variopinto

variopinto

Rainy days and Mondays...

Rainy days and Mondays...

Por Patricia Cortez

Talking to myself and feeling old...

La radio del carro estaba pre- sintonizada, la mañana lluviosa y un DJ desanimado le habían puesto música a sus sentimientos -música de viejos- pensó, y trató de aflojarse la cremallera de la falda que sentía más apretada que de costumbre, nada parecía estar en su lugar, la bufanda, los zapatos demasiado altos para apretar el acelerador con comodidad,-mierda- gritó mientras pensaba que esta vez estaba agradecida de no ir con los niños.

Sometimes I'd like to quit

Nothing ever seems to fit

Hanging around, nothing to do but frown

Rainy days and mondays always get me down

"el clima afecta el humor", eso le había dicho su hermana por teléfono, algo como una discreta melancolía la había llenado desde ayer. Aunque pensó que no le afectaría, ver la tarjeta de boda de Aníbal... le recordó un pasado que luchaba por olvidar.

What I’ve got they used to call the blues

Nothing is really wrong

Feeling like I don't belong

Walking around some kind of lonely clown

Rainy days and Mondays always get me down

Había dejado de tomar los medicamentos hacía un año. Se cansó de los diagnósticos, de los regaños, de la gente que sabía que había que hacer, de que nadie entendiera que el llanto salía sin pedir permiso, de que le dijeran que debía estar agradecida de estar viva, de vivir sólo porque sí, de los hospitales cárceles, de los médicos sabihondos…

Funny but it seems that I always wind up here with you

It’s nice to know somebody loves me

Funny but it seems that it's the only thing to do

To run and find the one who loves me

Tomó el teléfono y marcó el número más que conocido. “Hallo Dear, I guess you miss me”…

Se le atragantó una lágrima, pero contestó rápidamente, -sólo pensaba, si, tal vez, querías tomar un café más tarde…-

Pensó que un rechazo la haría descargar las lágrimas que comenzaban a acumularse en los ojos, apretó el timón mientras escuchaba por los audífonos esa voz que la había acompañado todo este año…

-Claro hermosa, justo iba a llamarte, tengo una buenísima noticia que darte, nos encontramos en Barista en media hora, no me falles-

What I feel is come and gone before

No need to talk it out

We know what it's all about

Hanging around, nothing to do but frown

Rainy days and Mondays always get me down

No había nada de qué hablar, a veces se sentaban a verse a los ojos y tomarse el café despacio, otras veces se tomaban de las manos. Todo lo que había que decir lo habían dicho ya, más de una vez, desde aquella noche en que el destino las unió en el hospital, una buscando vida, la otra: buscando muerte.

Funny but it seems that it's the only thing to do, Run and find the one who loves me...

-Dear, mis conteos subieron, estoy feliz mija, y vos ¿cuál es el problema nena? ¿Querés que hablemos?-

-No, dale, ya pasó, pendejaditas de la falda que me queda apretada y el día gris, nada importante, lo importante es lo tuyo, maravilloso…-

Se tomaron de las manos sonriendo mientras terminaban el café, la neblina comenzaba a levantarse y tal vez, iba a salir el sol.

Hangin around, nothing do to but frown

Rainy days and mondays al-ways- get- me- down…

Como morir de olvido en cinco pasos prácticos

CÓMO MORIR DE OLVIDO EN CINCO PASOS PRÁCTICOS


Por Quique Martínez

José murió de olvido.

Le empezó el presentimiento el fin de semana, pero no se hizo evidente sino hasta el lunes, justo al terminar el almuerzo. De hecho empezó el viernes en la noche, después de comer pizza, como un gas gigantesco que no encontraba salida. El sábado y domingo durmió mal, como dormiría un gitano –pensó–, como si un vacío se tratara de escapar desde el intestino y a través del estómago, esófago y garganta y escogiera salir de a poquitos y a cada cierto número de segundos. Sin embargo el lunes, al darle el último bocado al último pedazo de pizza que se iba a comer (no era el último que quedaba pero sí el último que él comería), en medio de un chat con un conocido y la revisión de dos cuadros estadísticos le cayó de golpe.

-Si me he de dejar matar, moriré de olvido- pensó, y apagó la luz de su cubículo como primer punto.

La escasez de luz era evidente, especialmente en una tarde nublada, pero funcionaba para otorgar un agradable y tibio ambiente de tumba a su lugar de trabajo. Como segundo punto, apagó su celular. Y no es que alguien lo fuera a llamar, porque el balance de minutos entrantes y minutos salientes de su móvil, generalmente quedaba a favor de la compañía telefónica, sino que quería duplicar el sonido sordo que seguramente emiten los ataúdes desde el interior. Tercer punto, borrarse de todos los blogs y redes sociales virtuales, lo cual le tomó más tiempo de lo que pensó, considerando que en algún momento y para poder ver la foto de alguien, había tenido qué abrir cuentas con nombres y pseudónimos falsos que recordaba. Por lo que, para poder eliminarlo, tenía que tratar varias veces de ingresar un sinfín de combinaciones de logins y claves y repetir letras torcidas reproducidas dentro de cuadros de colores.

El quinto paso era hacerse olvidar. Paso más difícil de lo que él imaginaría, porque a pesar de tener la luz apagada en el cubículo, el jefe seguía llegando para pedirle que sacara cuadros de dos años de errores cometidos y explicaciones de qué pasaba por su mente mientras habían sido analizados y cosas por el estilo. José prefirió esperar a que dieran las cinco. No marcó tarjeta, no lo hacían en su oficina, pero sí fue a preguntarle a su jefe si se podía retirar. Él, ocupado en una conferencia por computadora y sin dejar de hablar por el micrófono que evitaba que botara la oreja derecha, le hizo una señal afirmativa compuesta por una inclinación de la mano y guiño largo con ambos ojos. Camino a casa se distrajo comprando una cornucopia de manías garapiñadas y, mientras mordisqueaba con la orilla de los dientes cada uno de las semillas disfrazadas de dulce, divagaba acerca de otras partes del cuerpo con las que se podría parpadear, aparte de los párpados.

Al llegar a casa no encendió la luz y terminó los caramelos acostado mientras esperaba.

Al día siguiente encontraron a José tirado en el suelo. Probablemente en su desesperación había tratado de levantarse. De la boca le salían chorros de sangre y azúcar cristalizada, como si fuera arena volcánica. Aparentemente se había tratado de levantar para alcanzar el teléfono. Quizás porque había olvidado descolgarlo para seguir con su plan. Quizás para tomarlo y llamar a la farmacia para pedirle otra dosis de pastillas contra el reflujo, que se habían acabado el domingo en la noche. Al final, la razón de por qué se trató de mover no importa. El punto es que José murió de olvido.

