variopinto

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El monito de la feria

El monito de la feria
(Por Quique Martínez Lee)



El primer avistamiento del monito ocurrió hace catorce años. Allí estaba en cada foto que no se había velado del rollo del bautizo. Se asomaba a veces a distancia, sonriendo con su boca pintada a pincel junto con los primos que, subidos en las sillas, ondeaban patas de pollo salpicando salsa de tomate y subían una ceja o apachaban un ojito. En otras se aparecía en un primer plano, metiendo el capiruchito de su fez entre la sopa de la Tía Laya. Al principio los padres extrañados buscaron el juguete entre todos los regalos, pero no lo encontraron. Y entonces pensaron que seguro se habría perdido en la fiesta. Pero no fue así. El mentado monito siguió apareciendo en la vida de José Napoleón y en todos sus momentos importantes. En cada uno de sus cumpleaños no faltaba. Allí estaba siempre. En cada partido de fut. Con su overolcito de lona. En cada concurso de ortografía ganado. Sin tregua. Cuando le tomaron sus fotos de caritas. A toda hora.

José Napoleón no prestaba atención al simio de las fotos. Como estuvo con él siempre, para él hubiera sido raro un mundo sin monito. Era normal ver por el rabillo del ojo cómo lo seguía, contoneándose lado a lado como cargando una procesión invisible y sonando sus platillitos de cobre. Pero nunca lo dijo, porque igual no era tema. Igual y seguro todos los niños tenían un monito que los seguía. Y así pasaron catorce años.

Una noche, regresando de una chamusca se topó con él, y allí sí José Napoleón le puso atención al monito porque siempre el muñequito lo seguía por detrás y en esta ocasión lo estaba siguiendo por delante. Al principio pensó que era él el que seguía al mono pero no era así, porque si bien parecía que lo guiaba era José Napoleón el que tomaba las decisiones de dónde cruzar y a dónde ir. Y entonces cruzó la esquina del parque y siguió subiendo recto, recto. Y llegó a un puesto de tiro al blanco, mono por delante. Y no pudo evitar quedarse un rato viendo cómo un payaso bailaba merengue con una Barbie con los pelos parados, parados, y levantaba las piernas como loca por encima de un soldado de plástico. Y allí se le desapareció el monito. Y le dio miedo. Y al verse sin su compañero el temor se siguió alborotando. Y las únicas personas que estaban allí era el señor del tiro al blanco de un lado del mostrador y una mujer del otro lado.

Ella, al notar que José Napoleón estaba alterado, le preguntó si se le había perdido algo y le sonrió pero no obtuvo respuesta. Entonces le agarró la mano y le sonrió aún más. Y tampoco. Que qué pasaba le preguntó la mujer, preocupada. Pero el muchacho estaba ido. Era como una crisis de aquellas pesadillas de reflujo que siempre había tenido, en donde se despertaba sudando y sin poder respirar con un sabor a centavo en la garganta. Entonces ella apurada se lo llevó corriendo de la mano entre los puestos de chocomilk y chicharrinas, hasta la parte posterior de una champa. Con una mano corrió las pesadas cortinas de terciopelo y metió al muchacho de un empujón. Lo tiró en la cama y empezó a abanicarlo con una revista mientras le desabotonaba la camisa y aflojaba el resto de la ropa.

Cuando el pánico comenzó a desaparecer, José Napoleón pudo notar a través de la penumbra que la mujer había hecho más que aflojarle la ropa y se encontraba echándole el aliento a pocos centímetros de su boca. A pocos centímetros de su camisa abierta. Del bulto que se asomaba entre el zipper abierto del pantalón. Tácitamente le pidió que se pusiera de pie. Que se parara para observarla mientras se quitaba la blusa y el pantalón. Mientras encendía una luz de neón morada que hacía un zumbidito. Mientras se acomodaba con la cabeza en las almohadas debajo del reloj cucú. Mientras tomaba unas cadenas y se amarraba a la cabecera.

José Napoleón vio entonces cómo a través de una niebla púrpura la mujer empezaba a cambiar. Ella se estremecía mientras emitía gemidos desde el abdomen. Su piel palpitaba en oleadas mientras se iba oscureciendo e iba desarrollando negros y brillantes filamentos. Sus pechos se cubrían de cabellos que se resbalaban como aceite hasta su ropa interior. En su boca crecían gruesos colmillos y sus ojos se iban haciendo redondos y se iban inyectando de sangre. La mujer abrió las piernas. Y se soltaron un millar de flores de colores que flotaban llenando la habitación de aroma a polen. Él se acercó y humedeció sus labios negros con su boca. Sintió su sabor a tabaco. Las puertas del reloj se abrieron y el cucú dio la hora en punto.

Al siguiente día volvió a buscarla, tomando el mismo camino doblando en el parque, recto, recto y al fondo. Encontró al payaso esta vez estático viendo a los ojos a una Barbie pendiendo de un hilo, quien le daba ahora la espalda al soldado que se encontraba acostado. Pasó por los puestos de chocomilk y chicharrinas hasta llegar a la plancha. Metió la mano para empujar las cortinas pero encontró una puerta cerrada. Caminó al frente de la champa y vio un anuncio pintado a mano sobre una manta, colgando tensa de un marco de madera. En ella se anunciaba en letras cursivas anaranjadas el show de la “increíble mujer mono”. En los brochazos del retrato se adivinaba el rostro de la mujer que había visto la noche anterior. Pagó la cuota y entró.

El interior era un espacio más bien pequeño, con unas diez sillas dirigidas a un escenario iluminado con luz negra. En él había una jaula que contenía una cama y varias cadenas. Luego de unos minutos una música misteriosa anunció el inicio del espectáculo. Bienvenidos damas y caballeros. Niños y niñas. El que sea inteligente que escuche. Quien quiera librarse esté atento. Esta es la historia de la mujer que por desobediencia a su madre fue castigada con una maldición. Debe de recorrer el mundo con los huesos de su progenitora en un reloj cucú, en la búsqueda del amor verdadero. Mientras tanto, su condena es la vergüenza. Su vergüenza es el castigo. Una maldición macabra que la convierte en un mono salvaje. Humo. Entonces vio cómo su último encuentro se repetía sin él. Cómo ella se quitaba la ropa despacio pero no seducía a nadie. Todavía no se daba cuenta de su presencia, pensaba José Napoleón, si no ya se hubiera detenido y lo hubiera ya llamado. Le aflojaría la camisa. Le abriría las piernas y llenaría la habitación de flores.

La metamorfosis continuó hasta que el mono inmenso se levantó desesperado. Gruñía a gritos sacudiendo la cabeza y tirando sendas candelas de baba que le colgaban del hocico. En su furia rompió las cadenas y se abalanzó a las rejas de la jaula tratando de desprenderlas. ¿Quién puede vencer al mono? Los muchachos y niños de la concurrencia se levantaron excitados. Empezaron a abuchearlo, a tirarle todo lo que tenían en las bolsas, lo que estaba en el suelo. El más valiente se levantó a escupirle la cara

Entonces Napoleón no pudo aguantarse. Se levantó iracundo, jaló de la camisa al “valiente” y le estrujó el cuello con las dos manos. La madre se levantó angustiada y el mono terminó abriendo la puerta y saliéndose de la jaula, pero en vez de agarrar a su agresor quitó a José Napoleón de un empujón y lo jaló de una pierna, arrastrándolo debajo del telón que ya había caído frente a la cama. En la parte de atrás salió corriendo la mujer a defenderlo.

