variopinto

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El camino sin caminante

El camino sin caminante
Por Olga Contreras



¡ESTO ES UN ASALTO! dijo con voz más temblorosa que su mano obviamente muy pequeña para tremenda pistola.
Siempre había oído cuentos guajiros que cuando alguien estaba cercano a morir veía en fracciones de segundo las partes más relevantes de su vida. Ella no iba a morir en aquel lugar, estaba segura, pero lo que sí vio fueron los momentos que la empujaron a ése momento.
Recuerdos grabados a fuerza de pasión; caricias tatuadas en la piel con su boca y una ilusión muerta que necia seguía anidada en su corazón. Una vez las manos del amante recorren el cuerpo, dejan surcos y marcan senderos, pero ahora era un simple camino sin caminante.
¡QUE ESTO ES UN ASALTO, CARAJO! ¿ACASO NO ME ENTIENDE?- repitió, pero esta vez sus ojos inyectados si infundían un poco de temor.
- Pero, señora, éste es un banco de esperma…alcanzó a titubear la enfermera.
- ¡YA LO SÉ! Gritó entre llanto. Deme la muestra del señor Antonio Ortega o no sé lo que soy capaz de hacer.

La banquera

La banquera
Por Fabiola Arrivillaga



Cuando era niña soñaba con ser basquetbolista.  Cosa poco común para las niñas, me pasaba las tardes enteras viendo a los vecinos jugar en la cancha de la colonia y no me perdía ningún partido internacional de importancia.  Siempre fui la más alta de entre la güirizada de la cuadra y mis papás, fanáticos ambos de los deportes, veían en mí la esperanza de sus anhelos de gloria.

Todavía no comprendo cómo nadie se dio cuenta del nubarrón oscuro que cubría el cielo de mi carrera.  O sería mi estatura, prodigiosa para nuestro chaparrísimo promedio, la que cegó a padres, entrenadores y amigos, llenando sus cabezas de fe.  Sin embargo, cuando tenía como ocho años, una revelación se presentó ante mis ojos descubriéndome lo que hasta entonces nadie había querido ver: las larguísimas, casi eternas extremidades con las que la naturaleza me había dotado eran tan torpes como largas; tanto que un dedo no conseguía cerrarse al mismo tiempo que los otros, tanto que no podía lanzar el balón hacia el punto correcto, tanto que un pie le trababa canilla al otro. Y cuando corría, parecían cuatro pitas moviéndose en absoluta descoordinación, ¡vaya!, casi un estorbo. El entrenador no me sacó del equipo, no señor, solamente aseveró que talvez me faltaba madurez; quizás me estaban exigiendo más allá de lo que a mi temprana edad podía dar, engañados por el espejismo que producía mi peculiar longitud.  Entonces, decidió ponerme en la banca hasta que estuviera lista.

Tarde a tarde, seguí viendo a los vecinos jugar basquet en la cancha. Los equipos fueron renovándose con el paso de los días.  Conforme íbamos creciendo, los niños del barrio aparecieron entre los mayores hasta desplazarlos.  Luego, los hermanos pequeños de todos.  Después, los hijos de la primera generación de vecinos. 

Mientras tanto, yo he conocido a cuatro entrenadores distintos, todos igual de positivos que el primero en lo que a mi futuro deportivo se refiere.  Y,  siempre optimista, todavía espero por mi turno de jugar.

Te vi

Te vi
Por Elena Nura

Te vi. Tras el cristal blindado, con tu corbata, la plaquita de tu nombre, filtrando las palabras por el huequito de la ranura, pasando el reguardo del ingreso por la abertura. -¿Todo correcto?, me dijiste. Sí, todo bien.

Cada martes yo regresaba y tú seguías allí, hacíamos la misma operación. El mismo saludo, con la misma caja cada semana. El negocio no iba muy bien, pero ese día tuviera lo que tuviera en la semana, lo depositaba en tus manos. En las que yo quería verme. Y tú lo supiste el día que te dije, -podría estar mejor. La respuesta había roto la monotonía repetida, y por primera vez me miraste a los ojos. Yo ya sabía de los verdores de los tuyos. Pero tú descubriste entonces mis marrones.

Te sentí tras de mí, cuando recorría el pulido suelo, cuando pasé por la máquina dispensadora de efectivos y por el armario uniformado de la puerta. Luego oí como siempre –siguiente por favor.

Ese día me decidí a esperarte. Me fume media caja de negros y dos rubios que me terminaron de marear. Cuando por fin saliste me acerqué hasta ti. Estaba arto de soñarte, de imaginar verte fuera de aquella vitrina. Y No hubo palabras, un gesto sólo entendible para los dos.

Los martes ya no hago el ingreso. Tengo al cajero en casa.

Yo no quería un coche nuevo

Yo no quería un coche nuevo
Por Elena Nura



Yo no quería un coche nuevo, aquel trasto tiraba bien con su velocidad máxima de 100 km. Me adelantaban por la utopista hasta las nuevas miniaturas, huevos duros con ruedas los llamaban. Algunos parecía que les faltara la mitad, como si se hubieran quedado sin material para su terminación. Yo seguía a mi ritmo con mi radio de dial manual, esa ruedita que tenía que girar y girar hasta encontrar una emisora decente.

Total, que al pasar por aquel cristal un enorme cartel rojo captó mi atención, “Ahora es el momento”. Siempre me había dejado llevar por los mensajes del universo. Un ateo como yo, en algo tenía que creer, y me dio por eso, por creer en los mensajes. “Rebajas 50%”, y yo entraba; “2 por uno”, y ahí salía yo con mi dos calderos; “Compra ahora y paga mañana”, y adquiría con una colcha de pluma de ganso, que nunca usaría.

