágrimas en los ojos; con la seriedad, la confianza y el amor que solamente sienten entre sí los buenos amigos, los más que hermanos, los otros dos escucharon sin emitir opiniones.  Otro día fue Paco, cuando conoció la razón por la que su madre se fue de vacaciones hace tanto, tanto tiempo.  Varios días más tarde, los tres niños sirvieron de cadejos al papá de Nacho, quien yacía tirado a la par de la puerta de una cantina cercana.  Descubrieron que ninguno tenía una vida color de rosa, descubrieron que compartían, además de los buenos ratos, un intenso y difícil dolor.

Así que desarrollaron un plan infalible para combatir sus actuales pesadillas, aún a costa de separarse.  La idea era venderse a nuevos padres durante el mercado de pulgas de la  Virgen de Guadalupe.  Prepararon anuncios, buscaron su mejor ropa, se bañaron y peinaron bien.  Nacho y Manuel lloraron un poco por dejar a su madre, pero ambos tenían hermanitos así que creían poco probable que su ausencia se notara.  Temprano en la mañana, tomaron tres cajas de madera, sus anuncios, y algo para refaccionar, seguros de que ese mismo día marcaría sus vidas con un nuevo comienzo.

Al llegar al mercado nadie pareció interesarse por ellos.  Poco a poco, algunas personas se fijaron en el peculiar trío.  A Paco se le ocurrió, entonces, ponerse a cantar.  Y los otros dos le hicieron coro.  Luego los aplausos y luego, la generalizada inquietud sobre la ocurrencia de los niños.  Aún y con la gran cantidad de público que se agolpaba a su alrededor, pasaron las horas sin que algún padre necesitado de hijos los comprara.

Sería fantástico imaginar que pocos minutos antes de cerrarse las ventas, se aparcó un lujoso carro del que descendió un bondadoso par de abuelitos con suficiente amor en su corazón para compartirlo con tres niños; y, varios años más tarde, verlos bien vestidos, bien educados y muy felices…Pero no.  A diez para las seis, un taxi viejo detuvo su marcha en la esquina del mercado y de él se bajaron tres hombres de gesto monstruoso, uno armado con cincho de hebilla.  La gente en el lugar eligió dar la espalda al correctivo que aquellos tres hombres aplicaron a los niños.   Ni los gritos, ni el llanto fueron causa suficiente de compasión o piedad.

Los tres amigos nunca hablaron más del asunto, ni de los asuntos que lo provocaron.  Siguieron inseparables hasta salir del colegio; después, cada quien siguió un curso distinto, pero reuniéndose cada doce de diciembre, para celebrar las Navidades.  Uno bebe hasta el cansancio, el otro ha tomado cinco años de terapia para controlar la ira  y el tercero practica la promiscuidad casi como un credo.  Aún así, ninguno salió a su propio padre.

Numb3rs

Numb3rs
Por Nicté Walls


Doce años han pasado desde que te vi por última vez, once veces intenté llamarte, pero me paralizaba el miedo a contarte lo que callé tantos años.

Diez días estuve pensando si te lo decía, hasta que él me llevó a hacerme la prueba y lo supe, era tarde, ya no podía decírtelo a ti.

Nueve meses en mi vientre, pensando ¿cómo sería?, ¿cual sería su nombre?, a ¿quien se parecería?, ocho puntos me pusieron en la frente el día que él sospechó y reclamó y luego vino la pelea.

Siete días en cama, la segunda vez y seis veces llamé a la policía antes de cansarme de hacerlo, no iban a hacer caso. 5 años deberían darle, me dijo la mujer que me acogió y me llevó a vivir con ella durante este tiempo, cuatro premios que ganó tu hijo, que construye como vos y piensa como vos aún sin conocerte, tres amigos los que te dijeron que me llamaras, dos llamadas que has hecho y me han dado esperanzas, una hora, la que falta para verte

TIC TOC

TIC TOC
Por Elena Nura

Doscientos cincuentaicinco árboles, veinte bancos, doce papeleras, cuatrocientas baldosas con su respectivas rayas de separación, ciento veinte adoquines que las limitan, dos guardias muertos, tres setos diez farolas, dos buzones, diez bancos de madera.

A Sergio le habían diagnosticado un TOC. Así dicho, a él le pareció que aquello sonaba como a un tic. Un movimiento incontrolable que su cuerpo se empeñaba en repetir una vez tras otra. Y en realidad eso era lo que le ocurría. Pero para la clínica un TOC, sonaba como un cuadro más serio. Todo el mundo tiene tic, pero toc, eso es más complejo. Era un toc contable.

Luego estaba la parte automática, la que le hacía abrir la puerta tres veces antes de entrar, o de salir. Lavarse las manos tres veces antes de comer. Ponerse y quitarse las cholas de levantar tres veces antes ponerse en pie.

Y Rosa le decía, de todas las manías, como ella llamaba a su TOC, “la que más me gusta, es que tus besos son de tres en tres”.

Banco de cristal

Banco de cristal
Por Olga Contreras

En unos frasquitos del más caro cristal guardaba sus recuerdos. Los tenía contabilizados y ordenados más que por fechas, por épocas y según el recuerdo –glorioso, apasionado o doliente- era el tono del cristal. La habitación donde los guardaba estaba diseñada para recibir la luz del atardecer y en el centro había un mullido sillón donde se sentaba para destapar el frasco elegido y se impregnaba de su aroma para recorrer lentamente el sendero de tal o cual evocación. Los recuerdos habían pasado por un estricto control de calidad para que la nostalgia, esa perra traicionera, no hiciera de las suyas y alterara el delicado equilibrio que un buen recuerdo necesita. Con el tiempo se había dado cuenta que al evocar pasados con una alta dosis de nostalgia, la misma entraba y lo poseía, lo invalidaba y lograba arrancarle los pocos momentos de lucidez que le quedaban y que lo hacían querer olvidar todo eso que debía olvidar.

Para hoy había escogido más que dos recuerdos, dos momentos y dos frases que le venían dando vuelta en la cabeza de regreso a casa.

