variopinto

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La paterna milagrosa

La paterna* milagrosa

Por Quique Martínez Lee

*inga edulis, también conocida como cushín o guaba

Mi papá le iba a España, obviamente. Yo le iba al Brasil. Mi mamá agradecía a Dios que el mundial viniera cada cuatro años, aunque en realidad su agonía no le daba ni una semana de descanso. Si no eran las elim

inatorias para la copa del mundial sub veinte era el clásico de la liga española o los cuartos de final del fútbol sala. Cada domingo, religiosa e irónicamente, después de misa le tocaba servir cervezas y boquitas de carne picada a mi padre y sus amigos en la sala de la casa, propiamente distribuida para albergar la última deuda electrónica adquirida: el nuevo equipo televisivo con los avances necesarios para poder hacer reprisse de las mejores jugadas, segundos después de ser transmitidas. Ella hubiera preferido que compráramos una lavadora con nanotecnología, que remueve las arrugas en apenas 20 minutos reemplazando el agua por vapor, para quitarle el percudido a los cientos de camisolas necesarias para mantener un año de campeonatos. O mínimo para darle el cuidado necesario a las joyas del rey de la casa: tres camisolas del Xerez Club Deportivo, traídas en la única y más reciente visita de mi padre a su Madre Patria. Igual ahorraba un 35% más de agua, o así lo había leído, lo cual siempre era bueno para que el depósito no se vaciara y evitar tener qué acarrear agua en una palangana para vaciar el inodoro, especialmente luego de los convites deportivos.

Mi papá y la religión no se llevaban. Él cuestionaba las bases de toda agrupación humana que no tuviera qué ver con zapatos cundados de burrunchitos en la suela, medias hasta las rodillas y una pelota cuajada de hexágonos. Su padre, mi abuelo, había inculcado en él una búsqueda sistemática de la verdad, exacebarda por una profesión iniciada en su período militar. Él era poligrafista. La palabra me parecía chistosa a escondidas, no era conveniente que me pillaran mofándome de la herencia familiar, especialmente cuando mi futuro sería financiado por Veritas Sociedad Anónima, la compañía que un día le daría de comer a mis hijos y nietos y demás descendencia. Mi abuelo, durante la crisis de su edad media, lo cual lastimosamente no tenía nada de medieval como yo hubiera querido creer según mi madre me explicaba, había emigrado de España hacia nuestra tierra, dejando su natal Matagorda para buscar una afirmación existencial, y terminó encontrando a mi abuela con un vestido rojo estampado de familias de conejitos cuando salía contoneándose para comprar berro. Se escaparon, como todos los abuelos, durante un medio día y sobre una moto que hacía poco ruido y tiraba mucho humo, debido a “las cicunstancias”, también conocidas como “mi padre”. Sí mi familia estaba llena de nombres e historias cómicas de las cuales no me podía reír, al menos en público.

La abuela murió durante el parto, dejando solos a los dos forasteros bajo otro orden de cielo. El viejo agradecía a Diógenes, el filósofo griego, el que su hijo no hubiera sido una niña, ya que aparte de su amor por el fútbol, especialmente por el Club de Jerez y su bagaje de conocimiento poligráfico, no tenía nada más que ofrecer al crío. Y fue así como entre las chamuscas en la polvorienta cancha del pueblo y los partidos dominicales en el comedor frente al mercado, lanzó a un joven hombre dentro del “mundo de Sofía”. Mi papá, a su vez, intentaba hacer lo mismo conmigo, con las marcadas desventajas de la ausencia del abuelo, quien murió antes que yo lo conociera, y la cachurencia de fin de semana de mi madre.

Hace dos domingos nos encontrábamos viendo la división intermedia paraguaya, Sportivo Trinidense contra el Rubio Ñu, cuando entra mi madre con una bolsa de costal sintético colgando del brazo. Pasó de largo como estaba instruida a hacerlo, contorsionándose detrás del sofá y saltando dos canillas peludas que salían del short del ayudante del pinchazo de la vuelta. Me incorporé del cuadrito del piso en donde estaba sentado y agachado, no sin sufrir un corto abucheo, pasé frente al plasma para atravesar el comedor y llegar a la cocina. Mi mamá sacaba cosas de la bolsa con resignación frustrada como siempre, y siguiendo la rutina me empiné para darle un beso en el cachete. Me quedé viendo por si traía botellitas de azúcar, pero sólo salieron vísceras fritas de coche, dos litros de cerveza, un gran muñeco de tortillas, un manojo de culantro y unas cosas verdes alargadas.

-¿Qué es eso?- pregunté señalando con la boca lo que parecía una mano de ejotes gigantes.

-Ya te dije que no señalés así, es vulgar- me dijo luego del chipotazo fingido en los labios. Luego sonrió y continuó –Eso es culantro, no te hagás el chevo. Así mirá, sabés que no es perejil porque el culantro tiene culo- agregó mostrándome las raíces. Yo reí amaneradamente.

-¿Qué hacés, vieja?- gritó mi padre desde la sala -¿Querés convertir en cocinera al niño? Dejá mejor que venga acá a ver esta vergüenza de árbitro.

Me salí con la curiosidad latente de saber qué era aquel vegetal misterioso. Se quedó rezando, o al menos eso parecía por la letanía que repetía para sí misma. Pasé otra vez bajo los abucheos y mientras me sentaba meditaba en que el perejil también alguna vez tuvo culo.