Aquel cartel entró en ese momento en el nuevo plantel de mis mensajes, y tal cual entré en la oficina dónde el rojo se desparramaba en las sillas, en los carteles que colgaban del techo, en un poster en que una joven sonreía con las manos dando la bienvenida, un mensaje más, -pensé.

Me acerqué a la mesa del asesor financiero, quien no tardó en ofertarme un leasing, y un rentings para la adquisición de mi nuevo automóvil que decidí en ese justo momento, ¡ya era hora de cambiar!

A los nueve meses de circular, seguía descubriendo cosas nuevas en aquel “utilitario”. Movía los limpiaparabrisas con mi voz, de igual modo ponía música, cambia de emisora, activaba el manos libres de mi iphone, el GPS, ponía las luces, las apagaba, al final el noventa por ciento de las acciones del automóvil eran controladas por mi voz.

El contrato realizado con la entidad bancaria, me permitía disfrutar de él, y en dos años liquidar la deuda si deseaba quedarme en propiedad el vehículo. A pesar de ser compulsivo, aún en mi quedaba algo de previsión. Y me pareció buena oferta, quizás no fuera el coche de mi vida. Pero ocurrió algo que nunca esperaba.

A medida que mi voz actuaba en la conducción, la suya me iba resultando cada vez más familiar. Active un día sin darme cuenta una nueva función, -diálogo-, ponía el botón en el centro del volante. Y así, tal cual, comenzamos a charlar, primero sobre mi trabajo, lo que hacía en él, sobre mi familia, mis hijos, mi mujer, el perro, todos conocidos ya por mi auto. Decidí ponerle un nombre, pues eso no venía de fábrica. Surgió entre nosotros una amistad, que me generaba cada vez más ganas de conducir, buscaba los trayectos más largos, a fin de disfrutar mayor tiempo de su compañía. Mi mujer comenzó a sospechar, cuando sabía que no se tardaban tres horas del centro a casa, -¿hay alguien más?, dímelo ahora, no quiero vivir en una mentira-. A pesar de desmentir su imaginario amor. No me creyó. Al día siguiente, cuando regresé, pisé el dinosaurio favorito de mi hijo, los armarios estaban vacios.

Supe que tenía que terminar con aquella extraña relación, acudí al banco, deseaba cancelar el acuerdo financiero al que habíamos llegado, y recuperar parte de la inversión, según se estipulaba en el contrato. Pero entonces el asesor me dijo, que no era posible. Que una clausula adicional, que al parecer yo no había leído, establecía que transcurrido un año no había devolución. Entonces sólo podía optar a seguir abonando mensualmente el pago, para luego finiquitar la deuda.

Mi mujer en el divorcio se quedó con casi todos los bienes, al tiempo que tenía que pasar una buena cantidad por la manutención de mis hijos. Poco me quedaba e iba para pagar aquella jodida inversión.

A los dos años, por fin me libre de la financiación. En cuanto tuve los papeles del coche, me acerqué a un concesionario y lo vendí. Cuando salía de allí, me pareció oír una voz metálica que decía “yo no lo haría”. Al volverme, supe que había sido el coche, y el concesionario ya tenía la cabeza dentro y conversaba con él. Sabía yo que no saldría a la venta.

Cuentos Marinos

Tratamiento de Orchilla

Tratamiento de Orchilla
Por Elena Nura

Cuando las aguas se retiraron, quedó visible un manto de musgo. Una inmensa cabellera de orchilla que le había crecido a la costa. El perfil de esta se pintaba en un trazo de ocre que la perfilaba sobre el negro de la oxidiana. La corriente había arrastrado hasta la orilla un montón que todos esquivábamos, pues comenzaba a pudrirse y una nube densa de mosquitos revoleteaba sobre los restos. El olor era intenso. Fermentaba, dejando teñida el agua de una marrón rojizo. Aquel tipo se estregaba por todo el cuerpo aquella masa descompuesta como si de un tratamiento innovador de spas se tratara. Luego salió y se dirigió a un chorro de agua dulce que venía desde la cumbre. La piel le brillaba tanto que parecía haberse aplicado una capa de aceite. 
Al parecer el médico le había diagnosticado un problema de tiroides, y le mandó tomar iodo. El decidió la vía.


IN MEMORIAM

IN MEMORIAM
Por Elena Nura



El olor a óleo y a disolvente era tan intenso en la estancia, que se pintaba de él hasta algo inmaterial como el aire. La química que emanaba de la paleta, chisporroteaba una gama cálida aposentada en su antebrazo. Volvía a rascarse la cabeza sin soltar el pincel, y dejaba entre sus mechones de pelo naranja, un toque de blanco de zinc. Dejé sobre la mesita una taza caliente que sabía que no tomaría, que quedaría allí, abandonada e impregnada de olores que eran colores.

Me dio tiempo a mirar. La pincelada era casi puntillista, pero la dejaba como rayones, comas, escupitajos sobre el lienzo. Siquiera me vio, hablaba para sí, desde dentro del cuadro. El cielo estaba demasiado enroscado. Las nubes se habían vuelto torbellinos salidos de su cabeza en una noche azul de Prusia, y las estrellas eran impactos de amarillo cadmio, como sin obús las hubiera lanzado contra el soporte. Las líneas eran tortuosas, retorcidas, entrelazadas y densas. Definían la forma de un modo brutal, casi acercándose a un bajo relieve.

Aquella noche, me fueron a buscar, cuando llegué sangraba copiosamente desde el lado izquierdo de su cabeza. En el suelo, a sus pies también salpicados de rojo pasión, había un trozo de su oreja.

Marejada

Marejada
Por Fabiola Arrivillaga


Cuando las lágrimas comenzaron a brotar de aquel par de ojos hermosos, ya era demasiado tarde.  Carolina, sin saberlo, había sido hechizada por el hombre aquel con el que se deslizara por las calles habaneras, con el que probara los placeres de lo prohibido, el mismo que esperaba promesas de fuga que nunca llegaron.  Pero hechizada de verdad, con el uso de artificios y artilugios sacados desde el fondo mismo del mar.