Con el cuidado que se pone con lo irremplazable, limpió el frasco de cristal claro; escogió especialmente la música necesaria e idónea, se relajó en el sillón y se dejó llevar hasta un día de verano, donde las copas de los árboles trataban inútilmente de resguardarlos del calor. Nadaron con calma hasta la parte más honda del lago y entre risas y sol oyó por primera vez la frase que muchas veces oiría:

-      -   Si me preguntaran de dónde soy, les diría que soy irremediablemente de tu pecho, ese es mi país. Tu sudor es mi respiro y tu abrazo abarca más allá de mis fronteras y mi beso traspasa las tuyas.

Se dejó envolver por la niebla amorosa del recuerdo y pasó así quién sabe cuánto tiempo, hasta que la ausencia de los últimos rayos del día lo trajo de vuelta.

Con la  sonrisa marcada aún en el rostro, se dispuso a abrir el frasco de color violáceo, no sin sentir desde ya la punzada de dolor que traía guardada para él.

En un papel que maliciosamente guardaba su perfume, escociendo aún más la herida- si es que eso era posible- alcanzó a leer entre lágrimas aquellas palabras perfectamente caligrafiadas:

-        -  El camino está definido frente a mí, expectante, prometedor; pero mis pasos ya no te siguen, ya no pueden, ya no deben. Y a pesar que has sido mi norte y mi sur, la brújula se resiste a marcarte. Es tiempo de mirar hacia otras estrellas, aunque mi corazón no quiera abrir sus ojos.

 Sus sueños fueron interrumpidos violentamente por las campanadas del reloj que marcaban las once. Lentamente, con mucho esfuerzo se incorporó, guardó cuidadosamente los frascos en el anaquel correspondiente, anotó la fecha en el libro de entradas y salidas y de una vez dejó apartada su selección para el siguiente día. 

Cuentos de padres

Como oír llover

Como oír llover
Por Tania Hernandez

El cielo de la noche anunciaba tormenta. Primero la lluviecita de los pasos de mi mamá yendo a la cocina, como gotitas de agua que van pidiéndole permiso al suelo, para que no se enoje, para que no invoque el chaparrón que todo lo inunda, que todo lo disuelve. La vista nublada por los sollozos casi inaudibles de un miedo conocido. De pronto, la luz de la sala se enciende, la puerta se cierra en un trueno. El rayo, el trueno: es mi padre, es el viento, es el huracán que entra. La voz de papá cayendo en aguacero que aplasta sin piedad la tranquilidad de la casa.  

 Meto la cabeza bajo la chamarra, pero no puedo dormir. Tengo miedo de que al despertar  encuentre la casa inundada y a mi mamá ahogada en un torrente de gritos, de insultos y de maltratos. Tengo miedo que entre sueños, la humedad de mi propio llanto no me deje respirar.

Escuchar a mi padre llegar de malas era como oír llover. Por eso, aunque ahora estés aquí a mi lado, y tomes mi mano, y me digas que que todo está bien, no me sirve amor, no puedo evitarlo. Las noches de lluvia, para mí, seguirán siendo húmedas e insomnes.

OLVIDOL 500

OLVIDOL 500
Por Olga Contreras


Uno pensaría que tal pastilla tendría instrucciones más alambricadas, pero no: tómese una antes de dormir pero después de cenar. Ninguna contraindicación más que la clara advertencia que el proceso para borrar la memoria era irreversible. Perfecto, eso era lo que buscaba.

-La memoria inmediata es lo primero en irse- le explicaba el doctor. Conforme pasan las horas y el sueño se hace más profundo, más profundo trabaja el medicamento. Por eso se tiene que tomar esto para dormir- dijo dándole una pastillita celeste- para asegurarnos que no despertará, pues algunos recuerdos podrían quedarse flotando sontos, sin raíz, sin continuidad, cosa que puede causar confusión.

Se tragó las pastillas y se metió a la cama.


Al día siguiente, se levantó tarde pero en total calma, con bastante modorra y lo único que recordaba eran sueños amorfos, muchos ríos de agua sucia y lodazales putrefactos. A partir de hoy cuando se encontrara con la palabra padre, en cualquiera de sus formas, lo único que vendría a su mente: la nada absoluta.

Carrusel

Carrusel
Por Daniela Sánchez

El niño quería subirse al carrusel, los caballos de colores moviéndose en círculos lo fascinaron desde el primer momento, la música que se repetía una y otra vez le encantó...

Tenía un año y aun no hablaba, se dio a entender con gestos y señalando con el dedo. Ella le sonrió y se preguntó dónde estaba su papa.

Era tan fácil hacerle creer a los demás que ese era su hijo, tan pequeño, prendida a ella, con pereza para caminar. Los brazos empezaron a pesarle, se acordaba haber cargado a su sobrino por momentos, cuando tenía ganas, ahora había preferido llevar al pequeño fuera de la tienda y hacerlo caminar un poco. Lo llevó en brazos por la escalera eléctrica, vio por el reflejo de una vitrina como el hombre detrás de ella le observaba el trasero, el niño en sus brazos le hacía gestos de burla.

Subió caminando lo que restaba de distancia entre las escaleras y el piso. De lejos vio el carrusel, el niño se emocionaba cada vez más. Pagó la entrada, sentó al niño en el caballo y lo sujetó de la mano, le hizo tal mueca con esa boquita pequeñita, que subió con él al caballo, el niño se volteó y se rehusó a ser sujetado con el cinturón de seguridad, ella le explicó que debía sujetarse o tendrían que bajarse. El pequeñín se dejó, no sin antes asegurarse que ella estaba tras de él.

El carrusel empezó a dar vueltas, el niño empezó a llorar, ella pensaba divertida cuanto le han gustado desde siempre los carruseles.

Se sumergió tanto en sus pensamientos que se le olvidó por completo el llanto del niño, cuando quiso escucharlo este ya se había callado señalando divertido los caballos de los lados que subían y bajaban al mismo tiempo.

De pronto paró, ella tenía más tiquetes, la señora de la taquilla le dijo que tenía que salir, volver a entrar y dar el tiquete de nuevo... así lo hizo tres veces. Y las tres veces el niño experimentó odio y amor, quería subirse al carrusel, pero cuando se daba cuenta que tenían que sujetarlo al cinturón de seguridad, el llanto surgía.