Negación

Negación


Por Fabiola Arrivillaga

Se aferraba como podía a las paredes de aquel túnel oscuro, intentando con todas sus fuerzas que la adhesión superara a la cohesión, al poder de las masas. Tenía miedo. El mar que la rodeaba, lleno de otras como ella, presionando, presionando y atrayendo, se movía rítmicamente al compás de otra presión más grande, de afuera. Sabía con total certeza, aunque de un modo que no podría comprenderse, que era inevitable, que tarde o temprano esta convicción de no pasar terminaría doblegándose. De pronto sintió un golpe, otra asustadiza trataba de mantenerse allí, pegándose a ambas, pared y gota. Luego llegó otra, y luego otra más. Ahora sí estaba segura la gota primera, no soportaría más, se adhería como podía pero ya casi no le quedaba superficie libre, toda ella estaba rodeada por las demás que se le pegaban y luchaban por no pasar, representando un peso demasiado grande, demasiado. La jalaban hacia la masa incontrolable, la jalaban hacia la oscuridad, querían salvarse también pero les faltaba valor para buscar la pared. La tomaron por salvadora pero ella no podía ya salvarse ni a sí misma.

Entonces ocurrió. Se soltó y fue la sensación de vértigo la que la hizo sentir liberada. Ya no cabía lugar para el temor, formaba parte de aquel torrente espeso que poco a poco se deslizaba hacia la sangre del adicto que luchaba por encontrar una última vena. La gota primera fue la que derramó el vaso, la gota primera hizo su entrada triunfal en el cuerpo destrozado y se desvaneció luego por su circulación y sus sentidos. Se sentía mejor, sin miedo. Quiso ser heroína de verdad, quiso salvarse y salvar pero no pudo. Se convirtió en asesina. Finalmente eso era, una gota de heroína.

Palabras diversas... ¡Participemos!

La Red Nacional para la Diversidad Sexual (REDNADS) y el Centro Cultural de España (CCE) invitan a todas las personas interesadas, de cualquier género o preferencia sexual, para participar en la actividad literaria

PALABRAS DIVERSAS
Textos que celebran la diversidad sexual


Apertura convocatoria: 16 de junio de 2010
Cierre: 31 de julio de 2010
Fallo: 20 de agosto de 2010


Los y las participantes deberán escribir textos cortos (cuentos o poesía) celebrando la diversidad sexual o denunciando homofobia, lesbofobia o transfobia. Los textos elegidos por los organizadores serán leídos por sus autores en una lectura pública a ser llevada a cabo el 25 de agosto de 2010.


BASES
1. Podrán concurrir los autores y autoras de cualquier nacionalidad que estén físicamente ubicados en Guatemala
2. Cada participante podrá presentar dos textos cortos, cuentos o poesía, cada uno con una extensión máxima de cuartilla y media. Los textos deberán celebrar la diversidad sexual o denunciar homofobia, lesbofobia o transfobia. Los relatos podrán presentarse en cualquiera de las lenguas oficiales de Guatemala, acompañados de una traducción al castellano.
3. Las obras deberán presentarse en el Centro Cultural de España, a más tardar el 31 de julio, en duplicado y dentro de un sobre cerrado en el cual se indicará la siguiente información de contacto: nombre, teléfono y correo electrónico. Si el autor lo desea, podrá incluir dentro del sobre, junto con los textos participantes, un breve currículo. No se aceptarán textos recibidos con posterioridad a esa fecha.
4. Los textos a ser leídos en la lectura pública serán seleccionados conforme mejor se ajusten al espíritu de la presente convocatoria, por un representante de REDNADS y un representante del CCE a más tardar el 20 de agosto de 2010. Previo a la lectura, se coordinará y programará la participación de los seleccionados y las seleccionadas mediante contacto directo con su persona.
5. Con su sola participación, los autores y autoras autorizan a REDNADS y al CCE para utilizar los textos en cualquier tipo de publicaciones físicas o electrónicas.

Como aguja de un reloj

Como aguja de un reloj

(por Tania Hernández)


Te sonríe. Mariposas en el estómago. Dopamina a todo vapor.
- Hola, soy Sergio.
- Soy Marcela.
Soy, soy, ¿quién eres para él? En la primera cita te regala margaritas. Me quiere, no me quiere, me llama, no me llama. Por cada no, un manojo de nervios. Dos manojos de nervios. Más baratos por docena. Cuentas sus llamadas con cuentagotas hasta que se acaban. No hay refill. Necesitas otra dosis de su voz. Ahora. Ahoritaaaa. ¡Yaaaaa!.
Llamas tú. Lo sientes seco, indiferente. El bajón. Salto hacia atrás desde una plataforma de diez metros. ¡Splash! ¡Qué caída más espectacular, Señores!
Después del impacto, te queda doliendo el orgullo. Decides no buscarlo más. Te mantienes firme en tu decisión ... por unas horas. Una eternidad hecha de angustia. Luego la desesperación de la abstinencia. Te ves obligada a echar mano de tus reservas de serotonina empacada.

Prescripción
Barra de chocolate 50g
Duración del tratamiento
3 días
Posología
2 unidades con cada llanto

Sobrevives, pero de mala manera. No sirve. Debes recurrir al plan B. No lo hagas Marcela. Noooooooo...... Y, cabal, te acuestas con Braulio, tu ex. Mala idea.
En pleno acto sexual, piensas en la diferencia entre la metadona y la heroína, y en todos los tipos con mirada perdida que has visto frente al centro de adicciones a la vuelta de tu casa. Te levantas, te vistes y dejas a tu ex en la cama , desconcertado y a medio terminar. Llegas a tu casa y te ves en el espejo. Te quitas la ropa buscando alguna huella visible de tu dependencia. Suena el teléfono. Tu corazón, que se detuvo por un instante, va ahora a todo galope.
- Marcela, ¿qué diablos te pasó?
- Nada, Braulio, te llamo más tarde, ¿si?
Cuelgas y te quedas un rato observando el teléfono. Lo llamas. Claro que lo llamas. Te tiembla la voz.
- Hola Sergio, soy Marcela.
- Marcela querida, ¡qué sorpresa más bonita! ¿Tienes tiempo para salir hoy en la noche?
Soy, soy, ¿quién eres para él? A la noche abres la puerta de tu apartamento. Allí está él, Sergio, con un nuevo ramo de margaritas.

Azul

AZUL


Por Olga Galvez


La primera vez que lo vi me di cuenta que había encontrado algo que aún no estaba buscando. Como quien extraña aquello que no sabe cómo ni cuándo perdió. El lago estaba tranquilo ese día. Si las montañas y volcanes que lo rodean no existieran, no se podría diferenciar dónde comenzaba el cielo ni dónde terminaba el lago. Justo ese día fue que me habló por primera vez, pero no con palabras, sino con sentimientos, deseos, anhelos, incluso temores.