¡Ah no! Carolina no olvidaba al cubano y a los días que pasaron bailando con el ritmo de las olas del mar.  Tampoco olvidaba el intercambio de mentiras, los te amo y los déjalo y vente conmigo o déjalo y llévame contigo, los te amo y pronto volveré y te saco.  Para ella, todas fueron una colección de sueños muertos al nacer apenas, y ambos fueron felices en aquel tiempo.  No olvidaba al cubano pero no podía imaginarse lo que para él había sido el fugaz romance.

De alguna manera, Carolina supo que esas lágrimas no podían ser derramadas en pleno suelo ni perderse.  Tuvo el presentimiento de que habían de ser guardadas, conservadas celosamente.  Así que lloró en una pecera, lágrimas marinas.  ¡Cuál fue la sorpresa cuando, de sus ojos, brotaron también pecesitos, diminutas piezas de coral, caracolitos y hasta un naufragio en miniatura!

Con la siguiente pena, Carolina estaba advertida.  Corrió a su pecera y virtió el milagrito en ella.  Ahora brotaron sirenas y cangrejos, un par de erizos y tres esponjas.  A los tres llantos, ya creía tener dominio de estas extrañas situaciones que, por supuesto, mantenía en secreto.

Pero lo que era realmente bizarro era la conducta del agua en la pecera.  Había días tormentosos y días de aguas tranquilas.  Noches impregnadas de noctilucas y mañanas de ballenas en celo.  Carolina, una vez descubierta la magia, pasaba horas enteras echando apuestas con ella misma sobre el estado de las mareas o la migración de los peces, deteniendo su éxtasis y fascinación de vez en cuando tan sólo para imaginar el origen de semejante milagro.

Los años pasaron.  Ya no era una sino catorce peceras, las catorce con vida propia.  Hasta que de pronto, una mañana de mayo, aquellas aguas miniatura no volvieron a moverse más.  Los primeros días extrañó su relajante vaivén o su impetuosa furia, pero se ocupó en la lectura y en el tejido por lo que, poco a poco, fue olvidando sus peceras sintiendo, muy de vez en cuando, un poco de nostalgia que nunca llegó a ser demasiada. 

A dos meses de la calma, el correo pasó por su puerta dejándole una carta con sello cubano.  En ella, una nota de duelo le informaba el fallecimiento, en mayo pasado, de un hombre de nombre olvidado.  ¡Por eso los años de furia!¡Por eso las tempestades!¡Por eso, por eso, las recientes semanas de paz!  Una enorme tristeza invadió su corazón y las lágrimas volvieron a brotar, llenando, de un solo, la pecera vacía que aguardaba.  Un golpe de dolor sacudió su espalda y la dejó, momentáneamente, sin sentido. 

Al despertar, un instante más tarde, sus peceras vivían otra vez.

Aguas profundas

Aguas profundas
Por Olga Contreras


El mar me pertenece. Soy una criatura marina y de igual suerte le pertenezco. El roce de sus aguas me ha hecho ser como soy, me moldea fortaleciéndome y mi cuerpo lo engrandece, lo integra y lo complementa. Compartimos médula, sol, estrellas y luna.

Al principio, el temor reverencial que sentía por el mar me hizo permanecer en la orilla y me conformaba con sólo sentir el manoseo de las olas que apenas alcanzaban a mojarme. El sol me abrasaba y yo anhelaba la pálida espuma que pudiera aquietar ese ardor, pero cuando por fin llegaba, la suave brisa no me daba todo aquello que yo oía en los tumbos al rugir.

Luego de un esfuerzo que casi me rompe, decidí mudarme a la reventazón, en medio del bramido de las olas, necesitaba sentir su fuerza y su poder. Mi cuerpo iba y venía al gusto del mar. Me hundía al fondo, de repente me elevaba a las crestas blancas y suaves, sólo para hacerme sentir su autoridad, su potestad, su dominio sobre mí. Él era mi señor y yo no lo debía olvidar. Me dejé perder en ese frenesí, en el ir y venir. Ya no concebía nada menos que su señorío y su pasión que finalmente acabaron minando mi esencia. Tenía que haber algo más en esa inmensidad, un lugar que yo no conocía pero buscaba. Un día sin más y sin motivo me dejé llevar por una corriente tranquila, tibia, purificadora. La corriente me conducía sin empujarme con el mismo ímpetu de las olas pero pidiendo mi permiso; adivinando mis deseos, reconociendo mis dolores. 

En las aguas profundas encontré la gloria. En ese vaivén suave y justo mi corazón a la deriva está a salvo, mi cuerpo a gusto y mi alma encontró reposo. La profundidad del mar me abraza, me respeta, me cuida de punta a canto. Lo mismo recibo el sol, que me refresca la brisa. La noche alumbra, asombra y te das cuenta que perteneces a ese infinito, que ese infinito es tan pequeño como vos y vos tan grande como él.  Perfecta armonía entre sentir y ser, entre torbellino y paz. Soy criatura marina, irremediablemente pertenezco a este abrazo, aquí me quedo.  

Cuentos de teléfono

Te quiero

Te quiero
Por Fabiola Arrivillaga


Carlos jamás había sentido celos de su Marta, hasta el día en que le regaló el bendito celular.  Ella se había negado, por considerarlo una atadura, un atentado a su libertad.  Pero él defendía su absoluta cualidad de mal necesario, porque ya no eran unos quinceañeros, porque ella había estado enferma – en cualquier momento podría sentirse mal -, porque estaba sola, los hijos ya habían hecho vida fuera del seno familiar.  Porque quería darle algo fino, de estátus.  Porque no quería seguirse sintiendo un tacaño, machista y opresor, cosa que no era, sino, al contrario, como un hombre moderno y generoso con su esposa.  Ella nada le pedía, tenía suficiente con aquel esposo dulce y dedicado.  Y las cosas, para Marta no eran más que eso; por eso, prefería instantes inolvidables a obsequios, algo que él no entendía.  Por eso, haciendo gala de obstinación, un día se presentó en la casa con el regalito.