Ella le explicaba divertida que ya iban a parar y que sería la última vuelta, a poca distancia el padre observaba con una sonrisa la escena, el niño volteó su carita, lo vio y el llanto cesó. Se bajaron del carrusel, ya no tenían más tiquetes, el niño no le pidió los brazos, la tomó de la mano y caminó con ella.

Ixbal

IXBAL
Por Manuel Chocano


-“…Una inundación fue producida por el corazón del cielo; un gran diluvio se formó, que cayó sobre las cabezas de los muñecos de palo… “(Popol Vuh)



La llevaban cuatro hombres sobre sus hombros en procesión, acompañada de un sequito de guerreros santos, al final de la calzada estaba la pirámide coronada por un templete donde seguramente estaría su padre esperándola, con la pintura ritual, celebrando la partida del “dios” que les dio todo, era tan irónico.  Su padre había cambiado los dioses de la vida por las divinidades de la muerte.


¿Pero eran dioses?, Ixbal pensaba que no, que eran mortales.  Había visto sus cuerpos muertos en las lozas de las cuevas, había leído acerca de la grandeza de un solo pueblo en el mundo cuando Kukulkan llegó  a compartir esa grandeza, luego vino la gran tribulación y la separación entre ese dios y los hombres por la cuarentena impuesta por el gran orden.


Balam Ix, pintado de colores rituales sabia de la llegada de su hija,  había sido un guerrero, conquistado un inmenso territorio, y en cada ciudad que derrotaba había ordenado la construcción de las pirámides para llevar el mensaje futuro a los descendientes de su pueblo.


Pero Tlaloc en persona le había advertido que  si no contaba con el apoyo de su raza en sus designios, las ciudades de su reino arderían con la fuerza de diez mil soles.
Para lograr seguir con los decretos de Kukulkan para volver a ser aceptados en el gran orden, los habían sido manifestados en el plan de contingencia que era históricamente  transmitido a todas las civilizaciones,


El rey con el propósito de seguir esta tradición envió desde la niñez a su hija más joven a la ciudad del conocimiento y el saber


Desde los cuatro años de vida Ixbal había sido trasladada por su padre al Reino Kan, al santuario de las diez mil columnas.  En este lugar Ixbal se había convertido en la sacerdotisa y custodia del saber antiguo, del conocimiento de la historia.


Ahora veinte años después Ixbal acudía desesperada a su padre como alta sacerdotisa de Kan, con el fin de evitar los excesos de Tlaloc y sus seguidores.


Ixbal subió la escalinata y quedó frente a frente con su padre, teñido su cuerpo del color del sol, por un momento Ixbal estuvo a punto de abrazar a su padre, pero se resistió al impulso.


La mujer lo vio a los ojos fríamente, mientras el viejo era bañado del humo de incienso, y los guerreros del soberano los observaban a ambos con rostro inquisitivo.


La mirada era fija, y la mujer de cuerpo atlético y rostro hermoso fue la que inició el dialogo:


Ixbal: ¿Cómo has podido padre? Tlaloc sigue dando órdenes de matar, de sacrificar, nos estamos alejando del mensaje de los antiguos.
Balam Ix: Estas equivocada. No es algo tan simple.
Ixbal: No es necesario que mientas. Las matanzas hablan por tí.
Balam Ix: No miento. Simplemente no es tan sencillo.
Ixbal:   ¿Entonces como explicas que tú seas el discípulo más comprometido y estés haciendo su voluntad? Nos hemos alejado de lo que aprendimos en la isla más allá del mar, antes del gran cataclismo, antes de la cuarentena.
Balam Ix: Desde que la serpiente emplumada nos abandono dejándonos a todos los pueblos a nuestra suerte, no hemos tenido más remedio que acatar sus deseos, el castigo que Tlaloc ha traído desde los cielos no nos ha dejado alternativa.  Como una sacerdotisa deberías saberlo, nada podemos contra ellos; son Dioses.



 Ixbal:
No son dioses, son hombres, los textos antiguos lo dicen, sus deseos, sus catástrofes se hacen a través de maquinas que no fueron sacadas de la gran madre antes de que se declarara la cuarentena…Maquinas de una era pasada…

Balam Ix: ¡Insensata! Has sido testigo de sus prodigios, y  niegas su divinidad. Ixbal: ¡No son dioses padre! Se quedaron rezagados, exiliados por sus crímenes hace cientos de años y ahora hacen una guerra por poder, por control entre ellos mismos alrededor del mundo.
Balam Ix: Los saberes antiguos te confunden, no debiste estar tanto tiempo estudiando las tablas en el santuario de Kan, te alejaron de tu fe. Es una guerra entre los dioses, han desencadenado horrores, Destruyeron el país de los tres ríos, aniquilando a la raza de los vizrají. Si no cumplimos la voluntad de Tlaloc,  los sacrificios no serán únicamente a los hombres y mujeres que nacen con la mancha.
Ixbal: Lo sé padre, estoy consciente. Pero eso no borra tus crímenes…



Balam Ix: ¡Calla insensata!  No podemos permitir que sus actos sean iguales en contra de nuestro pueblo ¿Es que no lo sabes? Debemos aplacarlo, debemos dejar que haga su voluntad, que tome lo que quiera, que haga las punciones a nuestros niños, a nosotros.
Ixbal: Si que eres un cobarde.
Balam Ix: Que poco me conoces. Tú no has tenido que tomar las decisiones que he tenido que tomar, todo para que nuestro pueblo logre sobrevivir.  No le he dado la espalda a la tradición, lo sabes. Hemos dejado mensajes en nuestros edificios para avisar a nuestros nietos del final de la cuarentena. Y no lo hemos hecho solo nosotros, lo han hecho las demás naciones alrededor del planeta.



