variopinto

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El traductor


El traductor
Por Elena Nura

Día a día se sentaba ante su mesa de trabajo, donde los textos se acumulaban. Su labor, hacer que aquellas extrañas palabras, aquel anómalo léxico, aquellas sílabas anárquicamente compuestas, lograran tener un significado. No es que tradujera desde otros idiomas conocidos como el alemán o el inglés. Él se había empeñado en hacerse traductor de palabras locas.

Las palabras locas eran aquellas que un amigo suyo escritor componía, y le decía que tras ellas, existía una historia. Había hasta la fecha conseguido dar vida inteligible ya, hasta dos páginas, y ciertamente la historia en sí daba mucho. Su ardua tarea le acabó obsesionando, y dado que su amigo el escritor extravagante de palabras locas tenía una creatividad desmesurada, su ritmo iba en aumento. Su amigo era una réplica de El Quijote, no por su corpulencia robusta de huesos desencajados por el peso, si no por su forma de ver la vida, siempre había mundos que descubrir, siempre castillos efímeros e irreales a los que vencer. Fue así como día a día la tonga de lo traducido crecía, pero la de los pendientes no minoraba. Tampoco es que él repara en ese detalle, pues tan enfrascado estaba en su traducciones que solo ante él, lo único que existía era el folio diario al que se enfrentada. Llegó un día que encontró la fórmula mágica que resolvía aquel entuerto gramatical. Y la traducción fue entonces fluida. Logró vencer aquella tonga de folios disparatados y cuando ya no le quedaba más por traducir, se dio cuenta que su amigo llevaba días sin alimentarle aquella adicción. Lo buscó pero fue inútil, se había ido. La historia no estaba terminada, o eso pensaba él. Realmente le importaba poco esta, porque a él lo que le había enganchado era el traducir sus textos, que eran como jeroglíficos.

Retomó entonces su trabajo diario, el habitual hasta entonces, traducir de las lenguas conocidas. Pero se dio cuenta que le aburría, era tan monótono, tan previsible, tan sencillo. Acabó odiando su labor, esa que hasta entonces había sido toda su pasión. Había dejado aparcada la historia de su amigo escritor de palabras extravagantes, la retomó una tarde, y por primera vez se sentó ante ella como un lector, no como traductor. Ese día lo pasó enfrascado en aquella lectura. Tomó conciencia de que era autobiográfico, allí estaba y no se había dado cuenta hasta ese momento, la vida de su amigo. ¿Cómo no se había percatado?, se preguntó cuando llegó al final. En su contenido estaba claro que su amigo sí la había concluido, había pasado página. Había encontrado nuevos molinos en tierras lejanas y partía, la historia en su capítulo final acababa con un personaje cabalgando hacía el horizonte.

Hizo las maletas, y fue en busca de él. Dicen que se los ha visto alguna vez, él siempre a su lado como escudero fiel, perdón, como traductor fiel.

Fuerzas de flaqueza


Fuerzas de flaqueza
Por Olga Contreras

No había poder humano, divino, diabólico o metafísico que obligara a su dedo índice –ni el derecho ni el izquierdo, ni a cualquier otro dedo ni extremidad- a marcar la tecla para poder enviar esas cartas. Simplemente se pusieron en huelga y se rehusaron a hacer su trabajo.

Y es que hay gente que simplemente no se deja olvidar. Luchan con todas sus fuerzas para permanecer en el corazón. Les importa un comino lo que uno piense o sienta o quiera y con una desfachatez que da pena ajena se anidan en el corazón de uno y nada, no hay patada que los saque. Su recuerdo es como la hiedra que se va pegando y escalando y sofoca muy sutilmente a los malos recuerdos, para hacernos creer que en tiempos pasados todo fue mejor.

Y es que ese amor realmente le dolía a través del tiempo y el espacio. Pero su presencia le dolía aún más que su ausencia, que inevitablemente venía acarreando un placer doloroso, obsesivo, intimidante y que la vaciaba de ilusión. Sus caricias le quemaban la piel, se la consumían dejando llagas que supuraban gloria que luego se convertía en soledad. Sus palabras la mancillaban porque las creía cual dogma pero terminaban quebrantando su fe.  Hasta su pasión la hería, porque en pocos segundos destrozaba las fuerzas guardadas por meses, sólo para despilfarrarlas en besos que eran su veneno con todo y remedio.

Pero en cambio el otro amor que había encontrado la llenaba de luz, quitaba las telarañas tejidas con dolor y en su lugar ponía candelas que iluminaban soledades. Con su abrazo borraba el miedo encarnado, trayendo una matita de esperanza que pronto dio fruto. No había enfermedades, sólo curas, no había promesas sólo dulce realidad. Se robaban el tiempo momento a momento y él les agradecía el agravio deteniéndose para ellos en un beso o una mirada.

Así que papel en mano, tinta en pluma y con la ayuda de una secretaria –sus manos seguían negándose a escribir-, se dio a la tarea de hacer esas dos cartas, una de despedida y la otra de bienvenida. Le dolió la garganta y se le resintió el alma de tanto dictar y una vez las cartas estuvieron listas con su respectivo remitente y destinatario se fue corriendo al buzón para mandarlas, pero no contaba con que luego de tanto esfuerzo el cuerpo se resiente, se rebalsa de tanta locura y se queda corto. Sólo tuvo fuerzas para mandar una. Esa molesta vocecita interior le repetía “Sacá fuerzas de flaqueza, tenés que sacar fuerzas de flaqueza”. Ella quebrada de agotamiento sólo logró encogerse de hombros y se contestó a sí misma “¿Y cómo putas saco fuerzas de flaqueza si nunca he sido flaca?”. Se regresó a casa arrastrando a tuto el peso de una de las cartas en el bolso.