Con el mal llegaron los males.  El bendito aparato avisaba, casi a cualquier hora, que había recibido mensajes.  Ella se negaba a leerlos, porque desconocía cómo hacerlo, y él creía que era algún secreto sucio y oscuro.  Ella estaba harta de tenerlo; él la llamaba mil veces al día, interrumpiendo su lectura, sus pocos pasatiempos, le quitaba libertad.  Y si ella no le respondía, la esperaba una tremenda lista de reclamos.  Ambos comenzaron a cansarse, uno del otro o, mejor dicho, de la relación que el otro llevaba con el celular famoso.

El domingo por la mañana, Carlos aprovechó el baño matutino de su esposa para indagar en la bandeja de entrada del teléfono.  El que busca, encuentra, y allí, enmedio de la lista de números de dos cifras con propaganda, estaba ese desconocido de ocho. Abrió el sobre cerrado y apareció el tan temido “Te quiero”, sin remitente.  Alguien quería a su esposa.  De seguro ella también le querría o, cuando menos,  le movería el tapete.  Durante los quince minutos que duró el baño, el ofendido marido elaboró una complicada trama de infidelidades y encuentros.  Ató todos los cabos que quiso atar y tomó una decisión tan drástica como la que tomara 45 años antes, sólo que al revés.

Ignorando la procedencia del mensaje – un hijo bromista que saludaba con ese mensaje a su recién esclavizada madre – a la mañana siguiente Carlos pidió a Marta el divorcio. 

Tránsfuga

Tránsfuga
Por Fabiola Arrivillaga



Marina ya no sentía cansancio de vivir en función de alguien más.  Después de tantos años, lo hacía por inercia, sin pensarlo, sin resentirlo. Y sus días eran tan monótonos y solitarios como ella podía procurar, a fin de que nada rompiera su apático equilibrio. Por eso, enterarse de la llegada a su ciudad de su cantante favorito fue hermosamente horrible.

Aguantó valientemente los días previos al evento, ignorando las carteleras, los anuncios y los comentarios de sus conocidos.  Cuando la tentación de pensar en el concierto llamaba a su puerta, Marina se metía en otro mundo, ajena a todo excepto a aquellos por los que su vida creía tener sentido.

Pero el jueves, ¡oh jueves!, su fortaleza sucumbió ante las ilusiones juveniles y el idealismo de otros tiempos.  Luego de hacer tareas junto a los hijos, se inventó una lista de mandados aburridos; tomó su bolsa y, vestida en la facha de un día normal, emprendió el camino.  Llevaba bien guardada la esperanza de conseguir entradas, así fuera en reventa.  Mantenía oculta la esperanza de ser joven otra vez.

Llegó al teatro y consiguió un parqueo no tan lejos.  La lluvia le mojaba el rostro y el cigarro que acababa de encender, pero eso poco le importaba. Su gesto ahora se mostraba más desinhibido, casi esbozando una sonrisa auténtica.  Llegó a la taquilla y sí, como un milagro, había boletos.

Apurada, nerviosa, abrió la bolsa y escarbó entre tickets y basura hasta encontrar la billetera. ¡Vacía!¡Ni un centavo!¡Nada! Entonces, volvió a su lugar inmune, a su mundo de escape.  No se percibió desilusión alguna en su rostro; tampoco intentó suplicar, pedir limosna, colarse o luchar.  Talvez era su destino. Inmutable y abstraída, se sentó en la acera a sentir las gotas amargas de la decepción, enviadas desde el cielo gris y helado.

Inició el concierto.  Los aplausos y vítores del público se hicieron escuchar.  Inmediatamente, los teloneros ofrecieron un majestuoso despliegue de talento local y sentimiento.  Sin embargo, y a pesar de su abstracción, el sonido de la voz de su cantante la hizo escapar de nuevo e imaginarse a sí misma, radiante y hermosa, sentada en primera fila, viéndole a los ojos, cantando sus canciones.

El frío mismo decidió abandonarla, el hambre, la oscuridad, el miedo.  No había lugar para ellos en este espacio de alegría.

Finalmente, terminó el evento.  La gente comenzó a abandonar la sala.  Se incorporó y caminó de vuelta a su carro.  Eran casi las once de la noche y Marina, mientras conducía hacia casa, intentaba viajar a otro mundo en el que el disgusto que seguramente la esperaba en el dintel de su puerta, no tuviera cabida.

Monstruos

Monstruos
Por Tania Hernández




El monstruo ruge destrucción. Carmen Lucía se inclina para evadir el manotazo de su furia, corre a su cuarto y logra cerrar la puerta antes que la alcance. Mientras apoya todo su peso contra la puerta, busca las llaves en el bolso que pudo rescatar en la huida. Las saca temblando y, después de varios intentos fallidos, consigue meter la correcta en el cerrojo. Echa llave por dentro. Los rugidos de la bestia amenazan demoler, cual tornados, todas las paredes de la casa. El miedo incursiona más hondo en su interior. Se acurruca detrás de la cama y abraza su bolso, como lo hacía de niña cuando en su desesperación, se aferraba a su muñeca. Malditos recuerdos de infancia que intentan distraerla para paralizarla, para encadenarla a la impotencia. De repente, algo vibra en medio del abrazo. ¡El celular! La salvación. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Antes ... antes, sí, el teléfono en su cuarto ... era rosa, como su cama ... ella no lo quería rosa, lo quería gris metálico, como uno que había visto en una serie y estaba segura que servía para teletransportarse, para escapar a tiempo, para ir a planetas exóticos, navegar en naves espaciales, donde no hubieran monstruos peludos, monstruos con aliento ácido, con manotas velludas y barbas que raspan la piel púbica ...