Ixbal: Los otros, pueblos lejanos con los que no hay más comunicación, todo plan de Tlaloc para someternos, tú lo sabes.  Han desaparecido los mapas, han roto las guías, en los mares y puertos no hay más embarcaciones de otras tierras.  Además tu dios planea desaparecer los textos con el idioma antiguo ¿Cómo te comunicaras con los otros, como ejecutarán el plan de contingencia, como transmitirán el fin de la cuarentena, la gran guerra y el cataclismo que le siguió, el conocimiento antiguo,  si tú dios todo lo está desapareciendo padre?
Balam Ix: Kukulkan volverá, y nos salvará.
Ixbal: Gran respuesta, tu sabes que volverá luego de la cuarentena cuando los dos Bajtún de esta era, y los cuatro Bajtún de la otra era pasen. Seremos apenas polvo padre, apenas un murmullo en el viento. ¡Tenemos que hacer algo! 



Balam Ix: ¡No te entrometas, no causes daño a tu pueblo! Te lo suplico.
Ixbal: Como gran sacerdotisa de Kan he dado las ordenes, las instrucciones, a mis seguidores. Los textos antiguos han sido escondidos, algunos mapas y tablillas también padre, no he tenido más remedio, no hay alternativa.  Nos ha aislado, y a los otros, para poder él y los suyos hacer su voluntad, y dejar a la humanidad a una suerte aciaga.



Balam Ix: ¿Que has hecho hija? No puedo exponer a nuestro pueblo a su furia, a su venganza, tendré que informar a Tlaloc, quizá se apiade de nuestro pueblo… Si  te sacrificamos desde la pirámide... Por traición.


Ixbal: ¿Pero qué dices, serias capaz? ¡Estás loco!

Balam Ix: Puede ser. Pero yo sirvo a Dios, yo sirvo a Tlaloc.

Papacito

Papacito
Por Nicté Walls


Yo no quería ser madre soltera...
Adriana se arremangó la blusa y extendió el brazo a la doctora de bata blanca que esgrimía una enorme aguja "ya es tarde para decir eso eso ¿no crees?" respondió la médica sabiendo que Adriana no le había hablado y se trataba de un comentario expresado en voz alta en un momento de mucha tensión.

La aguja dolía y Adriana se acomodó en la camilla estrecha sin poder dejar de sollozar y temblar, con su peso actual tenía miedo de romper la estructura o caerse, pero una enfermera subió las barandas con lo que su carne se incrustó en los barrotes de acero inoxidable y se sintió aún más miserable y gorda.

La luz de la clínica terriblemente blanca y brillante no dejaba pensar, recordaba las imágenes de películas viejas y las supuestas lámparas de interrogatorio sobre la cara del reo "donde estuviste la noche del 22 de febrero".

Recordó el motel de mala muerte cerca de la zona de tolerancia, las putas se rieron de ella con su carita de niña y su bolsa de colegio de la mano de aquel hombre guapo y adulto, entrando asustada pero decidida, no iba a quedarse sin probar, alguna vez tendría que pasar.

Adriana recordaba el peso, las nalgas firmes que tocó, la sensación asquerosamente rica que la llenó de dudas y los olores desagradables, ante todo las cortinas de flores rojas y el rollo de papel con que se limpió la sangre en la entrepierna. Eso y los ojos de Roberto mientras succionaba sus pechos con un ardor que parecía más de bebé que de amante. luego vendrían las promesas de amor eterno y fidelidad, el compromiso que se asume de ser padre responsable y honrar el posible evento de un embarazo, y luego el silencio y el abandono.

La enfermera chequeó dos veces la aguja, el dolor seguía subiendo por su brazo y los recuerdos azotaban su memoria insidiosos y dolorosos.

El laboratorio de barrio donde se hizo el examen para saber que estaba embarazada tenía una reja blanca y la enfermera casi grita "Adriana está embarazada" mientras le alargaba el sobre que le costó un dinero que no tenía, eso y luego la promesa de Roberto de honrar su compromiso y acompañarla en la tarea "por idiota le creí" piensa, mientras el dolor del brazo le recuerda donde está y las escasas imágenes de Roberto como el padre amoroso que es incapaz de ser la hacen ahogar un gemido de dolor y miedo.

"Terminamos" la voz de la enfermera la regresa a la realidad, retira la aguja con cuidado y ella ve la bolsa llena del líquido rojo que mueve con cuidado para mezclarla "Es un tipo de sangre muy raro señora, que bueno que tienen el mismo".

Adriana camina despacio, agobiada por el peso de su propio cuerpo, en la emergencia un joven agoniza, alguien a quien ha dado la vida y ahora, de nuevo, su propia sangre.

El monaguillo

El monaguillo
Por Johan Monette

Hueco. En otro tiempo aquel comentario le hubiera devastado. Ahora era otra persona y no podía más que solo sentir lástima por aquel bruto que solo dejaba notar sus carencias con los alaridos proferidos por sus cuerdas vocales.
Nada se podía hacer para contrariar lo que se convirtió.

Previniendo cualquier peripecia prefirió apresurar sus fatigados pasos al atrio. Ya estaba seguro. La casa de dios le protegía nuevamente, se disponía a cumplir con los encargos del mismo. Santiguase en la entrada de la capilla, abrió y cruzó tantas puertas como pudo hasta llegar a su destino. Se quitó la ropa con tal tranquilidad y se quedó sentado sobre la cama con una paz envidiable, esperando, esperando su redención.

No tardó más de cinco minutos, cuando se abrió la puerta y entró aquel cuerpo panzón y Descuidado. Su corazón latía más fuerte,  estaba muy emocionado.

El dolor ya se había hecho costumbre sus minúsculas nalgas y su dilatado ano a duras penas soportaba el tamaño de un pene tamaño estándar.

Exactamente no sabía lo que pasaba, sólo sabía que después de tanto dolor,  estaba a un paso más del dichoso cielo del que tanto le habló su abuela. Después se vestía apresurado, sus cabellos peinaba con afán, luego se colocaba aquel vestido con detalles en dorado y grana que le hacían sentirse más orgulloso de la situación.

El señor esté con ustedes, con su espíritu; levantemos el corazón, lo tenemos levantado hacia el señor; demos gracias a dios, es justo y necesario…
Amén, amén.

Y así pasaron tres años, hasta que Juan se puedo dar cuenta de que servía más que como un monaguillo en la parroquia del reverendísimo Gallegos

Ahora a sus dieseis años,  con la mirada perdida y su aspecto poco sano, a Juanito se le puede ver de vez en cuando, por eso de la media noche, cerca de la línea férrea oxidada, acompañado de unas cuántas prostitutas que esperan complacer a cuántos hombres se antojasen de sus servicios.