La Tatuana o la Llorona, a saber


Dicen que no tengo duelo, Llorona,
 porque no me ven llorar
Hay muertos que no hacen ruido, Llorona,
 Y es más grande su penar.
Llorona (canción mexicana)

La Tatuana o la Llorona, a saber
Por Tania Hernández

Shhhh, a sssaber ustee. ¿La Llorona? Alguien dijo algo de que cuando la luna está en línea con la muerte, o con marte, ji-ji, saber, a mí a veces se me confunde... La Llorona dijo, ¿vaa? Como que el Chapo la oyó. Chapo, por chapopote, ji-ji, es que es más negro que ... La Llorona es la de los hijos, ¿vaa? No la de los tatuajes. El de los tatuajes es el Chapo, o el Chino, alguno de ellos,  pero nel, ¿vaa?, ... Sí, los hijos ... los hijos ... yo no lloro, ¿sabe? Ya no. Mire, yo le juro, le juro que ... ¿o será que lo soñé? Saber. Algo me acuerdo de cuando yo estaba limpia. Bien chula. Ya no me ponía nada. Quería conseguir un chance bien dea huevo, ¿vaa? Psssss, no puess, si yo no quería ser puta, pero, y ¿qué otra, pues? Los tatuajes, decían. Me los hizo el Chino. O el Chapo.  Saber. Y los clientes serotes hasta me pagaban menos. Y eso que tan bonitos que son. ¿Quiere ver? N’ombre, no se me ahueve, que a usté no le vuá cobrar, ja-ja. Ah sí, la Llorona ¿verdá? Saber... A mí me quitaron los hijos, ¿sabía? Dos tenía. Dijeron que una puta no, que mejor los gringos, que allá sí, porque yo aquí, ¿qué les iba a dar? Yo estaba limpia, ¿ya le dije? La Kimber ya me había jalado para su salón. El pelo o las uñas. Ya no me acuerdo. Uñas acrrri, uñas acrrri,  ja-ja, ya ni pronunciar puedo, ja-ja. Es que desde que me quitaron a mis güiros ... ¿o será que lo soñé?

¿La Llorona? A sabeer, usté. Yo no lloro. Hace raaato que no lloro.

La madre de Robocot


La madre de Robocot
Por Elena Nura

De cómo llegó a llevar casco y rodilleras para salir de casa, es una historia larga, muy larga. Lo cierto es que su madre poco a poco comenzó a añadirle algún tipo de protección.

Una mañana tocaron en la puerta y le traían al niño que se había pegado un cabezazo contra la pared y chorreaba sangre a borbotones, fue más el susto que otra cosa. Casco. Otro día llegó de jugar en casa de un amiguito y cuando lo fue a bañar traía una brecha en el muslo que milagrosamente no chorreaba. Ella se quedó blanca como la carne abierta del muslo. Protector pernil. Más tarde se cayó del columpio de cabeza, se partió dos dientes y a partir de ahí le prohibió volver a subirse. Protección bucal.

La bicicleta en la que su padre se había empeñado en que aprendiera, acabó haciéndolo volar sobre las dunas de un circuito caótico que los chiquillos habían ideado. No le puso alas porque esa protección aún no había salido al mercado, pero al parar la caída sus manitas habían sufrido el impacto. Muñequeras. A la semana la caída fue peor, a pesar de ello el chiquillo regresó a casa pedaleando con un solo pie. La madre según lo vio, ya lo supo, quebrada por dos puntos. Tobilleras y espinilleras. La guerra de pedradas con los amigos fue de lo peor, le habían dado en el pecho y cuando le vio el hematoma supo que debía añadir un protector pectoral...

Yo lo vi salir de la puerta contigua de casa, parecía un Robocot, su madre le decía, -¡Y que no se te ocurra subirte a un árbol!.

Pero yo le vi la mirada, sabía que lo haría.

Vacaciones


Vacaciones
Por Fabiola Arrivillaga



Aún recuerdo el día en el que la cafetera se fue de vacaciones.  Era poco más de medio día, el cielo azul  y el viento de noviembre me habían dado inevitables ganas de una buena y aromática taza de café, bien cargado, para acompañar la lectura del  libro que tenía a la mitad y que podía abrir justo después de la comida, mientras Jeremías hacía la siesta.  Aunque no es correcto echarle la culpa al clima o al mes del antojo del café, porque ya era un hábito, casi un vicio, que practicaba durante esos maravillosamente solitarios veinte o veinticinco minutos por día.  Por eso, cuando me acerqué al  trinchante no pude evitar el grito que fluyó desde mis entrañas, como si me hubieran arrancado una muela del juicio sin anestesia.  Fue tan horroroso que el santo de mi marido fue sacado de su sueño, lo que es mucho decir porque aquel duerme como un tronco.

¡No estaba! El aparato había desaparecido de su sitio.  Era imposible.  Me sentí loca, loca perdida.  Entonces noté la taza servida que esperaba a la par de la azucarera y en cuya oreja, atado con un hijo de zurcir, se hallaba el mensaje más bizarro que hasta ese día había yo recibido.  Me fui de vacaciones por un tiempo. Vaya.  Quién lo habría dicho.

Si bien me pareció lógico que el artefacto pretendiera unos días de paro laboral remunerado para visitar playas, volcanes o lo que se le roncara la gana, poco a poco la ira inundó mis accidentados nervios de pensar en la ingratitud.  No pudo siquiera dejarme un sustituto, un vacacionista; no pudo solicitar el período de descanso como hace cualquier trabajador normal.  No, sólo el papelito.  Talvez creía en eso de “más vale pedir perdón…”

Lo cierto es que comprendí que estaba sola y sin café, por lo que probé con el té.  Las primeras tardes extrañé su aroma y la lucecita del “on” prendida hacia el espejo.  El té, sin embargo, comenzó a resultarme noble, filosófico y literario, por lo que poco a poco me fui olvidando del prófugo aparato.

Pasados unos ocho o diez días, tocó el cartero a mi puerta y, entre el manojo de sobres, recibos y panfletos iba una postal. ¡Infeliz cafetera!¡Estaba en La Habana!

Me contaba que había anclado en la maravillosa isla caribeña, hospedándose en un hotel del Malecón.  Se quejaba del tipo de café de los cubanos y añoraba el mío, el guatemalteco, tan suyo, eso decía.  Me hablaba de la salsa y el ron y el tabaco, de la injusta distribución de la belleza en el mundo, de la brisa marina…Leí con asombro aquellas líneas y envidié su vida.  Yo, con más años de servicio que ella, con más dedicación y más esmero, jamás me habría atrevido a pensar siquiera en una fuga de ese tipo.Y con la mezquindad que me dejó la postal, proseguí mi vida de té y descontento. 