-          Carmen Lucía, me llamó José Miguel, que dice que te encerraste en el cuarto. M’ija, ya estás grandecita para volver a esas mañas. Yo que pensé que el matrimonio te iba a componer.

Carmen Lucía se pone de pie, y siente cómo la piel se le pone verde, los brazos se le vuelven musculosos, aumenta en tamaño, su ropa se rasga.

-          Vete a la mierdaaaaa –

ruge, y al principio piensa que la voz viene de afuera, pero no, es su voz, distorsionada por la transformación. Ve el teléfono en sus manos, ahora enormes. Con la puntita de uno de sus dedos cuelga. Como en cámara lenta se sacude miedos y culpas. Su pelo largo, ahora más negro, se ondea amenazante, cual si fueran serpientes al acecho. Va al espejo .. mezcla de Hulk y Medusa ... hermosa Medusa verde, que no ya no se quema al verse el espejo. Hermosa She-Hulk de cabello rebelde y mortal.

Mira el celular. No se había dado cuenta. Mágico color ese, el gris metálico. Saca un folleto de su bolso y me llama.

-          En este juego ya no hay niñas, ahora el juego se jugará entre grandes  - escucha mi voz, que aún no conoce,  a través del teléfono.

Entonces Medusa se atreve a tomar la espada. She-Hulk se llena de fuerzas. Y, unidas en Carmen Lucía, abren la puerta.

Teléfono inteligente

Teléfono inteligente
Por Nicté Walls



¿y vos que pensás? le ablo o no le ablo?

Maritza detestaba la falta de ortografía de su amigo, pero los msjs son más baratos que las llamadas, así que, las teclitas negras deberían bastar para contar que si, que le hablés baboso y que no te importe que ella coja con quien se le de la gana, igual, sos vos el inseguro, pero solo escribio "dale" y send.

la tarde la pasaron en el chat del bb y Maritza tuvo que pedir disculpas tres veces al ingeniero por no ponerle atención, ya cabrón, decile que la querés, regresá con ella y cogetela o casate con ella porque a mi ya ha dejado de importarme el vecino, que no está nada cerca ahora.
las marcas de las teclas en las uñas y las ganas de ir al baño, venite y te vestís como me gusta, al menos cogé conmigo porque la otra no se deja y este aparato en el baño me hace estorbo, pero sólo le dijo "te espero".

No volvieron a hablar de ella, cogieron como marido y mujer, metódicos y aletargados. luego se sentaron uno al lado del otro y él empezó a hablar de nuevo de ella, de la otra y le dijo "gracias por tus consejos".

Maritza le pidió el bb para revisar y si, allí estaba, todo lo que había pensado escribirle y no lo había hecho. Tal vez ese si era un telefono inteligente.

Amor dual en línea

Amor dual en línea
Por Elena Nura


CONFESIONES

Mientras yo le daba el avemaría purísima bajo la sotana del párroco y tras la celosía me pareció oír una llamada perdida. No tenía pecados, pero como era obligatorio confesarse todos los sábados allí estaba. Cuando me daba la absolución, la llamada volvió a sonar. Me quedé como rezando, allí arrodillada.
No me llames más María, sabes que estoy trabajando.

PLURIEMPLEO

Por la mañana a la coordinadora de informática le habían dicho varias veces que su voz era seductora. Ella enrojecía tras sus gafas, y tras el auricular. Por las tardes le decían: ¡anda pon esa voz de funcionaria, que me pone!, y él tras su braguitas de encaje, y tras el auricular también enrojecía.

LLAMADA INFIEL

El móvil de mamá estaba sobre la mesa. Yo lo cogí, y se lo iba a alcanzar, fue entonces cuando alguien empezó a hablar. Que si me quería mucho, que cuando nos veríamos, que no podía más estar sin mí, que desde la última vez, pasaban siglos… ¿Quién era?, me dijo. No sé, pero dice papá que viene a comer.

Al que le gusta los chicharrones, al ver un coche suspira.

Al que le gusta los chicharrones, al ver un coche suspira.
Por Olga Contreras


Si uno se lo proponía, al mediodía cuando el local estaba a punto de reventar, podía oír a través de los destartalados ventiladores –que más que dar aire dan lástima- el rumor crujiente de todos los comensales masticando en un ritmo extasiado los mejores chicharrones del oriente del país, en medio del olor a grasa, a rábano y tortilla.  

Gente de todo nivel y posición y origen se dan cita después de las once en la chicharronera de la Nía Meches. Bueno, a decir verdad la pobre Nía Meches ya ni viva estaba, pero como dice el dicho “cría fama y échate a dormir”, pues el nuevo dueño decidió que el nombre quedara junto con la vieja receta para el manjar porcino.

Daba gusto ver aquel parqueo lleno de camionetas de las mejores marcas y los hombres cabal como deben ser: machos machotes, con botas, sombrero y pistola, con una su buena patojona del brazo. Todos muy gamonales, pedían guaro y comida para tirar.  No había quien no pasara viendo un rato a los animales traídos de varias fincas: una avestruz, una cebra, varios tigrillos, guacamayas, tortugas, pájaros de esos raros que ya no dejan llevarse a los estados.

Todos alababan los chicharrones y las carnitas y le decían a Coca que qué animales más buenos tenía, que la carne se deshacía en la boca de lo suave que estaba. Nadie, pero nadie se quejaba, ni siquiera cuenta se daban del inevitable malestar que sentían en la tarde o en la noche cuando llegaba la hora de la digestión y se encontraban irremediablemente enojados, sin razón alguna. Por las noches, después de al menos 4 onzas de chicharrones o carnitas, la ira los poseía y los agarraba como muñecos de trapo, a su antojo. Muchas muertes y no menos cantidad de vergueadas eran fruto de una buena hartada donde la Nía Meches.