Javier Gallegos sigue repitiendo el mismo sermón cada domingo, sólo que esta vez su ayudante tiene sólo nueve años.

El arreglador de zapatos

El arreglador de zapatos
Por Elena Nura


Mi padre me dijo que había sido zapatero allá de joven. También marinero, agricultor, y unas cuantas cosas más con las que se ganaba la vida. Pero lo de zapatero no me lo imaginaba. Sólo cuando lo vi en una foto en blanco y negro se me hizo su imagen. Allí bien puesto él, con los siete machos, que así se llamaba su compaña.

Ser zapatero era como recoger los pasos de las gentes. Arreglárselos para que siguieran andando por este mundo.

Antes no había Carrefour, ni Sara,
Ni centros comerciales, ni marcas caras,
Ni baratas.
Antes los más, usaban alpargatas.

Pero algunos tenían unos zapatos para los domingos. Se los compraban de jóvenes y les duraban toda la vida. Porque claro, los usaban pocas veces. Pero a pesar de ello llegaba el día que se les hacía un agujero en la suela. Allí dónde el dedo gordo aprieta el suelo para levantar la pierna a cada paso. Y entonces había que llevarlos al arreglador de zapatos. Sí mi padre fue arreglador de zapatos.

Marcaba sobre lámina de goma el dibujo del contorno, luego lo cortaba y lo pegaba. Metía el zapato en el yunque y boca abajo lo reafirmaba con clavitos chiquititos. Y esa, nunca más se despegaba.

Yo de esa labor heredé una horma, el yunque, un par de berbiquíes y un cepillo de madera. Y aunque con otros fines a todos les he dado uso. Los objetos antiguos no suelen ser útiles hoy en día. Han perdido su funcionalidad, y en la mayoría de los casos se convierten en objetos de culto para los románticos que los exponen en repisas y alacenas. Como pequeños museos domésticos repartidos por toda nuestra geografía. Amén de su sentido estético o nostálgico, carecen de valor alguno. Son meramente memoria acumulada que evoca el pasado.

En nuestros días la vida entre portátiles con wify ratones inalámbricos, ipad, ipod y el resto de familiares con la misma raíz léxica. ¿A quién se le ocurre acumular tal cantidad de restos y artilugios pasados de moda y de valor? ¿Para qué?

Pues yo he encontrado rebuscando entre mi taller, hasta veinte objetos de esos. Entre lecheros con los que mi abuela traía la leche de las cabras de allá arriba de las huertas, a un barreño donde mi madre nos bañaba de chicos, hasta una plancha de las que se calentaban en el fogón. Y entonces me he dado cuenta que soy una de esas nostálgicas. Yo creía que los acumulaba porque me gustan las herramientas, los objetos las formas, los diseños, y todo eso relacionado con el lado escultórico mío. Pero no, lo he acumulado porque en el fondo, de esa vida, me he quedado con cierto sabor a pérdida.


Fueron tiempos difíciles, duros, de verdadera penuria. De alimentarse con poco y con poco salir adelante. Pero y la prisa, ¿dónde estaba? No estaba. Y ese pequeño detalle es el que me ha hecho recolectarlos. Como si ese hecho me hiciera vivir con más calma, con el tiempo más comedido. Más sosegado.

La fotografía de mi padre en la pequeña zapatería, tenía algo. Algo que me hizo quedármela mirando un buen rato. Y hoy sé que era. A pesar de sus pantalones sujetos con un cordón, de sus alpargatas. De lo mugriento de sus pequeñas estanterías, había otro ritmo. Un talante que derramaban sus posturas. Estaban allí, tan tranquilos a pesar de todo ello. Y ahora tenemos mil quinientas cosas. La mitad no sabemos ni para qué, pues no tenemos ni tiempo de usarlas. Y corremos, corremos cada día más deprisa. ¿Alguien sabe a dónde? Porque vamos como si fuéramos a apagar un fuego. Y en una tierra tan chiquita como esta, si nos descuidamos acabaremos saltando al agua sin darnos cuenta.

Porque nuestro carácter ha sido siempre otro. Es otro, y todo este ritmo de vida nos consume y nos altera. Somos canarios. Dicen los de fuera que hablamos  y caminamos despacio, como lento, como aplatanados, como raro, no seseamos. Porque la ese, acelera todo. A lo mejor es por eso, porque la isla es chica y por no caernos al agua. Pero hoy en día ya ni nosotros caminamos despacio.

El fuego donde quiera que esté, seguro que lo llegamos a apagar. Lo que se nos olvida es que con toda esa correría se nos ponen los nervios de punta. Como encrespados, como rabo de gato erizado. Y a la menor alerta, nos ponemos en guardia. Y así no es de extrañar que la mayoría de la gente vaya con ese careto por la vida.


Como agrio, como amargado, con malas pulgas. A punto de saltarte al cuello si les rosas. No son modos. No son maneras. Antes con alpargatas, se caminaba más despacio. A lo mejor es cuestión de volver a usarlas.

Cuentos de encuentros

Libertad

Libertad
Por Fabiola Arrivillaga


¿Cómo me la encontré? Les cuento.  Cuando ocurrió me sentí como personaje de cuento de Quique Martinez Lee.  Incluso llegué a pensar que me lo había imaginado, que eran los efectos secundarios de tanta martesada.

Fue la semana pasada, la mismísima tarde en la que me disponía a escribir el cuento de colas.  Sentada, computadora abierta y prendida, se me antojó un café pero, al intentar conducirme a la cocina, mi pie izquierdo simplemente no se levantó.  Era como si me hubiera parado en un chicle.

Muerta de ganas por ese cafecito que humeaba desde la cafetera, me zafé el zapato y caminé medio descalza.  Pero con esta lluvia y el frío vespertino, me apuré a colocar el pie desnudo de nuevo en su prisión.  Por unos minutos intenté ignorar el pegajoso evento, aunque pronto me ganó la duda.