-Dejalo, que es un niño- dijo ella.

-El ishto este nos está arruinando el chou.

-Ya, ya, salite yo me encargo.

Cuando se quedaron a solas, José Napoleón trató de darle un beso pero ella lo esquivó. Él le hizo un recuento de lo ocurrido pero ella no se acordaba de nada. Intentó de nuevo y ella no se dejó. Luego de una tercera vez ella se desesperó y lo sacó del local por la misma puerta con cortinas de terciopelo por donde había entrado una noche antes. Mientras salía se topó con el mono de la feria que sostenía con los dientes un habano, ya se había quitado la máscara de peluche y la tenía debajo del brazo. Se sacó el cigarro de la boca y le apachó un ojo.

Cuando José Napoleón se iba alejando, escuchó las carcajadas del mono. Por el rabillo del ojo pudo ver que lo seguía una mujer desnuda. A partir de ese día el mundo sería raro sin ella.

Amor

Amor
(Por Fabiola Arrivillaga)

Ella lo amaba tanto como una madre en labor de parto que conocerá, por fin, al hijo que espera. Tanto como el viejo escritor inédito ama al libro que aún no publica y que acaricia con ternura y devoción cada tarde y cada noche. Tanto como la paciente base ama al ácido. Tanto lo amaba. Y él también parecía amarla, pero de forma un tanto más apasionada. Tanto como el torero ama la feroz y peligrosa cornamenta de su toro. Tanto como el velocista ama la meta. Tanto como el violento ácido ama a la base. Tanto la amaba. Tanto era su amor.

Ella esperaba paciente, quieta en su sitio, a sabiendas de que el encuentro le causaría gran revuelo e incluso un poco de dolor. Él tomaba impulso, profería un rugido de batalla y se lanzaba a su encuentro, con la ilusión de tocarla aunque fuera un momento. Y una vez, una sola, a cada tantos intentos, el amor se realizaba y aquel intenso mar pacífico de brillantes destellos aguamarina besaba, de forma inexplicablemente tierna por cuanto apasionada, a la hermosa y áspera arena negra de la playa. Giraban juntos, se acariciaban, uno complementaba al otro y, cuando estaban a punto de sentirse uno, él volvía atrás dejándolos a ambos llenos de antagónicos sentires: alegre dolor, pacífica inquietud, plenitud vacía...

La eterna historia del amor.

Carta para un mal amor

Carta para un mal amor
(Por Olga Contreras)

Los últimos días han sido muy difíciles para mí. He estado en un proceso de terapia bastante extenuante desde hace meses y llegué a un punto clave. Para poder dar el próximo paso debo hacer un alto, cambiar muchas cosas, patrones desviados. Tengo que dejarte. Quiero cambiar, debo cambiar. Escribo esto en lugar de verte cara a cara como lo merecerías, primero, no me atrevería a hacerlo, te veo y me olvido de mí misma; segundo, bueno realmente no hay segundo punto, es eso: soy cobarde, soy débil. Mi amor, mi pasión, mi deseo por vos no me dejaría. Nada de esto es culpa tuya, quiero que quede claro.

Dejarte…la palabra resuena en mi mente que la entiende, la acepta, pero no mi alma. Mi alma no comprende, la rechaza, la reprueba cual maldición gitana. Dejarte, para salvar mi matrimonio, mi propia vida, eso recomienda el psicólogo, cómodamente sentado escribiendo quién sabe qué cosas en su cuaderno ¿Cómo puede mi cuerpo vivir sin su razón de ser? Cómo poder separar mi cuerpo del tuyo si durante veinte años se han hablado, se han comprendido, se han complementado, si ya no se sabe dónde comienza uno y donde termina el otro, si ahora sólo disfruto si te tengo dentro mío, llevándote en esos instantes de absoluto éxtasis mi pena, mi dolor, mi tristeza.

Aunque esté cansada, sedienta, confundida, deprimida y si bien a veces los pasos ya no saben su camino, la meta se mantiene fija, está tatuada en mí ser: vivir contigo, junto a ti, para ti, por ti…

Podría citar segundo a segundo, escribir relatos enteros sobre cada uno de nuestros encuentros, desde el primero al último, todos furtivos, secretos, llenos de emoción, lejos del mundo que nos juzgaría sin entender, sin saber lo que he conocido a tu lado: la pasión animal, enferma, bastarda, que me abraza y me ata a ti, a tu sabor, a éste morbo.

Decirte adiós es como querer hacer un milagro sin tener la más mínima fe. Para poder decirte adiós necesito arrancarme de raíz cada célula infectada por ti. Te has convertido en la fuerza de mi sonrisa, el motivo de mis pasos, el aire de mi vida, en el antes y después de vos. No puedo ni quiero olvidarte, no hay fuerza humana ni sobrehumana que me obligue: eso sí que quede claro, necesito tener para mí los recuerdos por lo menos, tu tez morena, oscura como mis deseos e inclinaciones cuando se trata de tenerte, aliento dulce a fresa silvestre, tu cuerpo perfecto, adecuado a mis pasiones, hecho para mí, que fue y será mi tentación, causa perdida. Tu piel suave, donde me he gozado, me he perdido, me he encontrado. Mi forma de amarte que me cambió el sentido, la razón, la vida, el pasado, el futuro. Mi grito espasmódico al final de cada orgasmo me ensordece. No sé cómo me metí a esto, no sé cómo salir de esto, pero entré con los ojos abiertos, según yo con plena consciencia, sin justificaciones, sin dudas, sin esperanzas…por eso mismo me sorprende que no conciba mi día sin vos. ¿En qué momento dejé mi vida y te la entregué sin que me la pidieras y cómo la recupero ahora? Me olvidé de todo menos de vos. No es como que deba empezar “de cero” mi vida, pero voy a comenzar debiéndole al corazón. Nunca me voy a arrepentir de lo vivido con vos. Valió la pena. Me duele más porque es una decisión propia y me siento puro átomo separado -no sé si es una buena comparación- entre lo que quiero hacer y lo que debo hacer. Sos el mejor amigo que he tenido, nadie -ni hombre, ni mujer, ni quimera- me conoce como vos, con nadie me he mostrado así como soy. Ni siquiera estoy segura que funcione, que sirva para algo, pero se lo debo a mi marido y a mí. No se tampoco si él va a regresar conmigo o no. No sé si voy a poder hacer algo de lo que diga en esta carta.

Una gran parte de mí está muriendo, mientras escribo éstas palabras. Escribo y leo lo que escribo y lloro y aún así espero, deseo, quiero volverte a tener. Realmente estoy enferma. No te extrañe que en dos horas o dos días, dos meses, dos años, cambie de opinión y te suplique volver.

Adiós mi amada barra de chocolate negro, cremoso, dulce…mañana lunes comienzo la dieta.

Yo no...