Yo apenas si alcancé a decir algo. ¿Qué iba yo a decir si me sentía abrumada, sobrecogida? Qué cosa podía yo -una simple mariposa- contestarle al lago, cuando en sus aguas veía la verdad misma, de su azul profundo venía aquello que me daba vida no sólo a mí, sino también a las montañas, volcanes, árboles. Yo sabía que el sol mismo bailaba para él, el viento respiraba de sus olas…entonces ¿qué era lo que el lago pedía de mí? Nada -me decía- no quiero nada, sólo poder conversar con alguien en esta soledad. Así como tú dices que yo te abrumo, pues así me abruma mi propia grandeza y me sobrecoge la belleza de tu pequeñez. Y así pasaron los días… nos conocimos, nos entendimos, nos conmovimos de tanta admiración, confesamos debilidades y revelamos poderes. Memoricé sus olas, cada uno de sus movimientos, el modo de su vaivén y llegué a conocer cada una de sus tonalidades y hasta a reconocer su ánimo, su trato diario con el sol, con el viento, con el hombre. Y ni tengo que decir que él me sentía al volar, advertía el más leve de mis aleteos, respiraba mi aliento, me sabía suya y yo lo reconocía mío.

Finalmente un día dijo aquello que yo quería oír: Quisiera que estés en mí, conmigo, quiero tenerte, asumir por un momento tu sencillez, poseer tu esencia. No necesitaba ni siquiera decirlo…yo deseaba entregarme en total sumisión, como una reverencia, con adoración. Mis alas sin titubeo alguno me llevaron hasta él y sin más me deje anclar con suavidad. Sus azules aguas me tomaron serenamente, empaparon mis alas arraigándome. Un cristalino amor me envolvió. Pero la entrega fue voluntaria, me rendí con toda intención, decididamente. Dulce muerte azul, he vivido para morir en ti, reconozco tu calor, desde ahora existo en el frío de tu oleaje.

Te recibo, me entrego… te guardo, te llevo, te tengo. Ya no eres, ahora somos- dijo él conociendo, sintiendo al fin la paz.











Fantasía Urbana

Fantasía Urbana

(por Tania Hernández)

Ya se divisa la camioneta en la esquina, cuando te veo salir de la oficina. Corres y logras alcanzarme en la parada. Subimos y nos abrimos paso, como podemos, para no ir tan cerca de la puerta.

- Váyanse para atrás, que atrás hay lugar.

Como casi me caigo después de un frenazo, te doy la espalda y me agarro del respaldo de un asiento. La camioneta va atestada de gente que, como nosotros, vuelve del trabajo a la hora pico. Con la excusa de protegerme te pegas a mi espalda, agarrando con una mano el tubo y con la otra mi brazo. Atrás hay lugar, atrás de mí siempre habrá lugar para tu pecho, eso lo sabes. Vamos en silencio, nuestra mente se concentra en nuestros tactos que se buscan en medio del hacinamiento de decenas de cuerpos extraños.

- Permiso, mano, que en la próxima parada bajo.

Un movimiento mío te señala que te doy permiso para que bajes todo lo que quieras y bajas, bajas un poquito para acomodarte más a mi cuerpo. Tu mano es fuego cuando se va deslizando hacia mi cintura. Me abrazas y te siento más cerca, mi cabeza en tu hombro, tu pecho en mi espalda y algo protuberante e insistente sobre mis nalgas. Te percibo creciendo hacia mí, cada vez más grande y firme, queriendo sobrepasar las fronteras de tu pantalón y de mi falda.

- Córranse que donde caben dos caben tres.

Estoy que casi me corro, tus manos me fijan a ti y me acarician, y yo quisiera que me penetraras aquí mismo, en medio de todo y de todos. En este punto mi cerebro desconecta y ya no me importa nada. Si me dejara ir, estoy segura que me cabrían dos y hasta tres orgarsmos en un mismo instante. Por suerte tenemos tan bien amaestrada nuestra razón, que el pudor y el control vuelven puntuales una cuadra exacta antes de llegar a la parada. Tocamos el timbre e iniciamos el descenso.
.
- Apúrese a bajar, Seño.

Vamos bajando poco a poco nuestra exitación, al tiempo que bajamos de la camioneta. Nos despedimos, sin palabras, con un beso en la mejilla. A ambos nos espera en casa las obligaciones y el desamor, pero mañana, mañana después del trabajo, seremos de nuevo tú y yo, como todos los días, a la misma hora y en la misma ruta.

Érase una vez

ÉRASE UNA VEZ

Por Fabiola Arrivillaga

Era lunes. Eso puede asegurarlo. Y eran las cuatro y cuarto, en el mismo semáforo de todos los días. Él se acercó a su ventana y estiró la plumilla con la que amenazaba limpiar el windshield del carro. Ella asintió con la cabeza – la caridad, esas pobres almas que se ganan el pan en las esquinas. Finalmente era un trabajo honesto, limpiar los vidrios sucios de polvo y esmog - . Asintió y preparó un quetzal para pagarle. Lo vio de reojo, y percibió una suavidad, una textura casi hermosa en la piel de su rostro, una barba bien afeitada, con el trazo cuidado. Y quiso ver más. Pero el semáforo le dijo “verde”.

El martes no quiso retrasarse un segundo. Ella sabía que era preciso llegar a la misma esquina a la misma hora. Sabia que no era correcto, o decente, o social; igual, se apresuró. Maldijo a cuanto taxi y camioneta se cruzó en su camino y a las mismas cuatro y cuarto estaba allí. Él la vio, sonrió (También esperaba secretamente su arribo). El mismo gesto de ambos; de nuevo, la nerviosa búsqueda del quetzal en la bolsa. Pero esta vez, él no lo aceptó; y esta vez ella vio un poco más. La mirada joven, el perfil, ese cabello negro y grueso peinado con dedicación, los brazos fuertes, la ropa sucia y raída por el trabajo – o por la vida. El corazón les latió a ambos y ambos sintieron la sangre subir por sus rostros y bajar al vientre. Pero el semáforo, salvador o verdugo, encendió el verde.

El miércoles no sólo se dio prisa, también se maquilló antes de subir al carro ( Se vio al espejo incontables veces, cambió el color del labial, deseaba lucirse. Se recriminaba eso de coquetearle al “limpia vidrios”, pero eso lo hacía su razón, su vergüenza. El corazón latía sin pausa, sin ritmo, sin edad y sin estado civil.). Volvió a maldecir a los obstáculos del camino, incluso tomó rutas alternas más arriesgadas. Y lo logró, llegó a la hora. Allí la esperaban esos ojos oscuros pero transparentes, allí, de pie en el arriate del centro, con el improvisado limpia vidrios que, como si tuviera vida propia, se aproximó al windshield. Ella volvió a preparar la misma moneda que ayer no fue aceptada, pero, en su lugar, recibió una flor callejera y una caricia que se aferró a su mano en el volante. Se turbó, él también, y esa necesidad de ambos, de afecto y ternura, casi parecía veneno. La magia duró menos que un instante, se sintieron descubiertos y separaron su piel. Pero el veneno permaneció en sus venas, corrosivo, adictivo. La noche se volvió tormenta y el día siguiente se volvió lepra.