Lo que la gente no sabía es que ese efecto venía de la carne que habían comido, pues dicen que la carne absorbe todo el temor y la mala vibra que el animal siente antes de ir al matadero.

- ¿Vos, ya me vas a traer la carne?- dijo Coca, con esa voz sin aire, gutural, grasosa como él- mirá lo tarde que es, no va a dar tiempo pa’ que la carne hierva las 12 horas. 

-¡‘horitía llegamos Coca! No te preocupés hombre, mirá que hoy sí nos rayamos y te vas a cagar con lo que te llevamos. ¿Te acordás de Hugo el del taller? Con ese panzón te alcanza y te sobra. Mañana se te agota el chicharrón antes de la una, vas a ver- dijo emocionada la voz del otro lado del teléfono.  

(Sin Nombre)

Sin Number
Por Johann Monette

Aquel teléfono estaba maldito, indudablemente se lo había chupado el diablo, como dicen los chistes de Pepito. Cada minúscula letra sutilmente impresa en cada uno de los veinte botones que componían el conjunto de hule tratado, dígase plástico, del dichoso nokia, poseían en sí mismos una naturaleza macabra.

¡Ah¡ porque el mal no estaba en el pinche esquizofrénico, no; el mal estaba en el malévolo celular.
Muy claro tenía en su patología John, que si no acataba las órdenes del aparato electrónico, muy mal acabaría.
Cuando menos lo pensaba, el minúsculo objeto seleccionaba a su próxima víctima y a él se le hacía cada vez más difícil resistirse.

“El carnicero”, como él mismo se había nombrado, regresaba a casa con su nuevo fémur de colección, tenía una vitrina especial para su acrisolada compilación, antes de llegar a la vitrina, el fémur tenía que cumplir con ciertos requerimientos, aprobar tenía ciertas cláusulas en el ritual de la carnicería. Después de ser identificado debidamente (el fémur), era envuelto en una especie de papel esmaltado y recostado sobre los demás iguales con la delicadeza que caracterizaba a un asesino de su talla.

Una llamada, sólo una llamada bastaba, no tenía que tirar a buzón, con que sonara una vez era suficiente. El teléfono era patente, no había errores, cuando seleccionaba al próximo fulano, no había vuelta de hoja, se hacía o se hacía; por esta razón el carnicero trataba de mantener siempre llena su lista de contactos en el celular, nunca estaba vacía o con pocos números, siempre estaba llena, siempre conocía a alguna persona.
Siempre quería tener más de cerca a sus amigos (en la vitrina).

Esperando la magnífica selección. Bastaba solo que John se metiera el celular en su bolsa y que sin querer se marcara algún número.
  
Casi de la noche a la mañana gracias a un fuerte medicamento, el matarife tuvo ciertos momentos caracterizados por atisbos de lucidez. Parecía que su vida había dado unos trescientos sesenta grados o más. Era un hombre nuevo.

Se vio en la necesidad de comprar un teléfono de casa. El celular ya no era tan necesario, esos tiempos ya hasta habían sido olvidados, la vitrina empolvada estaba, sólo eran recuerdos de pesadillas.

John padecía de mala memoria,  números. Así que no se sabía el de la planta que estaba en su casa, de cualquier forma ahí estaba el celular con el número guardado, igual nunca se lo pedirían, ¿para qué se lo iba a memorizar?

Decidió el carnicero salir de paseo, salió con su chumpa de cuero negro, sus lentes oscuros y su boina verde. Entonces sintió un bulto, era el celular que se había ido de turista junto con él. No importa, los dos fueron juntos de shopping, compraron muchas cosas. Regresaron a casa.

De repente suena el teléfono de la casa. Un timbre telefónico jamás sonó con ese aire tan tenebroso.

-aló. Sí, diga.  Es nadie. Decidió cortar. Tuut tuut tuut.

Nuevamente suena, -aló, hola.

No se oía voz más que un eco que rebotaba su voz unos cuántos segundos después.

Una gota fría de sudor recorrió la frente de John, metió la mano dentro de su bolsa trasera.

Ahí estaba el maldito y olvidado celular.

Había sido seleccionado. Él mismo había sido seleccionado. Había olvidado agregar números a su lista telefónica, sólo aparecía él mismo.

El celular no cometía errores, si se mandaba, se tenía que cumplir.

¡Estúpidos los teléfonos a los que no se les puede bloquear el teclado!

Eran las tres treinta de la madrugada. Se escuchó una silla de metal que golpeó fuerte el piso.

Pocos segundos pasaron, el cuerpo guango y pesado de Jonh daba vueltas cual péndulo.

Del techo tiraba una gruesa soga que sostenía el pesado volumen.

¿No les ha pasado alguna vez que sin querer se marca el celular con la nalga?

Cuento libre

El Vecino

El Vecino
Por Olga Contreras



Las camas tienen memoria. Y buena. Todo comenzó cuando alquilé el pequeño chalé del vecino. La habitación principal tenía una cama que había pertenecido a él y que estaba bastante kilometrada por lo que pude absorber de las noches en que ahí dormí, porque de repente, sin yo quererlo,  en sueños comencé a oír cómo la cama confesaba sus secretos, todo lo que en ella había pasado. Bendito mueble, no conocía el secreto profesional y mientras más hablaba, más me daba qué pensar. Ya nunca pude ver al vecino con los mismos ojos. Cada noche se me contaba una historia diferente que me envolvía en un sudor absoluto y dejaba en mí una sonrisa que duraba hasta el mediodía. Quién viera a mi vecino: callado, absorto, un poco introvertido, mucho aire intelectual,  no pudiera imaginarse uno que tuviera dentro suyo esa clase de pasión. Al principio peleaba con esas imágenes y al sentirme en medio de un nuevo capítulo me obligaba a mi misma a despertarme aunque al día siguiente las ojeras me llegaran a la boca. Pero con el tiempo y al ver que la cama seguía hablando por los codos, me dejé vencer y simplemente me sentaba junto a la ventana esperando a que el vecino se pusiera al piano a tocar una gymnopedie, la cual servía como un exquisito preámbulo para lo que estaba por soñar.