El tiempo continuó su marcha hasta que, otra mañana de jueves, día de correo, entre el paquete iba una nueva postal.  ¡Ahora era Miami!  Cansada de su vida cubana, se lanzó en balsa a la aventura del estrecho de la Florida, pretendiendo acogerse a la ley de los pies mojados.  Hablaba del océano, los tiburones, la deshidratación y el sol.  Me contaba como una esquina de su base se había quebrado y como su valiente jarra había sobrevivido estoica el trayecto.  Y deseando paz a mi corazón intranquilo, me hacía saber que en su rescate había conocido a un joven guardacostas quien, compadecido, la hizo parte de su vida y de su hogar.  Me contaba, emocionada, que creía vivir el sueño americano.  Yo me pudrí de coraje y de celos.

Mi alma se volvió oscura, resentida.  Mi corazón, duro como una piedra.  Y mi taza, impregnada de te y llena de solidaridad, juró jamás contener gota de café alguno.  Intenté calmarla pero fue en vano.  Las mujeres nos ayudamos, nos apoyamos, y nos acompañamos.  Nunca más recibiré lo que salga de la boca de esa ingrata ni cosa parecida, fueron sus palabras, que podrían también haber sido fruto de sentimientos malsanos y rencorosos.

Pero un día no fue el cartero, sino el teléfono el que me trajo nuevas noticias.  Había llegado a La Aurora un nuevo avión de deportados; dentro de los pasajeros se contaba una mal empacada cafetera, amarillenta y llena de salitre, que aseguraba ser de mi pertenencia.  Quise dejarla a su suerte, pero no pude.  Los recuerdos de las tardes de café ablandaron mi alma y fui en su busca.  La encontré, pobrecita, sucia y descuidada, hasta parecía haber perdido una buena cantidad de libras.  Así que me la llevé a la casa.

Las cosas han cambiado desde su regreso.  Una vez la vi mejoradita y con buen color, me fui de viaje yo sola por un fin de semana.  Dejé de leer y comencé a escribir.  Guardé la caja del te.  Llevé a la taza al psicólogo, para que recuperara la fe en el cafecito.  Y tarde a tarde, despuecito del medio día, me siento frente a la computadora inspirada por el aroma que de mi cafetera emana.  

De vacaciones

De vacaciones
Por Tania Hernández


- Tan chuuula que se ve con el bikini y enseñando tooodos los michelines – el tono sarcástico alargaba las vocales – Ridícula. Eso es lo que es. Una ri-dí-cula. La verdad es que no sé cómo gente así se atreve a salir a la calle –.

Frente al espejo, Sonia lamentó no haber dejado en casa a su saboteador interno. Ni modo, ahora ya ambos estaban aquí. Así que decidió simplemente desoírlo, como lo haría más tarde con otras voces que flotaban, susurrantes, a sus espaldas. Se puso sus flip-flops y salió de su cuarto de hotel, con la toalla en la mano y el vientre cubierto solo por el viento salino de mar, que desde ya comenzaba a acariciarla.

Come fly with me


Come fly with me*
Por Olga Contreras

Pasaporte: listo. Maleta: rebalsada, nunca sé bien qué empacar. Pasaje: él me lo mandó ayer, junto con una maleta linda y bien fina, Louis Vuitton y toda la cosa. Condones: un chingo, más vale que sobren y no que venga un muchachito por ahí. Dinero: no mucho, espero realmente que él invite, mínimo digo yo. Lo conozco poco realmente, pero el flechazo fue instantáneo, igual que la invitación al viaje.

Le mandé un mail para cachondear más la cosa. A huevos no lo escribí yo, sólo le di copy/paste de una vieja que conozco que escribe babosadas: “150 horas de pasión guardada, 135 horas imaginando un abrazo que dure más de diez segundos; 130 horas de sentir tu efecto en mí, 125 horas que mi corazón se acelera al ver un mensaje tuyo; 120 horas deseando que todos se esfumen para poder besarte a mi antojo; 115 horas de soñarte en mi cama, dentro mío, 110 horas de emoción al saberme correspondida; 100 horas de casi poder sentir tu respiración en mi boca; 90 horas de saborear tu cuello, 80 horas de sentir en mi piel caricias que me hagan perder el control; 70 horas anhelando que la piel tenga memoria para no olvidar un detalle; 60 horas de humedad continua al sólo pensarte; 50 horas de planear en mi mente ese encuentro, 40 horas queriendo dejarme hacer, 30 horas que mis tatuajes han estado rogando por tu lengua; 20 horas sintiendo ese mismo cuerpo encima mío, 16 horas faltan para poder hacer realidad cada deseo de las 150 horas anteriores...”

El aeropuerto está lleno ¡joder! y encima de todo me acaba de mandar un text diciendo que me espera en la puerta de abordaje, que ya pasó Migración. La verdad me la baja, creo que nada le hubiera costado esperarme aquí en el counter.

-¡Ay, chucho, quitáte!- Poli, Poli, ala hágame el favor de quitar su perro de aquí, es que me anda tratando de morder la maleta y es fina, viera.

-Señorita, nos va a tener que acompañar.  
-Pero, pero…y este polvito  que sale de mi maleta ¿qué es?


* “Come fly with me”, canción de Frank Sinatra 

Volcán en erupción


Volcán en erupción
Por Elena Nura

De pronto llegó. Cuarenta grados a la sombra y yo siguiendo un camino que se me hacía una curva sin fin delante de mi cara. Tu a mi lado callabas tus palabras con un cigarro negro, que entibiaba si cabía aún más la chapa del coche. Pero ¿por qué no me habla? Seguro que se ha vuelto a enfadar. Me he equivocado de ruta sólo tres veces. Ya incluso podíamos haber llegado al campamento, pero tampoco es para tanto. Total las cabañas no se van a ir, ni los pinos, ni la piedra pome, ni la pinocha, ni el calor. ¡Dios!, pero ¿de dónde sale este fuego? Es como si el jodido volcán hubiese eructado un exceso de gases de lava candente. Sólo espero sea literario mi pensamiento porque mira que si se le ocurre hacer erupción ahora, ¿a ver dónde nos metemos?