Yo no...
(Por Fabiola Arrivillaga - Omnipresente)

Leticia dejó su cama un poco antes de lo habitual, luego de pasarse la noche casi en vela. Sentía el sudor frío en sus manos y el corazón tratando de escapar por su garganta. Definitivamente, tenía miedo. Su cuerpo no estaba bien desde hacía algunos años, pero no buscó ayuda ni cura. La estúpida idea de la autoinmolación como medio dignificador y santificador de las mujeres, hacía que creyera en aguantar sin queja, en soportar sin lágrimas, en aceptar su malestar y joderse trabajando. Hasta que un intenso dolor casi sonoro le taladró las sienes y, entonces, recordó que llevaba una vida pagando el seguro social, mes a mes.

De una clínica la remitieron a otra, y de esa otra con el neurólogo, que atendía en otra ciudad, afortunadamente no tan lejos. Viajó una, dos, tres veces y le recetaron uno, dos, tres medicamentos distintos que tomó con disciplina, mas con el pesimista sentimiento de ¿para qué, si la muerte es segura? Sin embargo, nadie le había dado diagnóstico. Estos últimos exámenes que se había practicado eran el intento final de un desesperado galeno por deshacerse de la mujer que juraba estar enferma y no parecía estarlo.

Así que Leticia dejó su cama, preparó el dinero del pasaje y la comida, y corrió a la terminal de buses a esperar por el que la llevaría. Tras un viaje molesto con un piloto suicida, que casi les cuesta la vida un par de veces, llegó a destino. Las diecisiete cuadras que le tocó andar le parecieron diecisiete leguas, cada paso se le hacía complicado de los puros nervios. Morir, apenas ahora comenzaba a cobrar conciencia de ello, se le presentaba como la puerta perfecta para dejarlo todo, al marido inútil y borracho, a los hijos mantenidos y a sus novias zorras, a la vecina y sus cosas, a los animales, al jefe, a su madre, a su suegra, al maldito pueblo en el que había nacido y en el que nunca sería alguien, a los años...Y se sintió reconfortada.

Cruzó el umbral y pasó a la clínica. Una enfermera amable y melosa le entregó el sobre y le explicó que el doctor no estaba, pero que adentro le había metido un papel explicándole qué tenía. Dio las gracias y volvió a la calle. Cada dos o tres metros se detenía a observar, tocar el sobre sellado, ansiosa por abrirlo, pero igualmente temerosa. Y, de nuevo, llegó al bus, subió y consiguió un asiento.

Habían recorrido menos de cuarenta kilómetros y el pie del conductor parecía demasiado pesado sobre el acelerador. Sus ojos y reflejos, además, parecían los de una estatua, tan inútiles como su marido. Sin embargo, para Leticia nada cobraba más trascendencia que abrir el sobre, cosa que hizo en un arranque casi infantil. Sacó el papel del médico, doblado en cuatro, y pudo percibir la palabra FELIZ, escrita así, con mayúsculas y negritas. Se dispuso a desdoblarlo en el pleno momento en que ocurrió...

Cuando sacaron su cuerpo de entre la masa informe de hierro, hojalata y asientos, su mano aún sostenía un papel, doblado en cuatro, que decía ESTÁ SANA, VÁYASE Y VIVA FELIZ.

El feo de la promo

El feo de la promo
(Por Edy González)

¡Ala puta! Otra vez sin dormir. ¿Qué estará haciendo? Seguro ya está dormida ¿o tal vez estará pensando en mi?... ¡no creo! ¿Cómo va a estar pensando en alguien como yo? Mañana que la mire le voy a decir lo bonita que es, pero ¿para que? ¡Eso ya lo sabe! Se lo dice todo el mundo, mejor le digo lo inteligente que es, pero ¿para qué? Si ella es la abanderada… ¿Qué no sabrá? - Así pregunta tras respuesta, Renato fue quedandose dormido obsesionado o enamorado de una tal Linda, joven de tez blanca, cabellos de noche, ojos de miel, glúteos convexos, abdomen cóncavo y livianos anhelos. Así le gustaban a Renato que fueran: bonitas, inteligentes, pero no superficiales.

En clase, mientras el profesor de química hablaba, Renato sólo pensaba. ¿Por qué a un feo como yo tiene que gustarle alguien como ella? ¿Por qué no mejor me gusta Silvia? ¡Esa pisada si me corresponde!...no, pero está bien fea la cerota, ¿Por qué Dios hizo feos y guapos? Pero ¿por qué no dividió los gustos también? Así guapos con guapas y feos con feas, sin tanta mierda, yo estaría feliz con la Silvia, pero no ¡el chucho quiere carne y no desperdicio! ¿Qué putas estoy pensando? ¡Si yo también soy desperdicio!. Así enredaba sus pensamientos Renato, ignorando las palabras del profe e imaginando utopías estúpidas.

Un día, mientras leía un articulo en la revista Selecciones, se inspiró y por fin esas revistas populares de burdo contenido lograron inspirar a alguien: ese alguien es Renato y con nueva motivación carga su baja estatura, su tez morena, sus labios gruesos y su cara adornada con espinillas, las junta y las apuñusca en el bolso de una nueva empresa llamada gimnasio. En cada mancuerna levantaba el peso de un sueño, dilataba los músculos y se acercaba cada vez más a una realidad.

Un día en la fila para comprar en la tienda, Linda y Renato se toparon -era el momento- con sus sueños a cuestas se dispuso a descansar su mente y corazón…

-¿Sabe Linda? Hace mucho quería decirle y que conste que se lo digo sin esperar nada, ni respuesta ni nada, sólo necesito decírselo, es algo suyo que yo llevo conmigo-

Con los ojos bien abiertos y derramando miel, Linda le vio atenta, mientras Renato continuaba…

-Es simple, sólo quiero decirle lo hermosa que es, lo hermosa que me parece, cuando la veo sé que Dios existe, sólo su pincel pudo darle forma – lo decía con voz firme, segura, pero con las entrañas bailando dentro – ¡Es tanta su belleza, que me obliga a exclamarlo!-termina de hablar y sin esperar reacciones, abandonó la cola, se refugió en el aula vacía pero caliente de tanta emoción. No lo entendía pero se sentía mejor, se sentía liviano como después de confesarse, ya nada más importaba, podía morir en paz. Esa noche Renato como siempre no podía dormir, pero cuando durmió fue en paz. A la distancia Linda daba vueltas a su cabeza tratando de descifrar aquel extraño encuentro, no entendía su intención, nunca nadie le había dicho eso.

El quinto bachillerato estaba por ser historia, entonces todos dispusieron hacer una despedida en el puerto en casa de uno de ellos. Todos festejaban, todos eran felices, por fin en la brecha del éxito ya Renato solo pensaba en la “U” y en el gimnasio. Había pospuesto sus sueños con Linda, ese día sólo quería reír y convivir con sus cuates. La noche los envolvió, la cerveza se consumió lo único que quedaba eran botellas vacías y ganas de continuar…

-¿Quién va a traer más chelas?-preguntó alguien.

-Que vaya el Renato, es el único que no chupa… Simón ¡que vaya por hueco! - alzaron la voz todos.

Sin más remedio asintió con un gesto y pidió el dinero.

-¡Que se lo dé la tesorera!- dijeron.

-No, mejor que lo acompañe, porque en estas tiendas no dan recibo, así nos evitamos malos entendidos.

Ala gran! Yo no quiero ir -dijo Linda, la tesorera.

-Aquí esta cerca la tienda hombre ¡no sea mala onda!