De alguna forma que la mente no podría explicar, y el corazón tampoco – aunque el corazón no requiere explicaciones ni causas, sólo hormonas y carencias– ambos sabían lo que estaba por pasar el jueves por la tarde. Ella casi no habló en la oficina, no quedó en llamar a nadie, no respondió el celular. Pero con delicadeza roció el agua de colonia que tanto le gustaba, aquella con aroma a azahares, por su nuca y su entrepierna. No tenía planes hechos, no era consciente de lo que su cuerpo pretendía, funcionaba como autómata. El corazón golpeaba fuerte cuando llegó al semáforo, tan fuerte como las bocinas del infeliz que llevaba los bajos demasiado fuertes en el picop de al lado. Él no estaba. Condujo en el sentido contrario al usual y le dio vuelta a la manzana. Él no estaba. De nuevo la vuelta y allí lo vió. Limpio impecable, pero una cuadra antes. Se detuvo y él trepó. No hubo palabras, sino la sonrisa nerviosa de ambos, el miedo de ambos, la inevitabilidad, la ansiedad, el calor. Ella condujo en silencio hasta aquel lugar más o menos alejado pero bastante discreto; el parecía asustado, pero con suavidad deslizó una mano hacia la falda. Lo que ocurrió después, sed, finalmente saciada con canela y leche, podría haber sido una poesía, una canción de amor, una lágrima, el inicio de una historia, el final de otra. Pero no fue así. Ésta no era una novela cursi del cable, ni una comedia romántica. Se amaron en silencio, no preguntaron sus nombres, no cruzaron palabras. No querían separarse, ese abrazo, ese pecho lampiño, esas curvas sin forma y esas estrías, esos brazos fuertes, esa mirada dulce...podrían haber estado así por siempre. Pero no estuvieron. Sin despedidas, y con el corazón fracturado, el semáforo volvió al verde.

El viernes ella tomó otro camino.

Contaminame

CONTAMINAME


Por Juan Pensamiento

Robertío está hincado en el suelo.

Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con sus zapatos negros pulcramente lustrados, como siempre. Robertío está pensando en que, por la posición, las puntas de sus zapatos negros pulcramente lustrados se le van a ensuciar.

El pantalón de lona de Robertío – uno de esos que todavía tienen la cintura donde se supone que está la cintura (y no esas huecadas de ahora con cintura baja, dice siempre Robertío) – está planchado y con quiebres nítidos. Precisamente hoy por la mañana Robertío le preguntó gritando a su mamá ¿acaso ni eso podés hacer bien? Ni modo: quiebres nítidos, aunque a su mamá (como a la mayoría) le parezca que los pantalones de lona se ven tontos así, tan bien planchados.

Los pantalones de lona con quiebre de Robertío están firmemente ceñidos a su cintura por un cincho negro demasiado formal para un pantalón de lona, pero que Robertío se esmera en siempre mantener limpio y sin rayones, con la hebilla muy brillante y sin manchas de dedos. Hoy, sin embargo, el cincho no va a durar mucho ni así de limpio ni así de bien ceñido.

Robertío, que siempre huele a camisa recién planchada y hoy no es la excepción, tiene puesta una camisa celeste demasiado formal para su pantalón de lona con corte pasado de moda. Aunque Robertío, como a diario, se puso desodorante antitranspirante (en spray, del que trae talco), tiene las axilas muy sudadas. Cualquiera en su situación las tendría. Las manchas de sudor se notan mucho, porque Robertío están hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con las palmas de ambas manos atrás de la cabeza. Atrás de Robertío está parado un tipo con un cuchillo en la mano. La punta del cuchillo, claro, está puesta amenazadoramente sobre la nuca de Robertío. Robertío, entre todo su sudor, piensa en lo mugroso del suelo y en qué putas piensan hacer estos dos choleros asquerosos.

Enfrente de Robertío está parado el otro cholero asqueroso que, hace media hora, primero se le quedo viendo fijamente y luego se acercó a hablarle babosadas y luego le dijo guapo y luego le mostró la pistola que traía escondida entre lo que parecía una masa impulcra de vello púbico y luego, medio a la fuerza, junto con el del cuchillo, lo trajo al cuarto mugroso este y lo pusieron de rodillas con las manos atrás de la cabeza. El hombre de enfrente, con una sonrisa de cholero asqueroso y con las palabras arrastradas emitidas en una voz demasiado afeminada como para provenir de alguien tan peludo, dice: Me la vas a tener que mamar bien rico o te lleva la gran puta, maricón de mierda, mientras con la mano izquierda se pasa la pistola para atrás y con la derecha se baja el zípper lentamente.

A Robertío se le abren los ojos más de la cuenta al ver esa verga enorme, gorda y rodeada de lo que parece un mar de pelo negro, salir de detrás del zipper. Nunca ha visto una tan grande. Sus anteojos de aro dorado se quedaron tirados quién sabe dónde. Su pelo, peinado como niño bueno con mucha – demasiada – gelatina, ya está un poco alborotado, aunque Robertío todavía no se ha dado cuenta. El cholero asqueroso se corre hacia atrás el prepucio y pone la pija en los labios de Robertío, que todavía los tiene apretados. Robertío siente olor a jabón. Menos mal, piensa Robertío, no hay nada peor que la gente sucia.

El Chat

EL CHAT


Por Gerardo Galvez



Se encendió la pantalla:

“Windows esta iniciando” marcaba en ese letrero de colores e intermitente.

-Click, Enter, contraseña-

Ella estaba conectada en el chat…

No la conocía, no sabia como físicamente era , no tenia ni la menor idea de su vida, de su pasado, de sus momentos. La agregó a la lista de sus amigos, y comenzó a tener “Chats” inocentes con ella, semanas atrás, conversaron de sus vidas, sus rutinas, sus sueños truncados, y la conversación se tornó más íntima, mientras esta avanzaba cada noche.

-Hola Vicky, Como estas? –Tecleo, espero en la parte inferior de la pantalla, “Vicky está escribiendo un mensaje”

-Bien, y tu?- Respuesta entrecortada que recibió.

Se atrevió a preguntarle lo que no lo había dejado dormir:

-Que color de ropa interior traes puesta?- tecleó rápidamente.

Respuesta en intervalo de tres minutos que parecieron una eternidad... El sintió cómo el muro del Pecado, de la Transgresión, de Lo Prohibido se le había derribado: Tocó su anillo de matrimonio como si le estorbase el dedo.

-Negro- Le contestó en forma breve.