Nunca olvidaré la cara de sorpresa de mi vecino un día que no pude más y le dije “Gracias por todas las noches que me ha dado”. 

El síndrome

El síndrome
Por Olga Contreras


-Sí– dijo el médico con aire de superioridad mientras se quitaba el estetoscopio- es un Síndrome de Hiperventilación o Enfermedad de los Suspiros, que le dicen los románticos.

-¿Está seguro, doctor?- pregunté con buena dosis de duda- es que hasta siento dolor a veces.

-Claro, la mente es poderosa y la ansiedad obedece sus órdenes. Tendrá que tomar ansiolíticos y asistir a terapia de reeducación respira…

Las palabras del médico se perdían en el aire mientras pensaba que alguien le dijo una vez que los suspiros son aire que sobra por alguien que falta.

¿Y para dónde? tendría que hacer de tripas corazón y hacer todo lo que el médico recomendaba. 

Historias de Detras

Historias de Detras
Por Elena Nura



Tres años atrás la había visto desorbitada. Yo sustituía a la asistente social de un centro periférico. Te hablaba inquieta, intolerante ante cualquier negativa. La conversación había sido agotadora, no sé si tanto para ella como para mí. Cuando salió por la puerta yo estaba agotada. Y con el fracaso de no haberme sabido comunicar con ella. Había acabado sacando la agresividad que tenía en su cabeza, dando un golpe en la silla y tirándola. Todos alrededor miraron hacía nosotras. ¡Espere por favor! le dije. Y ella me contestó, ¡esto es una mierda!

Esta vez la veía ante mí, era otra, se sonrió cuando le dije que tendría que volver otro día. Yo temí esa negativa, ya sabía o mejor presumía su reacción. Algo había cambiado pensé. En ella, o en mí.

Me di cuenta que al decírselo no había mantenido las manos cruzadas sobre la mesa, había bajado el tono de voz, y le había mirado a los ojos. Aquellos en los que en otra ocasión, por miedo, había esquivado. Fue entonces, cuando sonrió.

Me quedé mirándola cuando se marchó, tenía otro andar, ya no parecía esconderse de lo que fuera que antes la perseguía. Y tú me lo contaste, era amiga tuya y me dijiste, que cuando tuvo a los gemelos, ambos con minusvalía de un 65%, su pareja se fue con otra. Volvió y la echó del piso con los niños. De los que le había dicho, ¡cómo voy a presentarle esto a mis amigos!, y ella los cogió y se marchó. Al poco la despidieron del trabajo. Cuando ya tenían cinco años regresó, con ambos en sus manos.

Ese había sido el momento primero en que yo la conocí. El psiquiatra le había recomendado la baja. 

En defensa propia

En defensa propia
Por Tania Hernández


Cuando el hambre ataca, toca defenderse con todo, con uñas, con dientes, usted ya sabe. Porque una vez logra agarrarlo a uno, no lo suelta hasta no dejarlo sino en los puros huesos. No es que no la conociéramos. La conocíamos de antes, pero entonces todavía era chiquita. Cabroncita, eso sí, porque se aparecía de repente, y nos daba unos sustos que ni le cuento. Venía en las sequías, en las tormentas, en el granizo. Pero siempre lográbamos hacernos los quites para que no nos mordiera duro. Porque entonces teníamos buena semilla, buen café. Eso nos decían, porque nosotros nunca lo probamos. El señor del ingenio al que le vendíamos nos lo quería revender bien caro, ni siquiera porque nosotros lo cosechábamos nos lo daba al costo. Nosotros sólo el más barato tomamos siempre. Y bien aguado porque así nos alcanza más. Un poco de café y unas tortillas, y a trabajar. Así logramos el día.

Hace como cuatro años, por este tiempo, se descompuso la semilla. La congeló una helada que hubo. Mucho frío y la cosecha se quedó enclenque. Viera qué tristes se miraban los palitos.  Cabal entonces apareció un señor con una semilla que decía que era milagrosa. Brotaba rápido, daba más frutos y resultaba en un mejor café que el que teníamos antes. Eso nos dijo. Y como la otra semilla se encareció y además que disque la garantizaba el gobierno, pues decidimos que sí, que estaba bien. Y no se crea, la plantita sí se dio bien y dio buen fruto, y eso que en un solo año. Nosotros felices estábamos. Quesi al año siguiente trajo una plaga que nadie conocía, y como nadie la conocía, nadie la pudo parar y destruyó toda la cosecha. Imagínese, nosotros, que toda la vida hemos sido campesinos, nunca habíamos visto algo así. Lo perdimos todo. Hasta endeudados nos quedamos. Allí sí la vimos fea. Llegó el hambre y empezó a perseguir a los patojitos y a los más chiquitos se los comía. Después siguió con los ancianos y también con los chirices mayores. Así como la plaga destruyó la siembra, así andaba acabando el hambre con la gente. Y el gobierno bien gracias, no nos ayudó en nada. Nos fuimos a protestar a la capital, y nos dijeron que sí, que nos iban a ayudar, pero nunca nos ayudaron. Y nosotros, ¿qué íbamos a hacer? Nos defendimos como pudimos, pues. Con la hierba mala, que fue lo único que conseguimos. ¿No dicen que la hierba mala no muere, pues? Pues qué mejor que atacar el hambre con una inmortal, ¿verdad? Porque para perderlo todo otra vez, no, allí sí nos moríamos todos.