A regañadientes ambos fueron a buscar las chelas. De camino hablaban de cosas sin importancia impidiendo intencionalmente el “tema aquel”. Caminando, el calor húmedo penetraba el cuerpo. Renato con su gruesa camisa polo empezó a sudar y sin pensarlo se despojó de ella. Linda sin querer extraviaba los ojos en aquel que veía como ajeno, aparte, en otra categoría. Los juegos de luz y sombra conspiraban a favor de Renato, alzando sus músculos y mimetizando sus defectos: ésa fue la chispa, el detonador, el gatillo que desató en la mente de Linda cataratas de reacciones químicas que le hacían ver a Renato ahora de otra forma.

Entrada la madrugada, todos habían caído, Renato fumaba un Payaso tumbado boca arriba viendo las nubes correr, Linda ansiosa y sin ojos que la juzgaran se acercó a Renato y entabló conversación. Renato sorprendido pero disimulando le llevó el hilo, palabra tras palabra se fue construyendo una situación, un momento, donde los únicos posibles eran él y ella. El agua empezó a caer con gruesas gotas, truenos y relámpagos ahogaban todo ruido, corrieron a buscar refugio en el cuarto de herramientas, donde una luz tímida alumbraba un rincón. Encendieron una pequeña radio que el guardián tenia allí y siguieron hablando bajo el torrencial.

Ya sin cigarros y con todos los temas gastados, Renato olió en el aire que era su momento, tomó de la mano a Linda, le dio un pequeño jalón y empezó a besar sus labios con tal delicadeza que cada beso solo hablaba de amor. Linda abrazó su espalda aún desnuda, mojada de sudor y lluvia, sus suaves palmas se perdían entre aquellos firmes músculos. Renato encendido por el tacto, insinuaba quitar sus ropas, sin atreverse totalmente, más no fue necesario, Linda delatada por sus gemidos, se quitó lo que al momento le sobraba. El paladar se hizo dulce, los cuerpos se hicieron lisos, el olor se hizo excitante, la lluvia retenía los gemidos, los relámpagos resaltaban dos cuerpos entramados; sin haber tomado parecían embriagados y le mostraban a Dios su creación, ambos sexos se fundieron, hasta que Renato con un ronco gemido derramó su semilla en Linda. Los cuerpos desnudos se estacionaron, las bocas se separaron, todo estaba consumado, sólo jadeos eran el resultado.

Entrelazados, Renato no la quería soltar pero ella ya satisfecha podía pensar y pensaba que alguien podría entrar, a Renato eso no le importaba, más no había remedio. Al vals de una salsa que se desprendía de aquel radio ambos recogían sus prendas y cubrían sus cuerpos. Renato notó vestigios de inocencia en su ropa. Linda lo hizo también pero nadie dijo nada. Ese día Renato logró el cuerpo de Linda y Linda por su parte robó el alma de aquel virgen Renato. Ambos regresaron sin decir palabra alguna. Las noches siguen apretadas para Renato, pero también lo son para Linda, quien lleva tatuado en su cuerpo la inocencia de aquel feo de la promo…

Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, dijo la Madre Teresa

Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, dijo la Madre Teresa
(Por Juan Pensamiento)

Esta última vez que Juan Manuel le pegó, el escándalo fue tal y la golpiza tan grosera que los vecinos escucharon y llamaron a la policía. Y la policía, que nunca entiende este tipo de cosas, se lo llevó. Martha, obvio, no fue a interponer denuncia, pero desde ese día no ha sabido nada suyo. Y de eso hace ya casi tres semanas. Por lo menos todavía tiene un ojo morado a medio abrir y le quedan un labio partido y un diente flojo. Entonces, al verse al espejo siente su presencia, siente el apretón de sus brazos morenos y lampiños y le agradece tanto, tanto amor. Cuando se le caiga el diente, piensa, lo va a guardar en la cajita de música que le regaló, para verlo siempre que lo extrañe y recordar cómo él, además de su papá, ha sido el único hombre suficientemente hombre para ponerla en su lugar, como se merece. Ojalá regrese, piensa Martha con un dolor en el pecho, mientras se juega el diente flojo con la lengua. Ojalá regrese; y esta vez sí voy a portarme bien.

Cuento Grupal

Estimados,

Tomando en cuenta todos los comentarios sobre la nueva modalidad de cuentos grupales paralelamente con la dinámica normal de un cuento para cada semana, he agregado una nueva página al blog:

http://martesadas.blogspot.com/p/grupal.html

Esta posibilidad la facilita blogspot para agregar aquellas dinámicas similares a lo que nosotros queremos implementar, esto para no volver un "chirmol" el blog actual y no modificar el hábito que hemos tomado de un cuento semanal. Esta nueva página de "Cuentos grupales" está dentro del mismo blog y pertenece al blog, solo es como un apéndice.

Agregué el ícono en la barra lateral derecha del blog bajo el calendario de temas. En la página principal iré anunciando en la primera lo relacionado con los cuentos grupales pero con el link correspondiente que los guiará hacia dicha página.

Desde ya encontrarán el primer post que habla sobre el inicio de los cuentos grupales. En cuanto tengamos quorum Juan Pensamiento podrá iniciar el cuento. Por favor indicarme si falta alguien en la lista para no dejarlo fuera.

Aparte de esto seguiremos con los temas semanales, tenemos algunas propuestas:

Cuentos mágicos
Cuentos que inician por el final
Cuentos musicales
Cuentos de desastres naturales
Cuentos de Viajes
Cuentos de Cárcel

Si les parece iniciamos en ese orden.

¡Saludos!

Manu.

El maldito alemán

El maldito alemán
(Por Olga Contreras)

Sí -dijo el doctor tras una larga y penosa pausa- los exámenes lo confirman, desgraciadamente padece Alzheimer y en estado avanzado, lo siento muchísimo. Les daré toda la información y medicamentos necesarios para poder sobrellevar en lo que se pueda la enfermedad. Doña Marina, le advierto que de vez en cuando hay lapsos de completa lucidez, pero de ninguna forma son síntoma de mejoría, se lo digo para que no se ilusione- terminó el doctor como un juez que dicta sentencia.

Alzheimer…enfermedad…avanzado… Don Alfredo no sabía ni qué pensar, ni en qué orden pensarlo. Ya llevaba tiempo de sentirse confundido, como con la sensación de estar en medio de la nada incluso en su propia casa; como con un constante dejavú, perdido en una maraña de recuerdos viejos, medio viejos, requete viejos; recuerdos propios y ajenos que se le iban con la misma rapidez que venían, pero nunca se quedaban el tiempo suficiente en su cabeza.

Olvidaba a veces -por ejemplo- a su hijo mayor que era su orgullo, su héroe, su amigo estos últimos años en los que al final habían podido entenderse. Su hija, la nena, sus dos ojos, una mujer hecha y derecha, justo como él la había soñado hace 57 años cuando se casó con Marina. Ah, Marina, su adorada Negra. Todo había sido borrado de su cabeza poco a poco, minuciosa y cuidadosamente, casi adrede como un enemigo acérrimo que no quiere dejar evidencia alguna de su vida. Todo menos ella, o al menos la idea de ella. Su presencia aunque no la reconocía tal cual, era algo muy familiar e íntimo para él, como el olor de la casa, algo que se sabe y se tiene en la punta de la lengua, una seguridad en la neblina que vivía en su cabeza. Y ahora la historia de su vida estaba escrita con tinta transparente.