Saltando en un pie me apuré por una toalla, así podría tirarme al piso tranquila y sin congelarme.  Luego salté por un cuchillo de mesa, de esos casi sin filo.  Y me dí a la tarea de despegar el zapato.  La adhesiva sustancia era parecida a esos mocos de juguete para niños, esos que vienen empacados dentro de un huevo de colores, pero un poquito más consistente y menos fluida.  Con una mano como punto de apoyo, hice palanca tan astutamente como pude.  Fue así como descubrí que la cosa esa estaba pegada al zapato y no al piso.

Solemnemente, como científico de película ochentera viendo su propio close-up, levanté aquel sueco negro y  lo acerqué, tanto como pude, a mi deteriorado campo visual.  Examiné con cautela el moco-masa, su color grisáceo, su consistencia, su olor.  Llena de asco, porque no soy una persona de mucho tacto, lo toqué con el cuchillo. ¡Vaya sorpresa! Soltó un exquisito aroma a incienso de sándalo, a gardenias en flor, a patio de abuelita, a mojito.  Eran tantos los perfumes que emanaban de aquella suela  simultáneamente que me sentí felizmente loca.

Perdida en mis olfataciones, porque contemplaciones no podían ser, no me percaté de lo que, además, ocurría.  La masa-moco comenzó a crecer sin fin, cual espuma de afeitar, y cambió su consistencia.  Atolondrada o sedada yo, pronto estaba rodeada, casi por completo, por la aromática espuma.  Menos mal estaba sola.  ¿Cómo explicarles a los niños que no debían temer a semejante accidente?¿Cómo conseguir que el padre no entrara en pánico?  Sólo en soledad podía yo disfrutarme aquel baño de felices fantasías.  Bailé, nadé y buceé en el mar de espuma hasta chocarme con uno de los muebles de la sala, de cuya gaveta superior salió un obsequio que anhelaba desde hacía una eternidad y que, según yo, no llegaba.  Encontré la libertad, allí, en mi cotidianidad, en mi propia casa.

Ignoro realmente si fueron horas o minutos, pero fueron bellos.  Bellos hasta que sonó el teléfono recordándome que debía ir por los niños, que llevara paraguas y que pasara a la farmacia por un antigripal.  ¿Ya ven? Si mis cuentos no llegan a tiempo jamás es por gusto, siempre existe una buena razón.

El Oasis

El Oasis
Por  Manuel Chocano


Detesto mi trabajo, lo odio; a mis veintitrés años me parece el más nauseabundo que cualquier persona puede tener, es que al menos que me putearan en mi idioma pero oír las malditas frases en ingles de un montón de gringos rednecks, de los estados más espantosos de Estados Unidos, Kentucky, Alabama, Nebraska, Carolina del Sur, etc... Es una experiencia de lo peor, lo más bajo que alguien puede caer. Lo primero que me preguntan Luego de contestar el teléfono con mi acento fingido: Good morning Thank You for calling Fingerhut siempre es el:

-¿Are you an american?-(¿Es usted americano?)
Y yo:
Of course ma´m, yes i´m an american (Claro señora Soy Americano)
You sound Hispanic, let me speak wit your supervisor!!! (Usted suena hispano déjeme hablar con su supervisor!!!)
Yes mam, sorry but there is not supervisor avaible her in this floor, (Si señora Perdón pero el supervisor no está disponible en el piso)
But let me help you, i will try my best (pero dejeme ayudarle lo intentare de la mejor manera)

Y la gringa con algo de sorna:I will let you, but i know that you do not speak the lenguage (se lo permitiré pero sé que usted no habla el idioma)
Es ahi donde me dan ganas de decirle: -Listen you Mother Fucker Whitetrash gringa, papa sin sal de mierda, go find your stupid catalog y metaselo por el culo ,gringa hija de la gran puta, and then go to piss some fuckin raper that put in your dirty ass una gran pinga.-

Obvio.- No lo he hecho sino ya me hubieran echado al carajo, no he renunciado, porque cuando empecé a trabajar acá me ofrecieron el oro y el moro, así que me metí a sacar un carro y una computadora al crédito, y una tarjeta que tengo topada, así que debo hasta los calzones, lo que he podido apañar miserablemente con el sueldo “Hecho para estudiantes” (si, como no) Todos los que conozco en esta empresa usurera y explotadora ya ni estudian porque el supervisor juega con los horarios para ayudar a su novia y sus amigas. Mientras todos los demás lumpen de este sistema esclavista trabajamos para que un montón de gringos nos insulten, y nos digan que no estamos en América.

Los cubículos están uno tras otro, puedo incluso oler la comida que la gorda de Adriana comió anoche a través de su aliento de Hipopótamo, las computadoras dan fallas cada cinco minutos, y tenemos que hacer malabares para lograr solucionar los problemas por ejemplo de una gringa que compró una cama y la rompió haciendo el amor con el novio, y ambos pesan 300 kilos de pura queso burguesa. Así que el elefante pide una cama nueva, para que su novio y ella puedan make out.

El elevador tiene olor a naftalina a la hora que llego 7:00 AM, y todos tenemos esa cara de preocupación, y ansiedad; lo sé porque hay espejos por todas partes, lo que significa que los constructores son unos malditos sádicos, la mezcla del stress y el adormimiento de la gente que va a trabajar a esa hora conforman la más fina expresión de pendejada en cada uno de esos rostros.

Hay una mezcla de todo, en todas partes, (ecléctico dicen) pero el edificio de la oficina me parece la estructura más absurda jamás construida, La ciudad de Guatemala está en un valle, si bien el nuestro es un clima semitropical en verano hace un calor asqueroso, y algún arquitecto imbécil de esos oligarcas enamorados con la estructura de Miami, se le debe haber ocurrido la maravillosa idea de hacer unos ventanales gigantescos, justamente hacia el oriente, pasamos asoleándonos toda la puta mañana durante el verano y el invierno, y ojo, nosotros no tenemos aire acondicionado; no, eso es solo un lujo para los jefes.

Hace poco tenía ganas de comprar una Uzi, y llegar disparándoles a todos los hijoe’putas que trabajan en ese lugar, para luego tirarme del piso 14 y terminar con mi vida. Pero luego pienso que no soy suicida, y que me daría cólera terminarme muriendo por esa bola de serotes cabrones, eso de la metralleta y de matarlos a todos, se me repetía constantemente en el pensamiento.