Bajo la ventanilla, el polvo del camino ha cubierto el verde del coche antes tan mimetizado con el monte. Terminas el cigarro y carraspeas. Siento que me vas a hablar, como siempre me echarás en cara lo despistadas que soy. Pero no, largas un enorme bostezo. ¿Sueño?, ¿hambre? ¿Aburrimiento? No sé. Te veo encender la radio, pero el dial da vueltas y vueltas. No se sintoniza nada en este lugar. Sacas entonces tu iphone,  tampoco tienes cobertura. Perdido en medio del monte sin contacto alguno con la civilización excepto yo. Supongo que entonces tomas conciencia de mi presencia y me vas a hablar. Pero no, sigues en tu mundo y yo el camino. A las tres horas de pedregoso recorrido el cuatro por cuatro llega al final de la senda. Espero no haberme equivocado de nuevo. Pero el cartel lo pone claro, “Campamento del Barranco del Infierno”. Al bajar del vehículo el calor aumenta y si no he calculado mal aún nos queda unos cuarenta minutos a pie por una vereda seca que desprende un calor diabólico. Se cala por la suela de las botas. Las mochilas en la espalda la enaguan de sudor. Chorreo por mis mejillas hilitos de mí. Tú me sigues atrás aún callado. ¿Quién me mandaría a mí elegir este lugar para unas vacaciones? Yo intuí que te gustaba la naturaleza, que te encantaba caminar, el aire, el sol, pero dudé al volverme y ver tu cara roja, crispada del sofoco.

No habíamos andado ni diez minutos y tuvimos que parar. Justo cuando nos sentamos bajo la sombra de un pino centenario, vimos venir hasta nosotros a unos guardabosques. Que si estábamos locos, que si no sabíamos que estábamos en alerta de calor, que el acceso había sido cerrado, que no se nos ocurriera encender un fuego, que diéramos la vuelta y volviéramos por donde habíamos venido.

Fue entonces cuando te decidiste a hablar y tan solo me dijiste. -La verdad Sonia, eres un desastre organizando vacaciones.

De eso ¡hace tantos veranos! Desde entonces viajo en primera, hago cruceros en enormes barcos de categoría, he recorrido toda Europa y parte de América. Este año voy a ir a Japón. A tus tres hijos les encanta ir de acampada.

Temas


Estimados,

Mis disculpas por haberme ausentado estos días. Qué les parece si ponemos este calendario:

Agosto:

Martes 16:  Cuento de vacaciones
Martes 23:  Cuentos de hijos
Martes 30:  Cuento libre

Septiembre:

Martes 6:     Cuentos de adicciones
Martes 13:   Cuentos de elecciones
Martes 20:   Cuentos de oficinas
Martes 27:   Cuento libre

De hecho ya actualicé el calendario con este orden pero si alguien propone cambios, lo hacemos.

Saludos!

Manu.

Harina del mismo costal

Harina del mismo costal
Por Elena Nura



Cogió la bolsa que llevaba en el bolso, se la puso en la cara y comenzó a respirar sobre ella. Oía los latidos de su corazón como un tambor de banda acompañado de su respiración desbocada. Tranquila, tranquila se decía. Es sólo un ataque de pánico. Las piernas parecían desfallecer, como si toda su fuerza se le hubiera resbalado al tacón de sus zapatos. Un sudor frio le recorría todo el cuerpo, empapándolo en un baño que adhirió su ropaje a su piel. Tranquila, tranquila, ya se pasa. El pánico comenzó a doblegarse a su voluntad, amaestrado por un momento. Dejó de pensar que se volvería loca. Dejó de ver el nido del cuco sobre su cabeza. El Centro de Salud estaba a sólo dos manzanas, continuo su camino tras guardar la bolsita de papel en su bolso. Donde se quedaría hasta la próxima crisis.

Cuando llegó a la consulta, se sentó con la serenidad del que supera la tormenta, después de haberse asomado a la puerta y dicho: Por favor que pase el siguiente. 

Sin Palabras

Sin Palabras
Por Fabiola Arrivillaga



La gente está murmurando cosas sobre mí.  Murmuranmurmuranmurmuran, parecen grillos nocturnos en la finca de café, crichiticrichiticrichiti hora tras hora.  Dicen que me volví loca, sí, l  o  c  a, pero lo dicen sólo porque a mí no me molesta el canto de los grillos, en lo absoluto, porque me recuerda la lluvia primera o la risa de mis hijos cuando eran niños.  Porque ya no son niños, no.  Los niños son tan molestos, crichiticrichiticrichiti t o d o  e l  t i e m p o, molestos, molestísimos.  ¡Ah sí! Todos los niños, menos los míos.  Los míos no, los míos son angelitos. ¡Mentira!¡Es mentira!¡Igual son un trío de mocosos odiosos y horrendos, como cualquier hombre lo es! No, no lo son, son hermosos, son bellos, son angelitos.

 Angelitosangelitosangelitos d e  D i o s.  Mis hijos son angelitos, con sus alitas y su resplandor, como pintura italiana.  Mis hijos son angelitos, pero los demás hombres no lo son…¡No estoy loca!¡No estoy loca!¿Acaso estoy loca por haber descubierto la maldad humana? Las mujeres somos buenas y santas, como nuestros hijos, niños y niñas, son angelicales, al menos en su infancia. Los hombres son malos.  Golpean, matan, humillan, asedian, ofenden, gritan, golpean, matan.  ¡Son brutos! Los hombres portan en su alma la ira y la semilla del mal, que germina hasta que son mayores.  La semilla del mal.  Esa semilla hay que extirparla a tiempo, hay que conservarlos nobles. ¡No estoy loca!¡No soy perversa!¡No!¡Loca no! Si lo vieran todos con una mente rigurosamente científica, ciencia y caridad es lo que predico, lo que practico, aún en mi propia vida… Mi vida, mividamividamishijosmishijoshijitoshijitos… ¡No!  No los maté: ¡los salvé!.  No son malos.  Son angelitos de Dios. A n g e l i t o s. E n  e l  c i e l o. D e s d e  e l  c i e l o.  Como la lluvia primera, como los grillos que murmuranmurmuranmurmuran.  Como los grillos. ¡No estoy loca!