Ella no le derribó, sino le abrió la puerta de ese Jardin en donde se podría transgredir el mandamiento de no desear mujer ajena: Siguieron la platica en un tono más íntimo, audaz, atrevido. El chat se concentro entonces en los pezones de ella, en la pelambre de su pubis, en el tamaño de sus piernas, en la suavidad de su piel. El, saboreaba eróticamente el momento, le escribia rápidamente: Total: Estaba en la soledad de su oficina, había terminado de trabajar, y ahora se iba a dar el gusto.

Y ella le preguntaba sobre las dimensiones de su masculinidad, se imaginaba la humedad de su lengua que le recorría el cuerpo con una pasión desesperada, ella esperaba las respuestas como descargas eléctricas que recibia en su computadora , sus hijos estaban en la sala, su esposo no había regresado del trabajo.

-Total- Pensaba- Esto no es fornicación, es chat- Y tranquilizaba asi a su martirizada conciencia mientras esperaba la respuesta del otro lado de la pantalla.

El se había quitado los pantalones y cerrado los ojos y con una mano escribia en el teclado, mientras la otra hacia lo suyo…auto complaciéndose.

Lo que estaba sucediendo era totalmente irónico, descabellado, patético pero a la vez se olvidaba de su posición de esposo y de padre: Se abandonaba totalmente a un tipo de infidelidad cibernética que no conocía, en donde nadie salía herido.

Llegaron al climax los dos…

Se escribieron sobre su vivencia , su encuentro desconocido que los había empujado a tal locura.

  • Por Dios, Enrique, si somos casados y mi esposo es muy bueno conmigo =(-Escribió con la simbología del Internet. Ella trataba de regresar a su mundo, de aferrarse desesperadamente a sus lineamientos, sus educaciones, sus reglas de moral y buen comportamiento. El solamente pensaba en terminar la platica, eran las ocho de la noche y esposa e e hijos lo esperaban para cenar.

Se desconectaron de la conversación y cada uno de ellos volvió a su vida…

CLICK. INICIO, APAGAR…


Arroz con pollo

ARROZ CON POLLO


Olga Contreras


Volver a casa… algo tan simple y hasta automático se me hizo casi imposible, impensable, inaguantable. Me dejaba sin aliento el volver a la rutina del empleo, de la casa, de los niños, del matrimonio, cuchubales y desayunos, después de haber vivido tan sólo unas horas con él. Tengo once años de casada con el hombre casi perfecto: médico excelente, dedicado y trabajador, buen padre, buen esposo, buen hijo, devoto de la iglesia y me vine a enredar en esta porquería. Yo no sirvo para esto, para ser amante de un tipo, pero no sé cómo dejarlo. No puedo. Siempre he pensado que soy una persona coherente, práctica, lógica y ahora…ahora nada de eso, a mi edad vengo a actuar como una persona de 20 años. Ahora la pasión toma el control de mí como una bacteria de esas carnívoras que no dejan nada vivo; como aquellas películas de miedo en que alguna tipa está poseída por un demonio y ningún cura puede exorcizar.

No, yo no voy a dejar que esto me gane. Así que hice lo que siempre hago cuando los problemas me llegan al cuello: acudo y me revisto de mi gran amiga la negación y cuando me junté con las del cuchubal, hablé como siempre de la dieta, de la fulana que llegó a la clínica de mi marido, del carro nuevo que quería… mientras lo que verdaderamente tomaba mi mente cual rehén eran sus gemidos, sus palabras en la cama, su cuerpo, sus promesas falsas, mis ganas de volverlo a ver cuanto antes. El jueves que me tocó el turno de invitar a cenar a los compadres, hablamos de irnos de viaje, de la enfermedad de mi suegra, del nuevo grupo de la iglesia, pero yo estaba realmente en sus brazos disfrutando de nuevo de esa pasión enfermiza, del sexo insaciable, maquinando que mentira inventar la próxima semana para pasar aunque sea una hora más con él.

Y así fueron pasando las semanas, luego meses en que viví una doble vida – a veces asqueada, a veces orgullosa por amar a dos hombres a la vez- pues a estas alturas del partido sólo de eso estaba segura: de que amaba a mi marido y a mi amante por igual. ¡Claro que se puede amar a dos personas a la vez! Son tan diferentes entre sí y cada uno llenaba distintas necesidades; cada cual me hacía sentir especial a su modo y a todo esto yo ya había desarrollado un cuero del grueso del mundo. Nadie pudo tan siquiera adivinar lo que estaba yo viviendo, lo que estaba pensando, quién iba a pensar que la gran señorona era en verdad una vulgar amante experta en el arte de mentir…

Una tarde, después de otro encuentro mientras él tomaba una de las largas duchas de siempre, sonó su celular y se lo iba a llevar al baño pero de seguro toqué algún botón que no era y me encontré con unas fotos de una mujer desnuda, mucho más joven que yo, en mejor forma también. Por supuesto que lo confronté y le exigí que me dijera la verdad, que me explicara si me estaba siendo infiel –qué ironía- a lo que él contestó que sí, que él no tenía por qué darme explicaciones, que al fin y al cabo era increíble y hasta recomendable encamarse a una mujer que tuviera todo en su lugar, a la que no le colgara nada…

Lo que oí fue suficiente. Me vestí despacio, muy dignamente, el me decía que de seguro iba a volverlo a buscar, que todas lo hacían tarde o temprano, pero ya no le dije nada. Salí del motel e inmediatamente me decidí a volver a mi vida, a mi empleo, a mis hijos, mi matrimonio, mis cuchubales. Esto fue sólo un tropiezo, un error y de la misma forma en la que yo había decidido amarlo, de la misma forma me lo voy a quitar de la mente, del corazón, de la piel. A las dos semanas ya casi no pensaba en él, apenas se notaba la huella que dejó su piel sobre mi piel, ya me había desintoxicado de él cual adicción barata, poco a poco, paso a paso. Su aliento a fruta fresca y canela fue lo primero en irse, seguido de los planes locos para construir un futuro imposible, ya casi no sentía esos antojos de besarlo, de amarlo, de fundirme en él, con él.

La negación es un mecanismo de defensa muy fuerte y valioso para mí y logré que mi rutina regresara a su cauce, incluso estaba disfrutando de las pequeñas cosas como ir al gimnasio, al cine y hacer súper cada quincena.

-¿Cómo ha estado doñita? Hace ratos que no la veía, la miro muy bien-dijo la cajera

–Allí Mari, trabajando y viendo niños- le contesté.

-Péreme seño que este arroz no trae el precio- me dijo.

