Las Fiambreras
(Por Tania Hernández)
Nos llamábamos “las fiambreras”. Bueno, a decir verdad, fui yo la que le puso ese nombre al grupo. Tal vez en esta época nos hubiéramos llamado las cuchubaleras o algo parecido. Pero entonces todavía no habían cuchubales, y, debido a la situación en que nos encontrábamos, tampoco nos hubiera quedado bien un nombre con acento burgués.
Yo era la única guatemalteca en ese grupo de madres, en su mayoría chilenas, que habíamos llegado a Alemania para ayudar, de alguna manera, a nuestras hijas, de tal forma que pudieran recuperarse de las situaciones traumáticas que habían vivido, producto de la persecución política que se estaba dando en nuestros respectivos países. Algunas habían sido víctimas de secuestro y tortura. Otras, como mi hija, habían visto morir, frente a sus ojos, a familiares cercanos y amigos. A mi yerno, lo habían baleado frente a la casa de mi hija, estando ella en la puerta. Pasó mucho tiempo sin hablar. Y yo respeté su silencio.
En un acto desesperado, logré salir del país con mi hija y con mi nieto, en dirección a Munich, la ciudad originaria de mi abuelo. En ese entonces y en los años siguientes, la mayoría de exiliados se iba a México o Sudamérica o a la RDA, pero no a la Alemania Occidental, por lo que, a falta de compatriotas, me uní al grupo de madres chilenas, quienes se portaron muy lindas y me acogieron de buena gana. No solo compartíamos la necesidad de serles útiles a nuestras hijas, cuidando de los nietos en una época en que ellas apenas podían cuidar de sí mismas, sino que también compartíamos la absoluta ignorancia del idioma del país anfitrión. A pesar del origen teutón de mi abuelo, nunca lo conocí y mi familia había perdido cualquier contacto con esa parte europea, por lo que yo no tenía la más mínima idea de lo que era el país o su idioma.
Perdidas como estábamos en ese país extraño, apenas nos atrevíamos a salir de noche. Por ese motivo y para entretenernos en las horas en que los niños se habían acostado y nuestras hijas se retiraban, aprovechando un espacio para estar solas, nosotras acordamos en que íbamos a ver una película diaria en la televisión y nos la contaríamos durante la reunión del día siguiente. Curiosamente, la primera noche que lo intentamos, resultó que todas habíamos visto, por casualidad, la misma película. Cuando quisimos hablar sobre ella, nos dimos cuenta de que, a pesar de haber visto lo mismo, todas habíamos entendido algo diferente. Eso nos pareció muy divertido, ya que creábamos nuestras propias películas a partir de lo que las imágenes nos habían dicho y lo que habíamos captado de las palabras sueltas que íbamos aprendiendo. Fue de allí que yo le puse a nuestro grupo “las fiambreras”, porque hacíamos un fiambre de historias que al final resultaba más rico que la historia original. A las chilenas les gustó el nombre y así se quedó.
Después, cuando ya fuimos aprendiendo el alemán y pudimos comenzar a leer las noticias que llegaban de nuestros países, nuestro nombre empezó a tener un tono más fúnebre, un tono de día de muertos.
Sin embargo, estando tan lejos de nuestra patria, y en esa situación tan difícil, no podíamos dejarnos caer ni dejar de ser el soporte para nuestras hijas y nietos. Por eso, decidimos tomar solo un día a la semana para comentar y meditar sobre las tragedias que se seguían sucediendo, tanto a nuestras familias, como a las ajenas. Ese día, tomando prestada la tradición de los alemanes de encender velitas sobre la mesa, cada una compraba una velita de un color específico, las encendíamos todas al mismo tiempo, y comenzábamos a rezar - las que aún éramos cristianas - y a meditar o a decir poemas en voz baja - las que ya habían desechado toda creencia religiosa. De esa forma sentíamos, una vez más, que estábamos creando algo, un fiambre de energía que debía manteneros vivas y con fuerzas para seguir adelante.
Hoy, primero de noviembre, he pensado mucho en ellas. Mi hija y yo retornamos a Guatemala en el noventaiséis, luego de la firma de la paz. Mi nieto se quedó estudiando allá, luego trabajando, y viene a visitarnos durante las vacaciones de verano.
Duele recordar esa época de exilio, pero de alguna manera, principalmente en estos tiempos en que la inseguridad se va haciendo nuevamente más presente, siento a veces nostalgia por las amigas que me animaban y confortaban y que ya no tengo a mi lado. En honor a ellas, en lugar del fiambre de embutidos y verduras, mi hija y yo hemos decidido hoy compar velitas de varios colores y encenderlas sobre una bandeja que pusimos en la mesa del comedor. Estoy convencida, que más de alguna vez, cada una de “las fiambreras”, en los distintos países donde ahora se encuentran, habrá hecho lo mismo.