Sus horas eran como una tabula rasa, de un minuto al otro se le borraba el cassette. De repente podía estar en el sofá leyendo el periódico y se le metía el recuerdo de cuando José era un bebé y se columpiaba en el jardín y se levantaban los tres pelitos que tenía, o cuando montaba a la nena en la moto y ella le exigía ir más rápido. Acompañaba a la Negra a misa y de repente podía oler las galletas que le hacía su mamá de chiquito y hasta podía sentir el sol en su cara de cuando se iban a Cancún con su mujer. Pero siempre quedaba en eso, en un aroma pasajero, un relámpago distante.

A unos meses de enterarse de la enfermedad, hablaron con su esposa aprovechando un momento de lucidez de él y con la forma práctica de ser de ella, le dijo:

-Alfredo ¿qué decís si mejor nos despedimos ahora mismo que estamos en nuestros cabales? Y ella aprovechó que él la escuchaba y le habló de cuánto lo amaba, de su vida juntos, de las peleas sin sentido, de lo que habían tenido que pasar juntos y terminó poniendo la canción que era “de ellos” en el viejo aparato de sonido Cuando llegue el instante de emprender la partida, moriré con la boca fuertemente apretada, para que lleve mi alma en tus besos el sabor de la vida…. Cómo quisiera poder pasarte en un último beso todo el amor de ésta vida juntos- le dijo entre lágrimas. Cuando le llegó el turno a Don Alfredo de contestar, le dijo: “Ala Negra, háceme un panito con frijoles y un mi café, mirá que tengo hambre”. En el limbo quedó esa despedida anticipada.

Y así pasó que una noche mientras doña Marina y don Alfredo estaban acostados, ella sintió la muerte atrapar su corazón y apenas alcanzó a pedirle a Alfredo un beso y mientras le daba el beso al mismo tiempo pedía con todas sus fuerzas que Dios le permitiera a su ausente esposo poder entender por un momento que ésta era la despedida, que lograra captar su amor incondicional. Y se le concedió su último deseo…Don Alfredo pudo ser el único testigo del último aliento de su mujer y la vida con todos sus recuerdos le pasó en la mente en unos segundos. Él se percató del horror de ese instante y la realidad fue una descarga insoportable de dolor, de vacío inminente, de soledades por venir, de instantes perdidos culpa de la maldita enfermedad. Se acostó llorando en el lecho junto a ella, anhelando abrazar el dulce olvido, si el recuerdo iba a ser dolor, mejor las sombras. Décadas de recuerdos, buenos y malos, amargos, dulces, asquerosos, fueron llenando su mente, poniendo todo en su lugar, ordenando el rompecabezas de su vida. Abrumado pero nada confundido lo venció el cansancio, plenamente consciente de la realidad.

A la mañana siguiente le preguntó a la muchacha que siempre llegaba a cuidarlos: ¿Dónde está la Negra?

-Está en misa, papá, no se preocupe ya va a venir- mintió con un nudo en la garganta. Lea sus revistas en lo que le sirvo su desayuno.

Desde ese día don Alfredo tarareaba a diario una vieja canción que hablaba de un beso de despedida, pero nadie sabía dónde la había oído.

Hotel La Luna

Hotel La Luna
(Por Lester Oliveros R.)

Leyendo encontró la onceava dimensión, el elixir de la eterna juventud, la máquina del tiempo, la puerta a su verdadera realidad. Enloqueció mientras leía una historia sobre un amante que le baja la luna a la mujer que ama sin saber que el peso de esta terminaría con su amor para siempre. Trató de seguir la lectura y encontró que este caballero enamorado pasó mucho tiempo con la luna guardada en su jardín hasta que pensó que en el cielo era más útil y la devolvió sin imaginar que vería el rostro de su amada en el reflejo de la luna todas las noches. Les contó a sus compañeras de trabajo el cuento que le había devuelto la esperanza del amor verdadero y muchos pensaron que efectivamente era la crisis de los veintisiete.

Hasta que una noche sintió tan fuerte una señal de la vida para compartir su vida con alguien, cuando apareció un muchacho con un cigarro en la boca haciendo malabares con dos botellas de ron. La fiesta termino a las 4 de la madrugada. Ella llevaba el pelo revuelto, la sonrisa ingenua que dan los tragos y al oído oyó que le susurraban unas palabras dulces. Despertó desnuda a las diez de la mañana con un gran dolor de cabeza. Vio para todos lados y no había nadie más que ella y un olor a loción de hombre. Se vistió en el momento que golpeó alguien la puerta y grito:

- ¡Tiempo!

Entonces entendió todo. Recordó como entró al cuarto de aquel hotel. Los besos apasionados, las caricias, la película porno en la televisión enjaulada, y la risa se le murió por adentro. La vergüenza se le volvió ira en contra. Al salir preguntó por donde tomar el bus para su casa. Desde la parada del bus vio una enorme luna sobre el auto-hotel.

Jamilett

Jamilett
(Por Lester Oliveros R)

Jamilett había vivido los últimos tres años de burdel en burdel.

Era extraña. En ningún prostíbulo había hecho amistad con nadie; ni con los guardianes y cuida –carros que eran los que en la mayoría de las veces les lograban lujos tan sencillos como noticias de algún galán de una noche que las buscaba de madrugada sin temor a la muerte. Era una mujer sin escrúpulos, y que habría sido muy buena para el oficio completo de prostituta si no hubiera tenido una fe tan fuerte que la hacía retroceder siempre cuando estaba a punto de venderle el alma al diablo en los conjuros improvisados que la mayoría de mujeres ofrecían al Duende. La noche que conoció a Santiago estaba triste y había conseguido que un cliente le comprara una botella de Whisky etiqueta negra. Llevaba tres tragos cuando lo vio. Y lo demás es otra historia.

El conoció, luego del sexo, que Jamilett había tenido hasta entonces más de mil amantes.

Y entonces nos vamos a amar. A besarnos hasta que sufran los labios. Ha pelear y a reconciliarnos, a combatir y reconciliarnos, luchar y reconciliarnos, hasta que nos quedemos pegaditos traspasados por dos cuchillos muy finos.

Sacó de una cajita las mil fotos y las arrojó al fuego en una lata de leche vacía. Falto poco para que él se muriera de placer entre el humo, al ver como ella le contaba de cada uno, mientras se quemaban, antes de decirle que no habría otro hombre más que él en su vida, para siempre.

Jaque mate a la reina

Jaque mate a la reina
(Por Manuel Solórzano)


Según el radiólogo no había fractura solo una fisura en la falange del dedo anular del pie izquierdo, justo donde le cayó la iglesia de hierro que colgaba a la par de la puerta. Allí habían puesto esa iglesia al regresar de su primera escapada juntos a la Antigua. Ella siempre pensó que ese clavito era muy delgado para detener algo tan pesado pero nunca se había caído, hasta esa vez. El portazo que ella dio fue tan fuerte que el clavito no pudo más. Se desprendió junto con un pedazo de repello y hasta parar en su dedo.

Algo bueno tuvo y fue que por cinco minutos se le olvidó que su novia lo había echado de su casa. No recordaba por qué había sido, solo sabía que cada vez que presionaba el clutch de su carro, se le nublaba la vista del dolor.