Arroz… ¿Arroz?...la palabra arroz se me metió en la cabeza como un martillazo, como una migraña instantánea…Arroz…Arroz con pollo…él me dijo que era su plato favorito…nunca tuve la oportunidad de cocinarlo para él, nunca la tendría…ya nunca lo iba a poder ver mientras dormía, nunca íbamos a tener aquel hijo del que hablamos tantas veces, ni iba a ser su mujer, no íbamos a tener peleas y reconciliaciones, altas ni bajas. Nada. Ahora sólo existía el olvido. Olvido… desamor… ésta sensación de tristeza mortal me envolvió, me atrapó, me atropelló, yo no pude pelear contra eso tan grande, no quise tal vez. Y fue así que en plena caja 11 de La Torre me derrumbé, me dejé vencer y mi llanto fluyó sin parar, con sollozos ahogados que me impedían respirar. La gente me rodeó –unos conocidos otros desconocidos- sólo alcanzaba a oír como en sueños -Ay, yo no sé qué le pasó, estábamos esperando un precio- dijo la cajera. Otra señora decía: “Ella es la esposa del doctorcito, hay que llamarlo”, pero la mayoría murmuraba que seguro estaba media loca. Y no hablé más con nadie desde ese día, ni con mi marido, ni con mis papás, ni con mis pobres hijos, ni mis amigas del cuchubal, ni los compadres, ni los psiquiatras. Y ésta historia de amor no la sabe nadie, más que él y yo este cuaderno que me dieron en la clínica para ver si puedo expresar mis sentimientos. Pero no me sale nada, sólo alcanzo a escribir una y otra vez mi receta para hacer Arroz con Pollo.






Placeres Perversos

Placeres Perversos

Patricia Cortez

Doña Irene era el reflejo máximo de la higiene, rayando en la obsesión, se le podía ver pulcramente peinada y maquillada muy temprano todas las mañanas, no dejaba el baño diario y el proceso de limpieza facial matutino y nocturno habían terminado por darle una piel hermosa.

Cuidaba su alimentación e iba al gimnasio sólo tres veces por semana, para no exagerar; su ropa de colores claros y neutros, a veces con pantalones o faldas marrones y medias sin corridas ni motas, era obvio que tenía varios empleados a su servicio que cuidaban de esos pequeños detalles.

El carro era su tesoro, un Jaguar antiguo cuyo tablero de madera resplandecía y los asientos mullidos de cuero blanco no tenían ni una mancha, era la imagen de la mujer de alcurnia, moderna y elegante.

No permitía que ningún chofer usara su carro, así que sus escasas salidas las hacía sola, con una camioneta atrás, donde viajaban los guardespaldas, casi no dejaba a nadie subirse con ella, era su espacio privado.

Irene tenía un secreto, y había detectado el lugar perfecto para efectuar sus pequeños pecados sin que la vieran, un crucero con poca gente y un semáforo lento se prestaban para eso. Avanzó por la avenida despacio, esperando llegar al crucero sin muchos testigos, detuvo el carro y procedió a insertar un dedo, despacio... aquello le producía un placer extraño, buscaba, hurgaba y tocaba.

Luego, introdujo otro dedo en el segundo orificio... la sensación se apoderó de su cuerpo, aquello era a la vez transgresión, desahogo y placer.

El bocinazo la sacó del trance, tomó un Kleenex y depositó en él los mocos que acababa de sacarse de la nariz, lo puso en la bolsita de basura, se recompuso y aceleró.

Entre Rutas

-- Entre rutas
Por Lucía Escobar
Era su décima camioneta de la tarde y El Chino aún no había logrado
vender ni un solo separador. La cabeza le dolía como si un taladro le
reparara el hipotálamo. A penas percibía las sombras, y los rostros
se desdibujaban a medida que intentaba acercarse y mostrar su
producto. De su boca no salía una palabra. Tambaleaba más de la
cuenta, como en las rutas de antes; de terracería y piedras. Un
zumbido ensordecedor subía de intensidad y constancia dentro de su
cerebro. Las bocinas, las ambulancias, el aullido sordo de la ciudad,
los gritos de las colegialas eran como trazos de colores violentos en
su escenario de vendedor ambulante.
El Chino sintió que el mundo y las calcomanías, los pasajeros y las
orejitas del Playboy daban vueltas, y vueltas y mas vueltas. De
pronto el suelo era el cielo, y el cielo el piso. Vió pasar sus cuatro
lustros de vida callejera en un santiamén mientras el piso sucio de la
camioneta se lleno de tarjetas, separadores, postales de enamorados,
paisajes dibujados y personajes de televisión. El cuerpo del Chino
quedo tendido en medio de la camioneta, rodeado de las frases que le
dieron de comer, durante su último año de rehabilitación.
Epílogo
Una avalancha de personas pasaron corriendo sobre él, machucándolo,
pateándolo y magullándolo. Al verlo desplomarse pensaron que era una
ataque armado y salieron histéricos disparados por la puerta mas
cercana.
El Chino sólo tenía una insolación que finalmente le costó la vida.

Gustavo

Gustavo

Por Manuel Solorzano


Llueve, llueve sobre mojado.

Gustavo viene chiflándole a la camioneta para que lo espere. Cargado de 3 árboles de conocimiento cuyas hojas son más pesadas que el conocimiento que se cae de ellas. “Código procesal penal de Guatemala” se titula uno.

Aún estando en medio del charco logra subir de un salto con la agilidad del más experimentado escalador. Lentes salpicados, pelo despeinado, zapatos empapados, respiración agitada. “Gracias a Dios hay lugar” le dice al chofer con una mano estirada para recibir el vuelto y los ojos puestos en un lugar en la tercera fila que está vacío.

Media hora. Tránsito lento. Vapor humano. La desagradable sensación del frío de la lluvia uniéndose al sudor de la gente. Lentes empañados. Ventanas goteando.

- Qué hora tiene, disculpe. – Le pregunta una señora.

- No tengo reloj. – Responde mientras limpia el vidrio empañado con su mano derecha para que no se descubra la mentira que abraza su muñeca izquierda. Dos cosas había aprendido luego de tres asaltos: que jamás se muestra el reloj y que el ladrón nunca va solo.

“Mi casa tiene cancha de tenis, ¿La tuya?”. Lee tras limpiar el vidrio en un gran rótulo frente a dos árboles que luchan contra el viento. Media sonrisa se dibuja en su boca, dos retortijones invaden su estómago. “¡Un shuco, un shuco!” grita la boca del estomago con una voz de ultratumba que le recuerda el abrir y cerrar del cofre de los recuerdos que hace las veces de planchador en su cuarto. “¡Ni un peso, ni un peso!” Grita su bolsillo donde lo único que hace ruido son dos llaves, una la de la puerta de su casa y otra la del candado del cofre donde guarda, debajo de las fotos de primera comunión, una revista con la primera playmate guatemalteca. Una buena inversión.

- Yo vivía en una casa de esas, sabe? – Le dice a la señora que, sorprendida y sin tener idea de lo que habla Gustavo, voltea a ver a su derecha para asegurarse de que no le hablaba a alguien más.