Yo era la única guatemalteca en ese grupo de madres, en su mayoría chilenas, que habíamos llegado a Alemania para ayudar, de alguna manera, a nuestras hijas, de tal forma que pudieran recuperarse de las situaciones traumáticas que habían vivido, producto de la persecución política que se estaba dando en nuestros respectivos países. Algunas habían sido víctimas de secuestro y tortura. Otras, como mi hija, habían visto morir, frente a sus ojos, a familiares cercanos y amigos. A mi yerno, lo habían baleado frente a la casa de mi hija, estando ella en la puerta. Pasó mucho tiempo sin hablar. Y yo respeté su silencio.
En un acto desesperado, logré salir del país con mi hija y con mi nieto, en dirección a Munich, la ciudad originaria de mi abuelo. En ese entonces y en los años siguientes, la mayoría de exiliados se iba a México o Sudamérica o a la RDA, pero no a la Alemania Occidental, por lo que, a falta de compatriotas, me uní al grupo de madres chilenas, quienes se portaron muy lindas y me acogieron de buena gana. No solo compartíamos la necesidad de serles útiles a nuestras hijas, cuidando de los nietos en una época en que ellas apenas podían cuidar de sí mismas, sino que también compartíamos la absoluta ignorancia del idioma del país anfitrión. A pesar del origen teutón de mi abuelo, nunca lo conocí y mi familia había perdido cualquier contacto con esa parte europea, por lo que yo no tenía la más mínima idea de lo que era el país o su idioma.
Perdidas como estábamos en ese país extraño, apenas nos atrevíamos a salir de noche. Por ese motivo y para entretenernos en las horas en que los niños se habían acostado y nuestras hijas se retiraban, aprovechando un espacio para estar solas, nosotras acordamos en que íbamos a ver una película diaria en la televisión y nos la contaríamos durante la reunión del día siguiente. Curiosamente, la primera noche que lo intentamos, resultó que todas habíamos visto, por casualidad, la misma película. Cuando quisimos hablar sobre ella, nos dimos cuenta de que, a pesar de haber visto lo mismo, todas habíamos entendido algo diferente. Eso nos pareció muy divertido, ya que creábamos nuestras propias películas a partir de lo que las imágenes nos habían dicho y lo que habíamos captado de las palabras sueltas que íbamos aprendiendo. Fue de allí que yo le puse a nuestro grupo “las fiambreras”, porque hacíamos un fiambre de historias que al final resultaba más rico que la historia original. A las chilenas les gustó el nombre y así se quedó.
Después, cuando ya fuimos aprendiendo el alemán y pudimos comenzar a leer las noticias que llegaban de nuestros países, nuestro nombre empezó a tener un tono más fúnebre, un tono de día de muertos.
Sin embargo, estando tan lejos de nuestra patria, y en esa situación tan difícil, no podíamos dejarnos caer ni dejar de ser el soporte para nuestras hijas y nietos. Por eso, decidimos tomar solo un día a la semana para comentar y meditar sobre las tragedias que se seguían sucediendo, tanto a nuestras familias, como a las ajenas. Ese día, tomando prestada la tradición de los alemanes de encender velitas sobre la mesa, cada una compraba una velita de un color específico, las encendíamos todas al mismo tiempo, y comenzábamos a rezar - las que aún éramos cristianas - y a meditar o a decir poemas en voz baja - las que ya habían desechado toda creencia religiosa. De esa forma sentíamos, una vez más, que estábamos creando algo, un fiambre de energía que debía manteneros vivas y con fuerzas para seguir adelante.
Hoy, primero de noviembre, he pensado mucho en ellas. Mi hija y yo retornamos a Guatemala en el noventaiséis, luego de la firma de la paz. Mi nieto se quedó estudiando allá, luego trabajando, y viene a visitarnos durante las vacaciones de verano.
Duele recordar esa época de exilio, pero de alguna manera, principalmente en estos tiempos en que la inseguridad se va haciendo nuevamente más presente, siento a veces nostalgia por las amigas que me animaban y confortaban y que ya no tengo a mi lado. En honor a ellas, en lugar del fiambre de embutidos y verduras, mi hija y yo hemos decidido hoy compar velitas de varios colores y encenderlas sobre una bandeja que pusimos en la mesa del comedor. Estoy convencida, que más de alguna vez, cada una de “las fiambreras”, en los distintos países donde ahora se encuentran, habrá hecho lo mismo.
Me parece que estas encontrando tu estilo tan único, esa mezcla entre la asociación con hechos actuales y la forma en que escribes en la que te encarnas en una primera persona.
ResponderEliminarEl cuento me pareció muy bien escrito, en orden y claro. Por momentos me pareció lento y a tres cuartos del cuento me aburrí un poco porque no hubo emoción aparte del muerto frente a su novia.
Saludos!
Un cuento muy sobrio, muy bien entendido el punto de vista de la madre, narrado impecablemente, te felicito.
ResponderEliminar