Tú me hiciste brujería

Tú me hiciste brujería
Por Tania Hernández

Había pactado con uno y al final fueron seis. Siete, contando el policía que no pagó; cogió de gratis, privilegiado por alcahuetear y dejar que lo hicieran en el serenazgo. Edgardo se lo contó a su novia con el orgullo del que relata una excursión por la selva o una caída en bungee jumping. Ella no le preguntó si habían rifado los puestos, y si él había sido el primero o el último. Tampoco si había usado preservativo o si se había gozado en los fluidos de los anteriores. Mucho menos preguntó el precio pagado o si la pobre prostituta había estado de acuerdo. No quería saber nada. La ignorancia voluntaria es el camino más corto a la tranquilidad. - Solo las locas se martirizan con la realidad- , pensaba. Y ella no estaba loca. Por eso le sonrió como si le hubiera estado hablando del clima o de un partido de fútbol,  obvió el desgano que acompañaba el beso y comenzó a quitarse la ropa. Aceptó que la penetrara sin amor y sin precaución. Quería que ser buena, ser querida hasta por los más malditos, como éste, o como aquél, o como todos. Fue, como siempre, la amante perfecta, atenta a las necesidades de su hombre,  tierna y apasionada.  Se durmió abrazada a Edgardo con la placidez que le había otorgado el orgasmo. Pero la placidez no traspasó al subconsciente, y soñó con una verga enorme, que luego se partía en siete vergas pequeñitas pero filosas, que amenazaban con rayarle el vientre. Soñó con una vagina exhausta y dilatada que rebalsaba esperma. La cara de una mujer joven señalada por el asco y la vergüenza.  

Se despertó con náusea. Edgardo dormía tranquilo. Su cuerpo bronceado brillaba a la luz de la luna llena. Se acercó a él y se dispuso a acariciar ese vientre perfecto, que tanto le gustaba. Entonces volvieron las arcadas. Fue al baño. Se hincó frente al retrete y, en seguida, su entrañas expulsaron algo tenía el sabor y el color del semen. El fluido blanco flotaban sobre el agua negándose a desaparecer, por más que tiraba de la manivela. Volvió horrorizada al cuarto en busca de protección. Quería que Edgardo le dijera que no era cierto, que todo era un sueño. En cuanto lo tocó, la piel de Edgardo se empezó a rajar y fueron saliendo de él, uno a uno, seis hombres distintos. Todos desnudos. Repetían al unísono, una y otra vez la palabra puta, como si fuera una canción de combate. Por cada palabra pronunciada, sus vergas se hacían cada vez más grandes y amenazantes. Finalmente, la piel de Edgardo se cerró, y él abrió los ojos. Se levantó y se acercó a ella, le agarró la muñeca y la tiró en la cama, ofreciéndola luego a sus compañeros presentes.  Ella se recordó de la mesita de noche y de las tijeras en el segundo cajón, en el preciso instante en que sentía sobre su espalda la respiración del primero cuerpo.

Desde su apartamento, si así se le puede llamar a este cuartucho de mierda, armada de una bola de cristal de segunda mano y varios muñecos de vudú, Mari espera emocionada el momento en que suceda el “crimen pasional”, como seguramente lo describirán, al día  siguiente, los diarios sensacionalistas del país. Dirán que fue una desconocida, una amante ocasional que quiso vengarse de un pobre muchacho de buena familia. Los padres de ella, luego de pagarle mordida a los policías y a la prensa, la mandarán al extranjero para que a “la nena” le hagan una terapia que le quite la náusea que le quedó después de este “incidente” y de paso le extraigan cualquier resto de empatía que pudiera haber persistido en su inconsciente.  

A la Mari nadie le pagará las terapias, nadie le quitará las náuseas que sufre desde el día en que, sintiéndose infinitamente sucia, salió del serenazgo. La venganza no es dulce, tiene un asqueroso olor a vómito. La náusea volverá. Atacará de nuevo en unos días. Ya lleva dos y tendrá que vomitar otros cinco. Tal vez entonces le llegue el alivio. Tal vez. Yo le digo siga, que nada pierde con intentar.


El sueño de los justos

El sueño de los justos
Por Olga Contreras



Cuando encontré la nota en mi escritorio, me pareció que venía de alguna de las estudiantes con alto libido y bajo escote con las que me tocaba trabajar, pero la última frase me dejó intrigado y todo el día la escuché como un dulce eco en el fondo de mi cabeza.

"Qué forma de irrumpir en mis sueños y cumplirlos uno a uno dejándome satisfecha. Qué forma de tomarme –casi a la fuerza pero con la venia de mi cuerpo- y darme vuelta. Y con esa vuelta se va mi cabeza, se deja ir contigo, el deseo se encarna y se resiste a abandonar el cuerpo que aguanta valientemente tu embiste desenfrenado. Mi ser se contrae una y otra vez y justo cuando creo que no hay más pasión en mí, tus besos mordidos la sacan a flote de nuevo, me la muestran como una mariposa y ahí voy de nuevo tras ella que coquetea conmigo y se deja alcanzar con la ayuda de tus manos, de tus dedos, de tu lengua y de tus dientes.  Seguí invadiendo mis sueños y mis deseos, hazlos tuyos para que yo pueda vivirlos en carne propia. Dale, seguí apareciéndote sin invitación que la forma en que me mojo es a la vez llave y permiso. Pero que no se te olvide que yo voy a entrar en los tuyos y me voy a cobrar tu invasión de la mejor forma que pueda soñar. No tomés esto como una amenaza, es una promesa, esperáme hoy en la noche."

Pasó el día como siempre y para cuando alcancé la almohada me quedé dormido. Lo que me pasó aquella noche no lo voy a poder explicar ni olvidar nunca. En mi cama, en mi propia casa apareció ella y me dijo con una voz que mis oídos no habrían de escuchar nunca: Te lo prometí, aquí estoy. Sin mediar palabra aquella mujer sin rostro pero que me era familiar comenzó a besarme y yo estaba consciente que era un sueño pues las cosas, las posiciones y la forma en que hicimos el amor desafiaban las leyes de gravedad y hasta de la naturaleza. Así pasaron varias noches y luego de mucho rogar me develaba poco a poco su rostro, pero yo nunca fui bueno para armar rompecabezas.

Anoche, finalmente me dejo ver su rostro. Inmediatamente la reconocí y grité pero no sé si alguien me oyó, ella sí se dio plena cuenta de mi reacción, y sólo me dijo: tranquilo doctor, sólo te digo que en coma o no, cada vez que me examinabas, tus dedos despertaban sensaciones que creía muertas. Muchas gracias por meterte hasta el fondo de mi letargo y darme esta ilusión.

Desperté empapado en sudor, todavía bastante excitado, con una mezcla extraña de alegría y confusión por haber vivido esta locura quimera.

Cuento libre


Bruta

Bruta
Por Johan Monette


Erasa una vez una puta muy bruta, que entre sapos esperaba encontrar a su dichoso “príncipe azul”. El susodicho nunca apareció.

Sapo tras sapo besó, si se agarraba con fulano después era con mengano. Zutano tras Zutano.