- ¿cómo dice? – balbucea la señora.

Silencio. Gustavo no dice más pero vuelve a dibujar media sonrisa de la que solo el es conciente y dibuja un ying yang en la ventana.

- Las apariencias engañan – Dice. Dirigiendo sus palabras al más allá, donde tiene fija la vista.

Una hora. Su estomago vuelve a rugir pero esta vez su expresión es distinta. Alguien le dijo una vez: “prefiero comer frijolitos y dormir tranquilo que comer salmón y pasar las noches en vela”.

Llega a su parada. Mientras corre cubriéndose del agua bajo las cornisas de las casas un Pick Up le corta el paso. “¡Mierda!” – dice entre dientes.

Doble cabina, polarizado, aros especiales, “tumba burros”, neblineras y dos gorilas atrás más mojados que Cousteau y con armas dignas de Matrix.

- ¡Subíte Gus!. La voz le es familiar.

- Gracias. – Dice sin verlo a los ojos.

- ¿Hace cuánto lo de tu viejo?

- Tres años – Responde Gustavo sin dejar de ver la escuadra con incrustaciones de oro que lleva como acompañante en el sillón.

- La semana pasada palmamos al último que quedaba. – Dice alguien acurrucado atrás.

- Aquí es mi casa – Dice Gustavo sin dar oportunidad a más.

- Yo se Tavito. Saludáme a tu viejita.

Gustavo se baja si agradecer ni ver a los ojos a nadie. Va directo al cofre, antes de darle una nueva revisión a la playmate busca una foto en donde esta junto a su papá en la primera comunión, justo en la casa club a la par de la cancha de tenis. La vista traspasa la fotografía hasta el más allá, la misma sonrisa a medias. El mismo retortijón.

Se calcula que una persona genera 34,000 litros de saliva en su vida

Se calcula que una persona genera

treinta y cuatro mil litros de saliva

en su vida

Por: Orlando Gutiérrez Gross

- Mirá pues, este es el sillón, yo lo iba a botar, pero si querés te lo vendo por veinte dólares

- Ah va, ¿te gusta? -me preguntó-

- Sí…

En realidad el sillón estaba más destruido que mandado a encargar y no, no me gustaba, pero de algo a nada prefería tenerlo. Tenía varios resortes por afuera, hoyos en la tela, era viejo y mal cuidado; sin embargo, no teníamos en qué sentarnos en la casa, más que un banco. No estaba mal, era cuestión de arreglarlo, me consolé.

- Pues sí vos, fijate que vengo entrando de Cuba, me fui el fin de semana, y traje estas botellas de Havana Club, bla bla bla –escuchaba sin poner atención como Marta le contaba a Quique de su viaje a Cuba, y de los vuelos y el “badiño” y saber qué más.

Yo estaba apurado, ya me quería regresar, ese lugar no me gustaba, por lugar entiéndase, la colonia, era lejos de mi casa, hacía un calor insoportable, así que entre ojos y palabras, le di a entender a Quique que nos fuéramos lo más pronto posible.

Empezamos a caminar las pequeñas cuadras de la colonia hasta llegar a la famosa talanquera y salir a la calle, a esperar “la camioneta”.

De mala gana me monté, mientras pensaba que por qué yo estaba ahí, si antes yo tenía todas las comodidades que quería, que yo era feliz ahí, que yo era independiente ahora, que por qué no tenía carro, que si esto que si el otro.

Subimos a “la burra” –así le dice Quique a los buses- y nos sentamos detrás de una señora sucia, humilde, sucia. Yo en la ventana, con la cabeza recostada sobre el vidrio, viendo la carretera, el monte, la gente caminar, mientras seguía pensando que si ésto que si aquello que si sí que si no, que se apurara, que llegara rápido, que qué pereza, que si sí que si no. Entre enojado, triste y feliz. De repente la vieja sucia que viene enfrente mío, empieza a escupir ahí, por donde estaba sentada, y me volteo donde Quique y le digo: -uy mirá a esa vieja cochina, que barbaridad, como escupe dentro del bus. Seguí mirando por la ventana, en lo que veo que la vieja cerota medio saca la cabeza por la ventana y se echa una cuecha (gargajo, pollo), yo indignado estaba a punto de comentarlo con Quique, en lo que ¡zas!, la cuecha me cae directo en la boca, que estaba empezando a abrir para hablar oprobios de ella. Eso me pasa por estar de criticón y de shute, sin dejar a la gente en paz, ahora ya me tragué parte de los treinta y cuatro mil litros de saliva de la vieja cerota y sucia y estará en mis recuerdos por siempre. ¡Qué asco!

¡Jueputa mierda, jueputa bus, jueputa vieja, jueputa sillón, jueputa vida, jueputa Quique, jueputa yo, jueputa todo! Odio montarme en “burras” lo odio, hasta el día de hoy, aunque acabo de bajarme de una.

La de en medio

La de en medio

Por Patricia Cortez

¡La de en medio! Mamaíta, corrase mi reina, ya le dije que se corra, ni crea que porque esta buena la voy a dejar quedarse allí.

Sandra encorvó los hombros hacia delante, detestaba que se le notaran los pechos enormes que le habían crecido después de navidad, de nada servía la ropa floja, era como una maldición aquel cuerpo voluptuoso que le había tocado en suerte. La camioneta se bamboleaba por el periférico y Andrea, que todavía parecía un muchacho, consiguió un espacio y se sentó “dame tus cuadernos” Sandra le entregó su mochila y el movimiento que hizo para quitársela de encima reveló aún más sus pechos.

Sintió un aliento cálido en el cuello y se movió incómoda, un cuerpo se pegaba a su espalda y no importaba como se moviera, se acercaba a ella y la hacía sentir sucia. Recordó a Joaquin, el tio joaquin, arrinconándola en una esquina “estás riquísima patoja, y ya aguantás”, le había dicho hacía un año, apenas tenía trece.

Al tío no lo había podido detener, y parecía que a este tampoco, su cuerpo se restregaba contra ella y sentía el promontorio intentar meterse entre sus nalgas, se movía incómoda, y casi al borde del llanto.

¡Los de la terminal, servidos! Con ese grito se acabó la tortura, y el hombre se perdió sin que ella viera su rostro, no le contó a la Andrea, se sentía tan sucia que no podía hacerlo.

Al día siguiente, cuando Andrea le dijo “vámonos en esa”, Sandra le contestó que iba a caminar “no seas burra, son como 20 cuadras, venite, esa nos lleva directo”, no le quiso decir que tenía miedo y se subió detrás de ella, con suerte consiguieron un asiento y comenzaron a charlar en cuanto la camioneta se movió.

Estaba calmada y contenta, sentada al lado de Andrea ambas tomadas de la mano, era seguro, estaba bien.