Mientras pasaron los Southen Casuals contra el Everton and Maple Club, cinco quetzales de tortillas con mollejas y chiltepes, los Tecos de la UAG contra Zapata F.C. y el Inter Bom-Bom contra el Oque-del Rey, se fueron retirando los hinchas sudorosos de cansancio ajeno, ya que debían de cumplir las labores y sopores propios de la consumación de la semana. El siguiente domingo no sólo sería otro día, sino “El” día. Nuestro país disputaría el juego final que lo clasificaría al siguiente mundial de fútbol o lo eliminaría como siempre. La esperanza moría y revivía, como el Fénix, de manera rutinaria.

Finalmente nos sentamos a la mesa silenciosamente. Mientras mi madre agradecía por los alimentos y mi papá atacaba un plato de frijoles blancos, en el centro de la mesa destellaba de misterio un canasto con cinco enigmas largos de color verde. Tuve que esperar hasta el postre para que mi mamá me ofreciera uno pequeño. La cáscara era lisa y reseca, casi plana de no ser por varios abultamientos ovalados que, según parecía, guardaban en compartimentos individuales varios frutos divinos que constituían una sola y única esencia, misterio inefable del reino vegetal.

-Y para tu papá una grande, con doce pepitas, como los apóstoles.

Lo abrí con dificultad, botando uno de las bolitas al piso. Parecía un bodoquito de algodón húmedo y aromático. Me lo metí en la boca y un sabor raro asaltó mi paladar mientras la cobertura se deshacía lentamente dejando hilitos dulces en mi lengua. Pero el verdadero asombro lo reflejaba el rostro de mi padre. Parecía que sufría de una apoplejía etérea. Mi madre lo observaba en éxtasis pentecostal con lágrimas en los ojos. Sin hablar, pasó los dedos sobre la superficie hasta que mi madre lo detuvo.

-¡No lo toqués! Lo podés arruinar.

Se lo quitó con cuidado y lo puso de nuevo en el canasto, no sin antes ponerle debajo un tapete de crochet que usualmente decoraba la mesa. Mientras mi madre oraba hincada y apoyada en la mesa, mi padre se paseaba de un lado a otro hasta desaparecer por la puerta. Cuando pregunté por lo que pasaba, mi mamá me acercó a la fruta y distinguí, mientras ella me lo iba explicando, unas vagas caritas, unas de frente y otras de perfil, en cada una de las inflamaciones de la corteza.

-Son los Santos Apóstoles, mijo. Esto es un milagro.

Se quedó cuidándolo de alguna fuerza invisible que quisiera arruinar esa señal divina hasta que llegó el viejo rodeado de amigos. Entonces pudo salir corriendo a la iglesia para comentárselo al padre.

-Vean esto- le dijo a sus compadres -es Lucio Hernández, el técnico de la selección con el resto del equipo.

Emitieron una exclamación colectiva y luego cayeron todos de rodillas y juntaron sus manos. La siguiente semana sería una locura.

Mi familia y la paterna se convirtieron en la curiosidad y el orgullo del pueblo. Primero se apareció un periódico muy popular de la ciudad, le tomó fotos al milagro y luego a nosotros, todos vestidos con el uniforme del Xerez, hasta mi mamá cachó una playera prestada. Luego llegó un noticiero de Miami que pasaban sólo en las noches por lo que no me dejaron verlo, lo cual llamó la atención del gobernador y los alcaldes de pueblos aledaños que se acercaron para otorgarle al fruto las llaves del pueblo. Fuimos visitados por varias peregrinaciones de feligreses religiosos y deportivos quienes le ofrecían flores y elaboraban alfombras de aserrín y adornaban con panes en forma de cocodrilos. Le llevaron guardabarrancos y senzontles cantores en jaulitas adornadas. La llenaron de humo de incienso y desodorante en aerosol. En las calles deambulaba una camionetilla con altavoces que anunciaba, entre tonadas de merengue y reggaetón, la presentación del partido de la selección frente a la morada de la paterna milagrosa. Esta vez sí íbamos al mundial.

Llegó el domingo y todos se reunieron frente a la casa, en donde mi padre había colocado el televisor de plasma bajo una toldo de terciopelo carmesí sostenido por cuatro parales de bronce y adornado con gruesas trenzas doradas que acababan en borlas majestuosas. Frente a él, envuelta en un paño blanco bordado sobre un cáliz rococó, se alzaba la paterna en todo su esplendor. El pueblo entero esperaba de rodillas el inicio del partido. En el asiento principal, el padre vestido de gala se cubría con una sombrilla amarilla el sudor que le chorreaba del sombrerito. A la derecha, mi padre. Seguido de mi madre y yo en el centro. Todos con banderines en la mano y comiendo manzanas acarameladas y chupetes de azúcar con forma de cono. Fue un día feliz para todos.

No vale la pena hablar del partido. No pasamos al mundial. No importa, igual y yo le voy a Brasil y mi papá y mi mamá a España.


5 comentarios:

  1. Perfecto. Demasiado perfecto. Ahora mis cuatro parrafitos se quedaron sin autoestima...

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  2. Muy Bueno, rico de leer. Feliz día del libro para todos!

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  3. Los cuentos de Quique tienen siempre algo de surrealistas, de pasajes tipo Pedro Paramo y personajes de García Marquez. Creo que algo importante que me di cuenta es que Quique ya va teniendo un estilo propio definido con humor y haciendo gala de mucha observación y detalles jocosos... bien Quique!!

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  4. Me imagine todo todo todo, pero lo mejor del cuento fue la reflexion de que el perejil seguro había tenido culo, ja ja.
    Para variar, el mejor cuento de la entrega...

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