Cansada de los anfibios, zoológicos enteros y granjas se recorrió, pero nunca encontró quien le diera su amor.
Puto el placer, puta la bruta que a su vicio nunca renunció.

Austeridad

Austeridad
Por Fabiola Arrivillaga

Érase una vez, en un reino muy muy lejano, una humilde mujer que vivía junto a sus cinco hijas, cada una carente de un sentido distinto. Así, mientras Luz no podía ver y  Dulce no tenía gusto, Brisa carecía de tacto mientras Flor, de olfato.  La más pequeña, Alondra, tenía vedado el deleite auditivo.  ¡Mala fortuna!, pensaban muchos, pero no aquella madre.  Tan grandes eran su fe, esperanza y sabiduría, que pacientemente esperó el momento para sacar ventaja de sus cinco calamidades.  Alimentó y cuidó, como pudo, a sus tesoros, defendiéndolas incluso de la burla y los prejuicios de la gente.

El tiempo llegó.  Cuando Luz cumplió quince años y Alondra apenas diez, decidió que lo conveniente era montar una carpintería, asignándole a cada una la función idónea.

Así que Dulce y Flor mezclaban solventes y barnices, Brisa torneaba y tallaba, Alondra usaba la sierra eléctrica, el router y todo lo ruidoso.  Luz, benditos sus ojos, atendía el teléfono.  Cero salarios, cero protestas, incluso llegó a recibir donativos y ayudas por su “esfuerzo por un medio laboral incluyente“.  Si, sus cuentas a favor se engrosaron, pronto hubo intereses, ganancias, premios y deducciones de impuestos.

Tan buena, tan justa, tan luchadora, tan hábil.  Muchos años después, falleció rodeada del amor de cinco hijas, de la envidiosa admiración de los poderosos y, por si fuera poco, con una fortuna en los bolsillos que dejaba a fundaciones y entidades de beneficencia.  Un final justo.

Crimen en la Moncloa

Crimen en la Moncloa
Por Elena Nura


Las carpetas desteñidas de azul añil eran un archivo infinito. Coleccionaba fotos, artículos, referencias, todo, absolutamente todo donde de algún modo se hacía referencia a su persona. Los primeros planos en el que sus cejas en ángulo invertido contenían sus ojos azules. La sonrisa que alguien comparó con Mister Bean. Sus manos dialogantes, siempre abiertas, siempre sinceras, siempre alentando al diálogo, a la actitud conciliadora, al buen talante. Quitaba de los bordes los otros rostros iracundos. Las tijeritas pasaban a veces al borde de su rostro. Sabía que le quedaban pocas fotos que coleccionar. Pronto habría elecciones, se preveía que la derecha saldría triunfante. Y su amor político, pasaría a segundo plano. La mañana era como cualquiera de un verano atípicamente frio y húmedo que presagiaba algo que ella percibió en el aire.

Sentada en el centro de los escaños, permanecía con su espalda erguida, transfiriendo a una cinta de papel todas las palabras de sus señorías. Lo vio acicalarse la corbata, extraerse los puños de camisa de sus mangas de chaqueta, y colocar sus manos sobre el atril. Lo escuchó saludar a los asistentes. Y aunque no pudo levantar la vista, sabía que estaría allí, la sonrisa burlona de la oposición que se sabía triunfador. Veni, vidi, vici, tenía grabado en la sien.

La prensa de la mañana fue un bombazo. Hallaron su cuerpo  los servicios de limpieza. Nadie se había percatado de su ausencia. Nadie solo ella. Una foto de móvil mostraba su rostro sobre el mármol pulido. Aún tenía las cejas arqueadas. Pero no ya la sonrisa complaciente. Esa no la recortó.

Vindicación

Vindicación
Por Tania Hernández

Lamí la piel de mis cachorras, para limpiarles la maldición de mi sangre. Cuando estuvieron listas, las liberé al mundo. No lloré; no lloraron; entonces. Eran hijas de perra. Lo sabían; lo sabíamos; nosotras. No nos lo dijimos. Se fundieron en la sobrepoblación; diluyeron sus ladridos en el bullicio de la urbe; nadie lo sabe. Lo sabemos; nosotras. A veces, hago mis rondas y percibo sus aullidos; restos de identidad; raíz; sombras imborrables. Aullan quedito, casi inaudibles entre los numerosos cantos. Canciones monótonas; lugares común; sonidos en replay; ellos. La perra responde, aulla de vuelta; yo. Yo madre. Yo perra. Me equivoqué. Desatina el no ser; pretender. La vindicación no llega tarde; el tiempo también tiene colmillos; es cómplice. Mañana mi aullido llenará la noche y las llamaré a mi lado. Morderé la ciudad y a todo su colectivo alienante. Saldré de mí para ser lo que soy. Saldremos del nunca para ser lo que somos; fuimos; siempre. Perras que ladran rabia; perras que ladran vida. Ustedes; nosotras; ellas. Todas juntas. Todas; hijas de perra.

Veinte años de amor y una novela desesperada

Veinte años de amor y una novela desesperada 
Por Olga Contreras


Ángela era una escritora consumida, no consumada. Consumida por los años, por el fracaso, por el talento que se escapó despavorido un día tras un buen escritor que resultó ser un muy mal amor, llevándose con él las letras, la inspiración, los suspiros y sus años mozos. Juró nunca más volver a escribir ni tan siquiera una frase propia, llegando al extremo que usaba sólo tarjetas de débito y efectivo porque se negaba rotundamente a siquiera redactar un simple cheque.

Pero su gran amor por todo aquello que estuviera escrito y la necesidad con cara de perro la habían llevado a aceptar un trabajo que ella consideraba como inferior: el de revisar textos, pues debía ceñirse a las normas, no podía cambiar ni una coma, ni un punto, ni poner ni quitar tildes. Lo único que le estaba permitido era subrayar alguna palabra que estuviera mal escrita, que tuviera algún error y eso era todo.

Pero las palabras propias la acechaban en los sueños y éstas en su desesperación por salir de su prisión injusta, le salían por los poros en los sudores nocturnos, de tal forma que muchas mañanas las sábanas amanecían cubiertas de tinta, de palabras ininteligibles y borrosas que ella apresuradamente lavaba para no dejar huella. Ese problema fue resuelto con un ungüento preparado con hojas de albahaca fresca y un antitranspirante para caballos.