Dos cuadras adelante sintió el bulto en su hombro, la camioneta se llenaba y aquel bulto obsceno se restregaba contra ella sin piedad, su movimiento cadencioso y aquella respiración… Andrea no veía nada, se reía y seguía contando algo que le había pasado haciendo gestos y muecas.

Ninguna lo vio venir, un chorro de líquido blanco bañó su hombro y mejilla, Andrea gritó “shuco, abusivo, agárrenlo” y Sandra sólo se quedó quieta, intentando borrar la sensación de asco de su mente, huyendo… el resto de la gente volteo el rostro y alguno dijo algo como “que envidia”.

Su madre tiró la ropa, la llevó al médico, le hicieron pruebas, tomó medicamentos “ya no te vas sola en camioneta Sandra, yo te voy a recoger”

Los primeros 3 viajes fueron tranquilos. Para el cuarto, mamá no llegó. Iba a subir sola, se sentía ansiosa, otra vez no habían lugares y se quedó parada, esperando al extraño, casi emocionada.

Su respiración se aceleró, el bulto se acercaba otra vez a sus nalgas, no opuso resistencia, sintió como crecía al contacto con su trasero, el tipo empujaba rítimicamente, oía como entre sueños un reguetón “tu tienes la boca grande, vamos, ponte a gozar”.

Se abandonó a la sensación, el movimiento, el ritmo, su mano bajó y buscó hacia atrás, no tardó en encontrarlo, lo palpó con curiosidad, midió su diámetro mientras el tipo gemía casi audiblemente.

Tomo aquel bulto con una mano, lo recorrió de punta a punta, lo midió… un movimiento rápido y lo giró casi 360 grados ¡AAAAAAAY puta, ay cerota, ya me lo quebraste!.

El tipo gemía en el suelo y la gente reía. Sólo Sandra mantenía una expresión fría, esta vez no había líquido en su rostro.

Pesadillas recurrentes

Pesadillas recurrentes

Fabiola Arrivillaga

Tengo 25 años pero no crezco. Todas las noches el mismo sueño.

Era medio día, creo, y pleno verano. Mercado de La Democracia. Estudiantes, trabajadores, compradores, brochas. Un hormiguero de gente que va, viene, corre, empuja, insulta. Y yo, colgando de su mano, casi arrastrado hacia el bus que nos llevará de vuelta a casa. Tengo cuatro años y mucho miedo. ¡Tanto miedo, que me duele la barriga!

“¡Corré, m'hijo, corré!” fueron sus últimas palabras. Llegando a la puerta del bus, ocurrió. Me solté, me solté y caí en el borde de la acera, con la cara sobre un montón de basura. No pude ni llorar. Levanté la mirada y un montón de gente enorme me rodeaba, rostros desconocidos que no se fijaban en mí. Y allí, entre el tráfico, a través del vidrio sucio del microbús, noté su gesto desesperado y escuché sus gritos. Entonces el llanto brotó. “¡Mama, mama no me dejés!¡Esperame, mama!”. Levanté un brazo suplicante y otra mano sostuvo la mía. La misma mano que limpió mis lágrimas y me compró un helado. La única caricia que recuerdo, la que permanece a mi lado. Mi madre.

Lástima que seas ajena

LASTIMA QUE SEAS AJENA

por Juan Pensamiento Velasco

Trac, tac, puc, trac, puc, traca, taca, trac…

Casi quince minutos llevaba ya Joaquín oyendo cómo la cabeza de la señora se somataba contra la ventana de la camioneta. Bien dormida, iba la viejita. Joaquín, a su lado, no podía evitar verla y sentir ternura. Algo triste revelaban sus zapatos sucios de lodo seco, su vestido ya raído por el uso y las lavadas, su olor leve a sudor mezclado con jabón de bola, su trenza gorda y gris posada sobre el hombro; en un abrazo apretaba una de esas bolsas de papel que se usan para empacar regalos, con un suéter grueso y feo adentro que envolvía una sombrilla que se antojaba destartalada pese a no verse completa, tal vez por las puntas notoriamente oxidadas. Su piel, oscura; demasiado arrugada, demasiado curtida como para tener qué trabajar todavía, aunque seguro de trabajar venía. Demasiado abuelita como para verse forzada a descansar en el hediondo encierro de esa camioneta empañada, infestada de gente húmeda. Odiaba Joaquín estar en ese traste destartalado, atrapado entre el tráfico maldito de las seis de la tarde que es enemigo mortal, siempre, de la lluvia apabullante que no dejaba de caer. Pero ni modo: no había pisto para arreglar el carro: no mientras ella estuviera enferma y él tuviera que cuidarla.

De vez en cuando se le escuchaba a la viejita un ronquido suave entre los tronidos de la cabeza canosa contra el vidrio. Era sueño de cansancio, no de pereza. Eso quiso pensar Joaquín y quizá no se equivocaba. ¿Dónde será su parada? pensó Joaquín. ¿Y si se pasa? ¿Y si mejor la despierto? Pero no, no podía despertarla de la paz de ese sueño delicioso de cabeza rebotona, como tampoco podía dejar de verla y disfrutar esa abuelencia que tanto extrañaba. Joaquín se aflojó la corbata. Tenía el cuello sudado. No le gustaba – a muy pocos les ha de gustar – llevar una ingle ajena incrustada en el hombro. Ni modo.

La camioneta dio un frenazo de medio lado. Joaquín no lo vio, pero supuso que algún carro se le había atravesado al chofer. No pasó nada, salvo que la cabeza de la viejita, desde la ventana, fue a parar al hombro de Joaquín, que se quedó muy tieso al principio, sin saber qué hacer. La señora no sólo no se despertó, sino hasta suspiró muy recio. Joaquín, entonces, conmovido por el profundo sueño de quien se le antojó un angelito arrugado, como el que le esperaba en casa, quien sabe si por instinto o por recuerdo, puso su brazo derecho alrededor de la señora, que de cerca olía a caldito de frijoles con tortilla tostada. La abrazó fuerte y la puso contra su pecho. Cerró los ojos y sonrió, percibiendo también los olores de su propia abuela, los de antes, cuando se perfumaba de dulces de anís, de grama recién regada, de ropa tendida al sol.

Joaquín ya estaba cerca de su parada, pero no tuvo fuerzas para soltar a la viejita. Qué gusto poder abrazarla aunque fuera anónima, aunque fuera la abuelita de alguien más. Pero olía todavía a vida y no a orín, no a llaga, no a pomadas, no a dolor; no apestaba a ojos vacíos, aunque también los tuviera cerrados. Joaquín se durmió y se pasó muchas paradas. Cuando despertó ya la señora no estaba. Pero esa noche sonrió y no le dolió ni meter el pie en un charco ni pagar el taxi de regreso ni cambiarle el pañal a su abuela antes de dormir. Estaba chupándose un su dulce de anís, de esos que le gustaban a ella.