El trámite
Por Olga Contreras
No puedo creer que con todo el dinero que les entra, no puedan comprar aunque sea unos ventiladores. Y lo peor es que con tanta gente el aire se pone hediondo a sudor mezclado con toda clase de vahos y tufos, sin olvidar el respectivo toque de gases que no pudieron aguantarse. Prefería cuando las colas se hacían de pie. No soporto la fregadera de andar cambiando de silla cada vez que a alguien le toca su turno, levantarme sólo para sentarme en un asiento ya calentado por el cerdo éste que apesta a aceite rancio con pipí. Este vestido lo tiro al nomás llegar a la casa, no hay jabón en el mundo que le quite esta peste. O mejor se lo doy a la muchacha. Lástima, me gusta cómo me queda.
Hay que ver el coqueteo que se carga la tipa esa -que se cree que por tener su gafete es mejor que todos- ha metido la pata como cinco veces y el supervisor no le dice nada. De seguro se la anda planchando. Y él con anillo de casado y todo… ¡si pudiera ser su hija, hombre!
¿Qué carajos espera esa vieja para callar al muchachito? Dale que te dale se ha estado todo este rato y ya me machucó dos veces, pero si regresa le digo que lo tranquilice, que este no es el parque. Hay que ver que la gente no educa a sus hijos y después se andan quejando que sean patojos marihuanos o mareros. Yo por eso a mis nietos los tengo bien educaditos, ya saben que en la casa de la Nonna no se puede ni tocar nada, ni gritar, ni andar corriendo puros locos.
Pero ni modo, así me toca venir año tras año. Tengo que saber. No puedo mandar al abogado, ni al chofer, ni siquiera me fío de un tramitador. Por lo menos ahora le dan a uno la información inmediatamente, no como antes que tenía que venir y regresar a los dos días, quedándome con mal cuerpo hasta saber la respuesta.
-Señora, pase a la ventanilla tres- dice la del gafete comiéndose un chocolate que le trajo su fulano.
- ¿En qué le puedo servir?- pregunta el encargado sin siquiera verme a la cara.
-Vengo a ver si hay una partida de defunción; el nombre es Carlos Antonio Ortega Villa, nacido en la ciudad capital, cédula A uno diecinueve mil ciento sesenta y cinco –le doy los datos igual sin verlo, hablando como autómata.
-Permítame un momento- me dice y sin más se levanta del escritorio, caminando hacia la impresora.
¡No puede ser, no puede ser! ¡No, Dios mío! ¡NO! No, no permitas que me traiga ese papel. Cada paso de regreso del hombre es como una puñalada, un desconsuelo. Siento cómo la desolación me atrapa, siento el aliento dejarme, siento el último beso que le di casi veinte años atrás. Me pongo mis lentes de sol y lo único que veo a través del par de lágrimas que me puedo permitir en éste lugar es su cara, su barba partida, sus pómulos salientes, sus dientes perfectos, sus ojos oscuros como el amor que vivimos, su espalda ancha curtida por el sol, su pecho esculpido y lampiño. Tatuada en mi corazón la forma en que me veía al manejar con una mano y con la otra tocándome la pierna; oigo sus carcajadas, su voz madura cuando hablaba de su pasión; la expresión de su cara al dormir. Cómo me gustaba verlo dormir, verme abrazada a él.
Muerto. Muerto desde hace nueve meses y yo sin saberlo.
-¿Todo bien señora?- me pregunta Luis, mientras abre la puerta del carro.
-Sí, Luis, todo bien. Es la última vez que tengo que hacer éste trámite.
Me pareció interesante este combinación de ironía al principio y romanticismo al final.
ResponderEliminarTenía su corazoncito la doña. :-)
Me gusta. La acritud inicial de la señora parece luego entenderse. Imagino veinte años desde su último beso. Es un momento en la cola que define su vida. Toda una vida de incertidumbre y de recuerdos de los que ha vivido, un capítulo que se cierra con el acta.
ResponderEliminarTe atrapa, que buen cuento Olguita!. Te atrapa y no te deja hasta el final.
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