Hasta que... Ella apareció.

Solo verla es un oasis para mí, me fascina verla en el “brake” No es descanso en estas empresas de mierda, no hay descanso es un “Brake” de quince minutos hasta eso me tiene hasta los huevos.

Pues en el Brake ella fuma y lee, y yo me paso como diez de los quince minutos viéndola, no habla con nadie, y siempre se deshace hábil, y amablemente de todos los avances que los compañeros hacen.

Yo la miro también todos los días temprano en la entrada, debemos tener el mismo cronometro interno porque siempre nos cruzamos en la puerta del trabajo, es alta, con rasgos finos como de elfa, el pelo castaño, y una cintura estrechísima como del tamaño de una cuarta de mi mano.

La viene a dejar un monigote en un carro Honda, de esos arreglados como en las películas de carros con el hinchado de Vin Diesel, el tipo la trata con una arrogancia, y es muy alto, tan alto que yo que mido más de uno ochenta me siento enano a su lado, he decidido que él no la merece, y yo sí.

He notado que ella me mira, a veces sonríe cuando está leyendo concentrada pero nunca me sonríe a mí. Se fija en mí, eso sí; y eso es suficiente, con ella siento una timidez que nunca había sentido antes. Soy un imbécil quizá deje de serlo hoy que me acerque y le diga que se ve hermosa con el pelo sujeto en una cola, y sin el moretón en el ojo que tenía el otro día, es que... I like her so much.

Y no pasó...

Y no pasó...
Por Daniela Sánchez 


...Y recordó anoche sin quererlo que la vida sigue y que hay mucho que quiere decirle, solo que de tanto en tanto hace oídos sordos y vista ciega y la reta, como esa imagen de la bolsa flotando por el viento y vinieron  miles de imágenes efímeras, y recordó que en lo mínimo, en lo que se deja de observar por que da pereza  también hay belleza.

Esas imágenes que llenaban hace un tiempo su -ti em po-  (cuando  él dijo que le llamaba la atención saber que pasaba detrás de las ventanas, sintió un alivio cómplice) y es que llegó a pensar que era  una intrusa, un ojo intruso que se paraba en ciertas azoteas, de ciertos edificios en ciertas ciudades, tan distintas entre sí, para imaginar justamente, que estaba pasando del otro lado de la cortina, o de la ventana, ventanal o puerta... Y no era la morbosidad que la llevaba  a querer indagar que pasaba ahí detrás de las paredes que no había habitado, que seguramente no habitaría... Solía preguntarle a ciertas personas, que habían desayunado, almorzado o cenado... pensaba que el hecho que le contaran que habían comido por ejemplo, podría hacerlas más reales ante sus ojos…  

Esta gran maroma que es la vida, con los hilos invisibles que nos mueven... Y hoy ella despertó enrollada en su sillón verde, en el de él, (el cual seguramente le  recordó al sillón que solía vivir en su balcón y la acunó en noches de calor horrible en donde el único lugar en donde se podía respirar aire verdadero era justamente ahí), la última imagen de la noche niños naciendo... Y la cabeza le dio mil y una vueltas. Uffffff sintió la resaca cobrándole la factura de la noche.

 Se fue a la sala,  tragó  dos tylenol  sin agua… con lo que detesta la sensación de las pastillas en la garganta... Se tiró en el sillón de la sala, y llegó la perra a darle de lengüetazos... y  no podía ni consigo misma, solo quería vomitar y dormir, dormir, dormir completamente a oscuras.

Agarró su bolsa, las llaves del carro y se fui directo a su casa. En el trayecto el periférico zigzagueaba como serpiente y le surgieron escamas enormes como carros... Ya en su cuarto  y  por primera vez en mucho tiempo cerró los ojos y ni una sola imagen la visitó... no soñó... este encuentro nunca sucedió.

El fin del mundo

El fin del mundo
Por Fabiola Arrivillaga


Dicen los que ya pasaron que hoy sí nos van a dar papel higiénico, 32 cuadritos por integrante del grupo familiar.  También dicen que a los primeros hasta les dieron un par de onzas de detergente y una latita de atún, pero que se acabó luego y, ni modo, los que hemos salido tarde de las fábricas apenas conseguiremos lo básico.  Eso y papel higiénico, afortunadamente.

Pero nos lo merecemos, por idiotas.  No en balde nos motejaron de seudo pueblo.  Todo fue que el coronel, nuestro paternal protector, afirmaba haber confirmado lo del fin del mundo en el 2012 para que todos los chivos de su ganado nos lo creyéramos.  Luego aquel decreto de la “forever party”, como se le llamó en algunos círculos.  Y luego la expropiación de los bienes, que a nadie importaba 
porque igual y el mundo se acababa.  El mundo se acababa…

Igual y no se acabó, aunque parecía haberlo hecho.  Aquella mañana del 22 de diciembre nos levantamos con la novedad del suicidio del coronel y sus allegados, el estado sin gobierno, las despensas vacías y demasiada goma como para poder soportarlo.  Un par de heroicos ciudadanos tomaron el control de la situación e inventariaron las arcas escuálidas y las bodegas.  Establecieron un plan post apocalíptico para tratar de menguar el caos y el hambre, consistente en largas colas absurdas, en donde nosotros, sobrevivientes del fin del mundo, nos alineábamos como zombies para 
recibir lo que fuera que pensaran darnos cada par de días.  Un día fueron juegos para el nintendo.  Otro, cables para el motor de la podadora de grama.  Y otro más, correas para perros.  Esos extras siempre iban junto a las dos tazas de harina, un poquito de avena, un par más de tazas de arroz, algo de mantequilla rancia y otros abarrotes indispensables para la subsistencia.

A pesar de todo, hubo una ganancia.  Ya no dudamos de los demás, ni del gobierno, ni del vecino, ni del que va antes en la cola.  No nos importa.