En otra etapa de su vida era frecuente encontrarla sonámbula, cambiando a gusto los textos que debía revisar y les añadía frases, le cambiaba de nombre a los personajes, alteraba los finales y usaba libremente las tildes diacríticas, sus preferidas. Por eso ahora cada noche, después de aplicarse rigurosamente la mascarilla hecha con las descargas sexuales de su marido,  se vendaba las manos con un pañuelo, para quitarse la tentación de agarrar la computadora y dejarse ir en el teclado. 

Pero las historias seguían multiplicándose en ella, buscando una salida de ese olvido al que estaban condenadas y ahora cada una de las palabras que no podía plasmar por escrito, su boca las escupía, salían como un aborto espontáneo y necesario e iban a dar a los oídos estériles de la noche que se guardaba el secreto. Por las mañanas, Ángela siempre amanecía afónica sin poder explicarse por qué. Su marido le decía que él la oía hablar y hablar y que contaba fábulas, cuentos y leyendas fantásticas y ella sólo pensaba lo que me faltaba: éste ya perdió la razón y ahora el oído.

Pero no, ella tenía tal control de su mente que el único momento en que se dejaba poseer por las palabras era en sueños. Hasta aquel día, aquel día nada especial en el que fue a la editorial a dejar unos textos y vio en el lobby la foto gigantesca de aquel malogrado romance y su nuevo libro titulado “Palabras de Amor”.  Aquello fue un cortocircuito y una escena, toda aquella carga emocional de palabras reprimidas por años comenzó a desbordarse como un río sin cauce y sin decir agua va cogió un lapicero y luego otro y otro y empezó a llenar las paredes con todas las letras, palabras, frases, metáforas, parábolas que había guardado, de tal forma que 132 horas y 76 lapiceros después, todos los sentimientos reprimidos quedaron plasmados en los muros, paneles y hasta tabiques de aquel edificio.

Cuando puso el punto final a su relato, salió del lugar sintiéndose liviana y feliz como quien acaba de tener un orgasmo doble, ante la mirada atónita de todos los que leían en las paredes la mejor novela jamás escrita. 

La pita bendita

La pita bendita
Por Manuel Solórzano



Entró a su cuarto como un rayo y cerró tras sí violentamente la puerta. Sentía que el corazón se le iba a salir por la boca, su respiración era incontrolable, puso las manos en las rodillas e instintivamente trataba de ayudar a su cuerpo que luchaba por obtener más aire del que cabía en sus pulmones, se sentí mareado de la agitación pero extrañamente su cara parecía llena de felicidad.

Todavía no podía pensar con claridad pero si sus cálculos no le fallaban, era la última vez que tendría que robar; esta era la quinta vez que lo hacía y al parecer ya era suficiente adrenalina.

Se había robado ya siete rollos de pita del supermercado, cuatro de la tienda de la esquina, cinco de la tienda de manualidades, tres de la ferretería de su tío y con esos dos que traía bajo la camisa sudada eran ya veintiún rollos con los que, si  lo que decía en las etiquetas no era mentira, tenía ya doscientos treinta metros, un poco más de lo que había calculado necesitar pero más vale que sobre y no que falte.

Después de un par de minutos se acostó en el piso, se sacó los dos húmedos rollos de pita, cuerpo del delito, y los dejó a su lado mientras se recuperaba por completo. Con los ojos cerrados y la respiración menos agitada, pensaba en que el siguiente paso de su plan era ahora la cera.

Necesitaba una candela grande por cada seis metros de pita, en total, ocho paquetes de candelas, demasiado dinero, comprarlas no podría y peor aún repetir la estrategia utilizada para la recolección de la pita porque ya lo tenían bien identificado en el supermercado y en la tienda de manualidades; su tío no vendía candelas en la ferretería y a la tienda de la esquina no podría regresar nunca, era de allí precisamente de donde estaba llegando, claro, después de darle dos vueltas a la manzana huyendo del dependiente que lo había agarrado infraganti agarrando los dos rollos de pita y había salido corriendo tras él con una cara que no dejaba lugar a dudas, si lo agarraba lo mataba. Esa estrategia ya no era una opción.

Su corazón por fin volvió a latir a un ritmo normal. Pensó que no saldría de esa. Había sido la corrida de su vida, vida que sólo había salvado de suerte cuando el de la tienda atropelló a una pobre señora ya mayor que saliendo de su casa no vio venir al energúmeno a toda velocidad y terminó tirada a media calle junto con un paquete que traía en la mano que resultó ser su almuerzo; el saldo fue una persona herida y dos perros callejeros bendecidos con el maná, el almuerzo de la señora cayendo del cielo, cada uno agarró lo que pudo y salieron corriendo. El dependiente también quedó medio maltrecho y no pudo seguir corriendo.

Como decía, ahora que había logrado salir con vida de la poco ortodoxa forma de conseguir la pita, su mayor problema era el cómo conseguir la cera…en esto meditaba cuando escuchó que su abuela salía lentamente del cuarto donde pasaba sus días y entraba en el baño situado a pocos pasos de la entrada del cuarto. En ese momento todos sus músculos se tensaron, dejó de respirar e hizo la misma expresión que ha de haber hecho Newton cuando le cayó la manzana en la cabeza.

Su abuela vivía en el cuarto de la par, un cuarto semi oscuro en donde aparte de la cama solo habían tres muebles más (si así se les pudiera llamar): un ropero de dos puertas, que en realidad era sólo de una porque la otra era imposible de abrir sin terminar de deshacer todo el viejo armatoste que, a decir de su abuela, era lo único que había logrado rescatar del terremoto del 76. Frente al ropero, a un par de metros, estaba el segundo mueble, una sencilla mesita de pino con un mantel encima de un color que un día, hace mucho tiempo, había sido amarillo y sobre el que tenía un altar al Cristo Negro de Esquipulas. Siempre recordaría así a su abuela: siempre sentada en su silla (su tercer mueble) colocada a los pies de la cama y frente al altar, siempre con el rosario en la mano, colchita en las piernas y una triste soledad en los ojos, ojos que nunca despegaba del altar mientras resignadamente trataba de descubrir si el día que vivía era el último o era otro más que hacía fila. El cuarto siempre permanecía en penumbra. La única luz provenía de la veladora que día y noche brillaba moribunda en el centro de la mesita frente al crucifijo y entre un botecito de agua bendita y un marco de foto redondo de plástico blanco que en algunas hendiduras todavía guardaba el esmalte color oro que en sus días, le dio  un aspecto mucho más fino al retrato del difunto abuelo que guardaba en su centro.