¿Que si sabíamos que era ilegal? Mire, si nosotros no somos tontos, pues, nosotros sabíamos que no era de ley eso de la planta, pero como veíamos a los tipos esos que andaban por el pueblo como Juan por su casa y hasta de amigotes de los manda más, pues dijimos, con uno o dos años que la sembremos, no nos va a pasar nada. Y viera qué bonita esa planta. Se dio hasta mejor que el café, y los señores esos allí siempre pendientes, que si no le cae animal, que si el clima está bien, que si tienen agua, que si cualquier cosa nos avisan. Y cuando por fin vendimos, nos pagaron bien. Por lo menos para quitarnos un poco lo que debíamos y para volver a comer los dos tiempos. El hambre nos miraba de reojo, se le veía pálida, decolorada, pero, eso sí, cerca, muy cerca, rondando todavía nuestros ranchos.

Quesi este año vinieron los militares. Nosotros nos olíamos algo porque unos días antes nos contaron que se habían ido los que nos dieron la hierba, los que nos compraban y algunos de los dueños de los ingenios, donde también sembraban. Nosotros lo oímos, pero ¿adónde nos íbamos? Nosotros no teníamos adonde ir. No tenemos finca en Los Estados como los otros. Llegaron los militares y nos acusaron de narcos, de terroristas. Uno ya viejo hasta nos dijo guerrilleros. Imagínese. Arrasaron con todo. Hasta con nuestros ranchos, con nuestros poquitos tomates y maicitos que habíamos sembrado cerca de nuestras casas. Todito lo destruyeron. A mi hermano se lo llevaron y lo regresaron bien malo. Ya no puede trabajar. Ya bien golpeado lo sacaron en las noticias con otros que decían que eran narcos y que eran de la banda de saber qué. Y mi hermano, puro campesino como yo. Nunca ha hecho otra cosa que sembrar y cosechar.

Después que nos sacaron, metieron a otra gente, de esas de dinero, en nuestras tierras. Nos quedamos sin nada, sin casa, sin comida, sin algunos de nuestros compañeros y compañeras. Esta vez vinieron juntas, la tristeza, la miseria y el hambre. Juntas se hicieron grandes. Un monstruo de tres cabezas. “Ese es su nuevo enemigo”, nos dijeron en al cooperativa, “esta vez no es suficiente pelear con trabajo, también hay que luchar con el habla, con la denuncia”. “Esas son nuestras nuevas armas”, nos dijeron. Nos dieron unos cursos, de cómo contar lo que nos pasó, de cómo hacerle entender a la gente cómo es que se sufre allá, donde estamos a la intemperie, donde uno se mata por dos centavos y a uno lo matan por tres. Por eso venimos, venimos armados de palabras, para buscar gente que nos apoye en la lucha contra todos esos monstruos, los de la necesidad y los de carne y hueso.

Y no nos diga que el gobierno. ¿Sabe qué fue lo que nos dieron cuando llegaron? Un pushito de frijol, un poquito de maíz y una gallina. “Ayuda para el desarrollo” le decían a la campaña. Para el desarrollo... con eso lo único que puedo desarrollar es un caldo de gallina. “Lo que tenemos es hambre no goma”, le dije yo al que llegó a repartir. Subió los hombros, torció la cara y no dijo nada. A veces creo que los que de veras están borrachos son los de arriba. Eso creemos todos. Pero eso, por favor, no lo vaya a publicar. 

Relojito

Relojito
Por Johan Monette



Kikirikiiiii.
Kikirikiiiiiiiiiiiiiii.
Mierda. Ya me despertó este maldito gallo; era lo primero q pasaba por la cabeza de doña Juana, quién se levantaba presurosa al oír aquel destemplado canto.
Eran las cuatro treinta de la madrugada, de un salto salió de la cama a preparar el desayuno y demás menesteres propios y de su familia.
Juana odiaba levantarse tan temprano, pero si no lo hacía así, después no se despertaría por cuenta propia, el  tiempo se le haría corto para lo demás y su esposo, el gran enojón, podría molestarse y al molestarse golpearla.
Mejor evitarse los problemas pensaba, pero algún día este cerote no se las va a  acabar y me las pagará todas juntas.

Como buena mujer afectada ya por la  menopausia, mantenía un comportamiento un tanto alterable, su marido como buen hombre de negocios estresado y poco comprensible; todas las mañanas era la misma cantaleta y la misma pelea por las mismas razones.
Los días pasaban y distaban de felicidad, el matrimonio parecía que iba a colapsar.

Aquel día fue diferente, Juana no aguantó más la presión, Pedro estalló, cuentan los vecinos que se oyeron un par de balazos muy de madrugada, seguidos de un espantoso grito como de un animal siendo destripado y de una estrepitosa carcajada con aire de maldad.

La casa quedó muy vacía como siempre por la mañana, se sentía un ambiente de intranquilidad, si la muerte tuviera un olor, de seguro sería el mismo que se sintió aquella mañana en la casa de la familia Juárez Domínguez.

Chismes mal habidos; algunas personas comentaban que ese día ni Juana ni Pedro se presentaron a su hogar, pajas. Toda la casa muy tranquila, si se llegaba a oír sonido alguno, no podría haber sido el de un ser viviente, habrían sido las puertas rechinando por el insistente viento que se empeñaba en arrancar las cortinas de su lugar.

Muy temprano no hubo gallo despertador. Aún se sentía aquella tensión en el ambiente, nadie sabía lo que había pasado.

Riiiiiiiiinggg riiiiiingg riiiiiinggg.
Eran las ocho treinta, Juana se levantó con la sonrisa de oreja a oreja.
Al fin había podido dormir lo que mandaba dios.
Ya no había lugar para el maldito reloj automático de su marido.

¿Mi amor te espero para almorzar? Hoy comeremos caldo de pollo.