Por puro orgullo logró que ella aceptara que se vieran para que terminar decentemente pero más que eso era para que el supiera que decir cuando le preguntaran la razón del fin de la relación porque realmente no se acordaba.

Una condición puso ella. La cita tendría que ser en una cafetería de almuerzos ejecutivos a la una menos cuarto. Atestado de gente. Pensado para que el ambiente no se prestara a ningún intento romántico y desesperado por cambiar su decisión.

Una menos cinco. Ella llegó. Lo vio. Se sentó y habló.

- Un detalle. Era todo lo que necesitaba. Te lo pedí, te lo supliqué, te lo canté. Nada. “Mandame un mensajito, traeme una rosita”, ¿cuántas veces te lo pedí?” y ni siquiera me hubiera importado tragarme la estúpida sensación de saber que era porque yo te lo pedía. El que lo hicieras hubiera sido suficiente.

- Pero si sabes que yo no soy así. Simplemente no me da la cabeza. Se me pasa el día y no lo hago. Un mugriento mensajito, se que es fácil hacerlo pero qué te voy a decir. Soy un singracia. Ahora no sirve de nada arrepentirme, lo se. ¿Qué querés que te diga? A mi esas cosas me dan igual.

- ¡ah! ¿Te da igual? ¿No te gustaban las fotos que te dejaba en tu celular?
- No, si, si me gustaban…
- ¿Te daba igual los papelitos que te dejaba en tu carro?
- No, si los guardo todos.
- Entonces disculpame pero no te da igual. ¿Si a ti te gustaban por qué no fuiste así conmigo?

El disimula mientras les entregan lo que pidieron. Un capuchino con splenda y una galleta integral para ella y un cortadito para el. Sabe que es su turno para decir algo pero está contra la pared. Ella se ve decidida, no le tiembla la mirada, siempre ha sido así y es lo que a el lo volvió loco por ella desde el principio. Su firmeza. Su temple. Pero ahora le salió el tiro por la culata.

Mientras busca una salida de emergencia en esa discusión en la que estaba contra la pared ella toma la iniciativa.

- Tu sos así. No puedo pretender cambiarte y por eso decidí terminar esto; no quiero cambiarte porque sería obligarte a ser alguien que no sos.

¡Jaque! Esa era la última salida. ¿Qué se puede decir ante tal sentencia? ¿Cómo le hace para ser así de asertiva?

- Puedo tratar…- Patadas de ahogado.
- ¿De qué Pedro, de cambiar? No. No te molestes.
- ¿A dónde vas?
- Al baño, ahorita vengo. – Toma su bolsa y camina.

Por un momento Pedro pensó que lo dejaría allí hablando solo pero ella deja sus llaves en la bandeja.

- Su cuenta.
- Yo no pedí la cuenta.
- Yo se, es solo una idea. – le dice la mesera con una mirada cómplice.

Cuatro minutos. Ella regresa. Se sienta pero sin soltar su bolsa en una posición que sugiere que no hay nada más que decir.

- ¿No vas a querer nada más?.
- No. – Elsa empieza a buscar en su bolsa la billetera para pagar la cuenta. Como siempre, a ella le tocará pagar su parte.
- No te preocupes. Yo invito.
- Gracias, pero no te preocupes. Nunca me invitaste y no esperaría que lo hicieras ahorita. Señorita, la cuenta por favor.

- Cuídate por favor - Le dice Pedro levantándose y dándole un beso en la mejilla a modo de despedida.
- Igual tu. Señorita, ¡la cuenta por favor!

La mesera se acerca y le explica que el joven canceló la cuenta mientras ella estaba en el baño. Elsa voltea sorprendida buscándolo pero el ya no está. No puede creer que en realidad haya hecho eso. El señor sindetalles había dado signos de vida. ¿Será posible?

Dos días más tarde Pedro recibirá la llamada que estaba esperando.

- Aló.
- Hola...
- Hola Elsa – Nada mejor que un Jaque mate sin planificarlo mucho.

El rayo de luz azul que entró por mi ventana me recordó que hoy era Pok’tin

El rayo de luz azul que entró por mi ventana me recordó que hoy era Pok’tin
(Por Patricia Cortez)

Iba a ser este el primer Pok’tin que pasaría con k’Taa; ya habíamos cocinado los pækäls, respetando la tradición: no se puede cocinar o hacer trabajos manuales durante un Pok’tin.

La mano de k’Taa se posó sobre mi vientre, pensé que todavía estaba durmiendo hasta que escuché su voz: “læTiia, iniciemos nuestra propia tradición del Pok’tin”. Pensé que se trataba de una herejía. La luz azul se incrementaba haciéndome notar que la luna estaba subiendo en el horizonte mientras la segunda luna, con su luz roja todavía dominaba la noche. En eso consistía el Pok’tin, y sólo ocurría cada 80 t’esals cuando ambas lunas se encontraban al mismo tiempo en un ciclo. “No, le dije, es una herejía hacer trabajos manuales durante un Pok’tin”.

k’Taa se levantó de golpe; se puso un traje plateado que sabe me encanta ver sobre su cuerpo y tomó un pækäl de la mesa en un claro gesto de rebeldía, “voy a comer, ¿me acompañas læTiia?”.
Todo el tiempo hacía lo mismo, intentaba que yo rompiera las reglas y las normas ¿acaso puede mantenerse el orden de un planeta si todos se esfuerzan en romper las reglas? ¿No son las normas las que mantienen la cohesión y evitan que este mundo se nos caiga a pedazos?... ese era el discurso que todos los Pok’tin nos dirigía mi padre cuando llegaba el momento supremo y podíamos comer los pækäls que dictaba la norma: dos; pero eso ocurría cuando el rayo azul había por fin tocado la cabeza del Drokgön en la plaza.

Las palabras de mi procreador seguían en mi cabeza mientras k’Taa tomaba hasta tres pækäls y comía con deleite, transgrediendo la norma y poniendo ideas en mi cabeza. Ideas que no me gustaban del todo, pero me atraían.

El resto del Pok’tin decidí llevarlo a cabo según la norma, caminé por el r’eer, mientras caía la bruma y saludaba a mis procreadores, corté flores de V’aalaad para ponerlas sobre la llama de la vida y esperar a que el rayo azul llegara a la cabeza del Drokgön.
Todos cantaron en coro en el momento en que el rayo azul de la luna pequeña caía sobre la estatua que cobraba vida por un momento y emitía un rugido para luego volver a dormirse. Aplaudimos y justo allí, a mi lado estaba k’Taa, su rostro compungido era de arrepentimiento y de gozo por el milagro que acabábamos de presenciar: la vida vuelve al planeta como cada 80 t’esals.

Cuando estuvimos en nuestro habitáculo de nuevo, k’Taa se sentó a mi lado, no intentó colocar su mano sobre mi vientre, tomó mi mano y comenzó a hablar: “nunca me he emocionado por la luz de la luna azul, no es sino un evento físico, algo que pasará aunque tú y yo nos comamos los pækäls y nos estrujemos los vientres antes de la hora. No me emociona la estatua que cobra vida por un milagro tecnológico que hace que únicamente el rayo de luna azul la encienda y se mueva, es algo mecánico, no divino. Lo que puedo decirte læTiia, es que he visto un milagro encender tu rostro y la luz que emana del Drokgön se ha reflejado en ti, tu brillas y eso, me hace sumamente feliz”.