Cuatro minutos más tarde la abuela salió del baño. Con un paso lento y parsimonioso entró de nuevo en su oscuro cuarto que ya conocía con la perfección que la invariable rutina diaria dibujaba en su mente. De pronto un golpe de miedo casi vencen sus ya cansadas piernas. Frente a ella y  sentado en su cama viendo al altar había una fantasmal silueta; no sabía si seguía dormida, no lograba distinguir bien porque al salir de su cuarto rumbo al baño sus pupilas se habían adaptado al nuevo nivel de luz y por ello cuando regresó al cuarto no veía nada más que siluetas. Antes de poder reaccionar, emitir algún sonido o moverse, la extraña aparición habló.

- Abuela, ¿por qué siempre tienes esa veladora encendida? – La abuela dio un desesperado grito apagado pero al reconocer a su nieto por la vos y que éste no se inmutaba, no le quedó otra que intentar responder.
- aaay mijito, esa veladora es para que el Santo Cristo Negro escuche mis peticiones…
- mmm… o sea que si yo tengo una petición, ¿tengo que tener una veladora como esa para que me escuche a mi también?
La abuela no supo cual era la respuesta correcta a esa pregunta así que decidió responder con otra pregunta.
- ¿Tienes alguna petición que hacerle mijito?
- Si.
- Mira mijo, yo tengo una veladora guardada para eso, si quieres la encendemos y tu le pides al Señor de Esquipulas lo que necesitas y verás como te hace el milagrito.

La abuela se acercó a su ropero, que siempre estaba con llave, y sacó de una bolsa de papel una veladora nueva, tomó una carterita que guardaba debajo del colchoncito que le había puesto a la silla y encendió la veladora, hizo una reverencia y se volvió a su nieto.

- Ahora es tu turno, ven aquí y pídele lo que quieres. - El se acercó y se quedó mirando a su veladora sin saber exactamente qué hacer a continuación. Para su suerte la abuela le facilitó las cosas cuando sin decir nada salió de su cuarto, lo dejó solo y cerró la puerta. Esto le causó un escalofrío en todo el cuerpo. Nunca había estado sólo en ese cuarto que siempre estaba en penumbra y tenía un olor tan único. Sin tardarse nada sacó de debajo de la cama un vaso que había ido a traer de la cocina y había escondido allí antes que su abuela saliera del baño, con cuidado alcanzó la veladora de su abuela que estaba a medio uso y vació toda la cera derretida dentro de su vaso, hizo lo mismo con la veladora nueva y aunque fue poco lo que cayó de ésta sí fue suficiente para llenar un cuarto del vaso que había traído de la cocina.

Desde ese día, según su abuela, él se volvió fiel devoto del Señor de Esquipulas, todos los días él llegaba y se ponía frente al altar, ella lo dejaba solo unos minutos mientras el “rezaba” para luego salir con las manos sobre su pecho, la cabeza agachada y en dirección a su cuarto, todo sin mediar palabra. Su abuela estaba convencida de estar presenciando un milagro porque desde que su nieto llegaba a rezar, las veladoras ya no duraban tres días como siempre sino sólo uno. Esto lo atribuía a algo sobrenatural así que no se atrevía a cuestionarlo. Lo que sí hizo fue desempolvar varias peticiones que nunca se le habían cumplido y con cada una colocaba una veladora nueva. Esto hizo el trabajo mucho más fácil porque el vasito salía casi lleno de cera derretida después de cada “rezada”.

Ya resuelto el problema de la cera, el encerar toda la pita no había sido tan difícil. Ya había calculado que cada vasito lleno alcanzaba para diez metros y con cada diez metros encerados el se sentía estar diez metros más cerca de ella, por eso revisaba bien cada metro de pita encerada, no podía haber ni un sólo pedacito sin una buena capa. Tardó en total dos semanas en terminar los doscientos treinta metros, no había dormido casi nada ni sentía las manos pero al fin estaba lista.

El día había llegado. Con la cara totalmente pintada de ilusión metió en una bolsa la enorme pita y corrió las dos cuadras que los separaban, tocó el portón con la clave que ella conocía  pum pumpum pum y al momento se oyeron pasos apresurados hacia él. Ella abrió la ventanita y sin decir nada, le preguntó con un movimiento de cejas: ¿ya?, a lo que él respondió de la misma forma, sólo moviendo la cabeza lentamente de arriba abajo, ¡ya!. Les brillaron los ojos y ella cerró la ventana.

El tomó cuidadosamente uno de los extremos de la pita y la lanzó por encima de la pared, al momento ella empezó a jalarla lentamente desde el otro lado de la pared intentando formar un arco por encima de los bordes evitando así que se raspara la cera. Después de un momento dejó de jalar, él comprendió que era su turno, la parte más difícil de toda esa loca y bendita idea. Empezó a caminar de regreso a su casa dejando tras de sí un camino de pita encerada, en los cruces de calle lo bajaba hasta el piso y en el resto de camino lo iba colocando arriba de los arbustos y de los carros, hasta que llegó a su casa. Se subió al techo y del techo escaló tres metros más en el árbol que había en su patio desde donde se podía ver el techo de la casa de ella.

Se persignó y empezó a jalar la pita, poco a poco veía como se levantaba por encima de las casas, la pita parecía no pesar mucho y subía fácilmente. No sintió ninguna traba en todo el recorrido y cuando la pita se volvió a tensar dudó pero al momento dos jaloncitos suaves pero firmes se hicieron sentir, era la señal acordada, se ruborizó y se agitó de la emoción. Bajó a su cuarto a traer el vaso de plástico que ya tenía preparado. El vaso tenía un agujero en el centro, pasó el extremo de la pita por el agujerito y le hizo dos nudos dentro, apretó hasta que sintió que el nudo estaba firme y el vaso no se desprendería. Sus manos sudaban y temblaban, era el momento. Tomó aire e intentó calmarse. Pensó un momento las primeras palabras que le iba a decir, se humedeció los labios y se puso el vaso en la boca…

Desde ese día él pasaba las tardes subido en el árbol y ella en su jardín. Ella le contaría mil y una cosas, entre ellas el por qué su papá nunca la dejaba salir de su casa mientras por su parte él siguió visitando el altar de su abuela y aunque las veladoras extrañamente habían retomado el ritmo normal de consumo él ahora si lo visitaba con una petición de verdad.

Cuentos Bancarios