Canelo

Canelo
Por Elena Nura

Yo creo que era el año mil novecientos setenta, me acuerdo porque había una comparsa que ensayaba en el camino de la costa. Era una comparsa que iría a desfilar en la cabalgata del carnaval. Por entonces el camino de la costa estaba recién asfaltado aunque no lo transitaban muchos coches.  Pues ese año fue, creo, cuando vi por primera a vez a Jacinto. Venía de la mar, llevaba colgando un bichero con un pulpo enroscado en la punta, sobre el hombro. Y en el cinturón llevaba una bolsa, que daba la impresión de ser lapas recién cogidas. Se te quedaba mirando con los ojos fijos cuando pasabas por él. Te daba un poco de acojonó aquella mirada. Y si a eso le sumabas todas las historias que te contaban de él, era como para salir corriendo y que las patas te llegaran al culo. Jacinto vivía sólo en una casa vieja en la parte baja del pueblo. Tenía un perro flaco y pulgoso, que caminaba de lado. Seguramente de los palos que le habían dado tendría la columna más desviada que la carretera de la cumbre de Taganana.

Cuando te encontrabas a Jacinto, siempre, al rato, pasaba el perro. Nunca iba a su lado, no se sabía si por miedo, o porque el pobre animal no atinaba a caminar más rápido. Cuando un poco más adelante del camino el chucho me vio, se torció más aún. Yo sentí el miedo del animal. Y lo único que se me ocurrió fue agacharme y sentarme en el suelo. Para que viera que yo era de su tamaño. El animal pareció sorprenderse y luego poco a poco entró en confianza. En lugar de salir corriendo detrás del Jacinto se me acercó. Yo llevaba un bocadillo de tortilla en la mochila. La abrí lentamente y lo saque. Sentí el ansia del animal. Ahora que tenía menos miedo en la mirada, supe que se acercaría más a mí.

A lo mejor me había equivocado, a lo mejor caminaba de lado por lo desconfiado que era. Y me mordería y se llevaría el bocadillo y yo me quedaría allí, con las huellas de sus colmillos en mi mano. Pero entonces me acordé de lo que decía el Pinto, -“El perro huele el miedo. Si te cagas, él lo nota y estás perdido. Al perro nunca le muestres que estás acojonado”.

Así que me sacudí esa idea y extendí más el brazo hacía el animal. De un modo firme. Tenía los ojos como de lobo viejo. No era muy grande, pero mi mano cabría perfectamente en su boca. Nos cruzamos las miradas, y mientras se acercaba, se la mantuve, no la retiré ni un segundo.
Justo cuando sentí el aliento del canino en mi mano, oí un silbido, desde lo alto del camino. El Jacinto estaba arriba, se había vuelto, y lo llamaba. El animal pareció dudar un segundo, pero fue poco. 

Siquiera cogió el bocadillo,  corrió como alma que lleva el diablo y se fue hasta él.
Entonces supe que los palos eran de verdad, y que quien se los había dado era Jacinto. Esa noche, me escapé de casa, bajé hasta la costa, y me acerqué con el mismo bocadillo. Que no me había comido en la playa, aunque hambre me dio. Sabía que podía olerme, sabía que ya no me tenía miedo, así que me acerqué hasta él, al tiempo que le hablaba. Estaba amarrado con una soga vieja a un tubo de agua del que sólo podía separarse unos metros. Me dio la impresión de que hasta movía el rabo cuando me reconoció. Pero no tuve tiempo de fijarme en los detalles, además de la oscuridad, la verdad es que estaba acojonado. Ya no por el perro, sino por el Jacinto. Si me descubría y trayéndole comida a su perro, no sabía lo que haría. Tampoco me quedé mucho para averiguarlo.

Estuve varias noches acercándome hasta allí. Pero a la cuarta noche, el perro no estaba, la soga estaba sin él al final. Y me temí lo peor. Que en alguna paliza de las que le daba, se le había ido la mano y le había dado un mal golpe al pobre animal.

Me marché, aunque dejé el poco de pan que le traía a un lado, por si volvía. Tenía la esperanza. Pero al día siguiente el pan seguía allí, lleno de hormigas. Sin haber sido probado por Canelo. Le había puesto nombre, no sabía si ya tenía uno, pero en mi mente, y para mí, era Canelo.

No sabía cómo preguntarle al Jacinto por el perro. Siquiera sabía si aquel hombre hablaba. Así que se lo dije a mis amigos. Y estos se atrevieron. Y este sólo dijo. “La madre que parió a ese perro, rompió la soga y se escapó”.

Yo sentí un alivio cuando nos contestó. Una gran alegría porque ya no le daría más palizas. Pero luego caí en la cuenta de que a lo mejor estaría perdido. Y si nadie le daba de comer y beber, o bebía de algún agua con veneno en las plataneras. ¡Tú estás loco, ese perro es peligroso como el dueño!. 

Yo les dije que no, que era buen perro. Pero aunque intenté convencerles para que me ayudaran a buscarlo, ninguno me acompañó. Lo busqué por donde lo había visto la primera vez. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que se había ido hasta allí.

El camino aquella tarde estaba desolado. El día estaba gris y nadie bajaba a la playa. Los hombres de las fincas que lindaban con este ya habían terminado su jornada. Así que cuando me di cuenta estaba allí en medio, llamando a Canelo. Un perro que siquiera sabía que se llamaba así. Me acerque hasta la playa. Miré desde arriba, desde el arenal blanco, estuve un rato allí, oteando el rompiente, pero no veía nada, y a nadie. Así que me decidí a volver. Cuando regresaba ya por el camino. Justo en el punto en que le había dado el bocadillo, sentí que alguien, desde algún punto de este me miraba. Pero yo no veía a nadie. Volvía a llamarlo por el nombre que era sólo mío. Con la esperanza de que fuera él. Pero no contestó nadie. Cuando ya estaba a punto de salir del camino, volví a tener de nuevo la misma sensación. Está vez estaba seguro de que era mi perro. Había decidido que si le había puesto nombre, debía ser mi perro. Jacinto siquiera se había molestado en ponerle uno, y lo llamaba sólo por perro. Entonces lo vi, estaba detrás de un muro de las fincas de plataneras. Seguro que me había estado siguiendo toda la tarde. Pero tenía demasiado miedo en el cuerpo como para acercarse. Me senté en el suelo. Como la primera vez. Estuve un rato allí, tranquilo. Tardara lo que tardara, yo estaría allí.