Todo el resto de la hora privada nos estrujamos los vientres, cuando la luz del sol fuera visible saldríamos del habitáculo hacia nuestras labores y yo guardaría la sonrisa de k’Taa durante el resto de mi vida.

El objeto de su afecto

El objeto de su afecto
(Por Nicté Walls)

Escuchó sus pasos en la cocina, no quería asomarse pero tenía clara en la mente su imagen, con ese ritmo perfecto y veloz que imponía a la paleta en la olla.

Imaginó sus gestos cuando corregía la sazón, agitando el salero y girando el pimentero o buscando entre los innumerables frascos de especies los adecuados para esa comida en especial. Su rostro mostraba agrado o desaprobación al probarla y comprobar que se había convertido en una obra de arte perfecta y deliciosa.

No pudo evitar asomarse a la puerta y descubrir su sonrisa, esa sonrisa mágica con una chispa en los ojos que también se veía en el rostro de su hijo.

Notó los cambios en su cuerpo, las marcas del tiempo y tuvo que admitir que éste no pasaba en vano. Pero lo demás permanecía: esas mariposas en el estómago que no habían huído con los años, ese deseo que no moría y que se acrecentaba al acercarse y percibir su aroma.

El niño entró corriendo y entonces los vio abrazados, el gesto de ternura con que recibía al chico y preguntaba “¿querés comer ya?, esto quedó delicioso”.

El niño asintió y entonces se levantó de la silla para ir por los platos. Lo vio de nuevo servir la comida con un gesto de satisfacción y supo, como lo había sabido todos estos años, que ese hombre era con quien debía estar.

Cuentos de Narrador Omnipresente


La procesión de la clase media

La procesión de la clase media
(Por Gerardo Gálvez)

Kilometro dieciséis y medio Carretera a El Salvador, lunes a las seis y media de la mañana.
Maneja un Volvo del año del caldo sumergido en el tráfico lento de la mañana…Todos van a su trabajo de los suburbios a la ciudad capital. Se vuelven espectadores, testigos presenciales de las historias y dramas matutinos.

Atrás de él viene el Mercedes Benz gris, manejado por el mismo de la camisa bien planchada, de verde menta, de corbata impecable color café degradado que hace un juego perfecto con su look de ejecutivo de primera y con su celular de última generación tomado firmemente de la mano izquierda, va dando órdenes e instrucciones: eso se intuye por la gesticulación de seguridad que muestra al hablar.

Delante va la misma del escarabajo Volkswagen con la chavita del pelo recogido y anteojos intelectuales que se encuentra concentrada en la trasmisión mecánica y en el traca traca del motor trasero. Siempre llega a tiempo a su cátedra a la universidad.

Al lado del tipo del Volvo siempre la gordita del Toyota Yaris cantando a todo pulmón algo de Ricardo Arjona, siempre canta a toda fuerza “Mujeres”, es Secretaria Recepcionista obligada a abrir la oficina y comer su primer muffin después de desactivar la alarma y encender las computadoras.

De repente se le pone enfrente una camioneta de “Rutas Josefinas” con su nudo de albañiles, guardianes, sirvientas con sus rostros serios ante la incertidumbre de llegar a encontrar sus trabajos nuevamente.

En el lado derecho del trafico, y en la gasolinera, se puede apreciar la Suburban, la Hyundai Santa Fe y la Kia Sorrento de los mismos: dos madres de estampita dejando a sus hijos en el bus, platicando con el tipo de siempre, papá ejemplar que de reojo le mira siempre las nalgas a la mas chaparra de las mamás suburbanas.

Por el retrovisor advierte la doble cabina del Toyota High Lux de la Policía, custodiando el vehículo celda que lleva a otro ex presidente o ex funcionario a declarar a tribunales para rendir cuentas de sus hueveos.

En el carril contrario la ambulancia de Alerta Medica con la sirena y las luces dando vueltas: otro que se le subió la presión, le dio dolor de pecho, o simplemente se resbaló de su baño al ducharse: los tres ya tienen miedo de no asistir a su trabajo, porque por lo que ganan, sus patronos pueden conseguir tres más jóvenes y menos quebradizos que trabajarán con mas horas y más atención.
El Hummer color amarillo huevo de siempre, con su mismo tripulante con la cabeza rapada y los hijos de aquel narco sentados atrás; que hoy tiene que entregar dos millones de dólares en billetes de a veinte en el centro de restaurantes de comida rápida en “Pradera Concepción” a las once…

La de la Fiat Palio color blanco que tiene en la parte de atrás aquella calcomanía del Rosario que está de moda y que ya va tarde a la misa de siete de la mañana a encontrarse otra vez con aquel feligrés casado y del “Opus Dei” que ya la rozó con sus besos, después de la Santa Comunión.
El joven del Subaru Impreza que encamina a su novia de hace seis meses y que a cambio le permiten, durante el tráfico, meterle la mano dentro de la falda y tocarle su sexo, se pasa de listo y rebasa a todos.

La pareja de esposos sexagenarios del Mazda deteriorado que siempre van en silencio y viendo para adelante, van pensando que no tienen edad de seguir pagando las cuentas, las matriculas y el apartamento del hijo único que vive en Estados Unidos con su carrera de “Bachellor In Business”.

Todos van en silencio, sin bocinar, como ovejas al matadero…

Trilogía de tres

Trilogía de tres
(Por Quique Martínez Lee)



En sus marcas

Ayer a Carol le dio una crisis de antojo. Pasó comprando una prueba doméstica camino a la oficina y en el primer break de cigarrillo, en vez de salir al parqueo con la Mirella, se metió en el baño de la recepción. Para que no la cacharan decía ella. Mientras orinaba cuidándose de no mojarse los dos dedos con que sostenía el palito, pensaba que igual y mejor sería estar embarazada, así podía dejar de fumar de una vez por todas. Se quedó sentada en el inodoro pensando en los anteojos del gallo. Fotogrey definitivamente. Negativo decía la marquita. Se dijo que qué bueno, que igual y le quedaba tiempito para echarse una chenca al chilazo. A fin de cuentas nunca iba a poder dejarlo. Todavía se topó a la Mirella para contarle que se sentía embarazada del pecho al coxis. Que qué raro, le dijo la Mirella, que uno no puede embarazarse a tercias. Se echaron una carcajada a lo sexo en la ciudad. Lástima que a la Carlota la hubieran echado.

Listos

Dice el señor con la banderita y todas estiran la pierna y tensan la que tienen doblada. Hay una doñita que no se agacha, sino que tiene pose de semidiós griego entregando un mensaje. Concentración. El grito de los niños de alrededor anuncia que el don ya ha hecho la seña. Carol voltea a ver, por si las dudas (qué clavo agarrar camino y todas las demás paradas). Sale al mismo tiempo que la señora esa. Apenas hoy en la mañana ve el anuncio y de repente le dan ganas de meterse a la carrera por la resolución del asesinato del Monseñor Chichí-cucú. Con que no la pusieran a rezar el rosario era todo, y cabal que no. Entonces corre Carol y de repente se le acerca un doncito de gabán. Que si le puede hacer una encuesta. Está bueno, dice, pero corra a la par mía que me están tomando el tiempo. Bien que me lleva el ritmo, piensa Carol, pero igual y a veces las canillas se le cansan así que no es que vaya tan rápido. El entrevistador le hace las preguntas sociodemográficas regulares. Que cuántos años tiene. Que si trabaja o estudia. Que cuál es su signo del almanaque chino. Que si sabe cómo hacen popó los murciélagos. Treinta y siete. El oso hormiguero. Sí, sacan un chorro que deja bodoquitos en el cielo. Ahora le va a hacer una pregunta de índole personal dice el tipo mientras le chorrea sudor desde el sombrero hasta el bigote. Que de cuántos enanos está compuesta. Le recuerda el entrevistador que el o la sujeto de estudio puede negarse a responder cualquier pregunta que le cause incomodidad. Carol prefiere abstenerse. El desconocido le regala flores, agradece, termina la encuesta y luego agarra ventaja torciendo el torso mientras pasa la línea de meta y gana la carrera. Los niños gritan de nuevo pero es en balde porque igual era una carrera para mujeres.

Fuera

Camino a casa tendrá un pensamiento de ansiedad en la cabeza. Unas ganas incontrolables de comer una hamburguesa. Pasa a Mac a comprarse tres canciones (tres Big Macs, tres Cuartos de libra, tres papas fritas, tres coca colas, tres batidos, tres Sundays y tres pastelitos). Al llegar pondrá la mesa para tres. Se quitará los tennis y notará que tiene los piecitos llenos de ampollas. De su gabardina saldrá un enanito muy anciano y una mujer colocha. Mañana le tocará al viejo arriba pues asistirá a una cita en el seguro social. La mujer se enfadará porque no compró el muñequito. Los tres compartirán un cigarrillo.

Maltripiado

Maltripiado
(Por Tania Hernández)

Le llamaba con orgullo “mi modus operandi” y consistía en fijar con una mano las muñecas sobre la cabeza de la muchacha, y con la otra ir arrancando cualquier impedimento textil, generalmente de algodón, que se le pusiera en el camino.

- Quieeeta, tranquiliiita - les decía - no intentés zafarte, porque solo te vas a lastimar.

Luego les buscaba el miedo en los ojos. El miedo que era a la vez medio y fin, alimento para su excitación, cuerda para sujetarlas. Por más ariscas que fueran, por más resistencia que presentaran, siempre lograba que les temblara la mirada.
Pero los ojos de Soledad no temblaban. En lugar de miedo, había un vértigo profundo, habían dos alambres de púas, había certeza, había odio. Ahora el miedo estaba del lado de Pablo. Quiso cerrar los ojos, para ahogarlo, pero no pudo. Esta vez era él quien estaba atrapado, inmovilizado, hipnotizado.

nunca más, nunca más

Las palabras, salían de los ojos de Soledad y se volvían sonido interior que rebotaba, interminable y dolorosamente, de una esquina a otra, en la cabeza de Pablo.

nunca más, nunca más

La mano que antes había subido el camisón, ahora estaba pegada al pecho de la muchacha. No podía moverse. Al grito que quiso dar no le fue permitido salir de su boca, porque las palabras, que habían invadido su cerebro, bajaban hasta su garganta, bloqueándola. Por fin logró soltar las manos, dio un salto hacia atrás y, perdiendo el equilibrio, cayó estrepitosamente al suelo. Ella, entonces, se sentó en la cama. Su camisón blanco, milagrosamente intacto, le hacía parecer una sacerdotisa ancestral, aún más cuando, pronunciando frases ininteligibles, elevó entre sus manos algo que parecía ser un corazón. Pablo se llevó insitintivamente las manos a su pecho. Su mirada estaba clavada en el objeto vivo al que Soledad, muy lentamente, le daba vuelta como si fuera una prenda de vestir antes de ser lavada. Un dolor intenso en el pecho le hizo cerrar los ojos y, en seguida, se desvaneció.

Despertó en su cama, alterado, sudando y con un extraño sabor en la boca.

– Puta, que viaje más grueso. Eso me pasa por comprarle crack a majes que ni conozco.

Se levantó como pudo, se lavó la cara y bajó a la cocina. Soledad ya había puesto a calentar agua para el café.

– Se rayó mi mamá contratando a esta pisadita – pensó Pablo al ver la redondez perfecta de unos glúteos que se erguían al final de un largo pelo negro, impecablemente trenzado. Pensó en “cogérsela” “ahora sí de verdad” en cuanto tuviera la oportunidad, pero el hilo de su pensamiento fue cortado abruptamente por una fuerte punzada en el corazón.

– ¡Maldito crack! – gritó. El dolor le hizo inclinarse sobre la mesa, presionando el pecho con las dos manos. Soledad se acercó, le puso una mano en el hombro y con voz suave le susurró – quieeeto, tranquiliiito – y se dirigió de nuevo a la estufa a servir el desayuno.

PS.

“Por eso es que, cuando una habla
Es con la voz de muchas que callan
Por eso es que, cuando una reacciona
Lo hace por muchas que aguantan y aguantan.”
Naik Madera

Niños problema

Niños problema
(Por Fabiola Arrivillaga - Cuento Eléctrico)

El día había sido bastante largo para la pobre maestra. Lidiar con dieciséis muchachitos de cinco años era ya suficiente, sin contar con aquel par de gemelos, eléctricos los dos, eléctricos en serio. Sin saber la causa de tales conductas, decidió citar a los padres para aclarar algunos puntos, como la renuencia a participar en la clase de computación o deporte – que normalmente agradan mucho a los más pequeños –, las extrañas reacciones de los demás niños del salón cuando aparecían, la inusual necesidad de estar siempre juntos y la inquietud de ambos, esa electricidad, tanta electricidad, demasiada electricidad...

A medio día llegaron los padres, a quienes no sorprendía nada ya de sus pequeños hijos. Y advirtiendo a la docente sobre el tiempo que les llevaría la famosa charla, seguramente más larga de lo esperado, se instalaron en las bastante incómodas sillas de la coordinación. “Seguro quiere escuchar todo, ¿verdad?”, inquirió el padre, “porque hay que volver mucho tiempo atrás”.

...

Era una noche lluviosa y oscura cuando los gemelos, niño y niña, decidieron venir al mundo. “Realmente llovía duro, seño, tanto que se fue la luz, usted”. Primerizos ambos, el padre se apuró a meterla al carro y le metió, hasta el fondo, el pie al acelerador mientras la madre se quejaba impaciente, dolorida, finalmente parturienta. La clásica enfermera brava del turno desvelado les dio ingreso y los acompañó a su cuarto, guiada por una linterna de poca luz y rezongando por las quejas de la una, la inexperienca del otro y la falta de fluído eléctrico. “Y este par, seño, que tenían prisa por llegar al mundo, imagínese el dolor y la angustia”.

El médico llegó una hora después y tras la revisión de rigor, y que no ha de describirse más que la incomodidad y el estremecimiento de la joven madre, además del sonido de los guantes de látex al desprenderse de las manos del galeno, les informó, con rostro severo, la inevitabilidad de la cesárea. “Ya ve usted, seño, que los doctores ahora por todo operan, ¿verdad?” Les tocó esperar otra hora a que llegaran el pediatra y el anestesista, y para entonces la madre se perdía entre gritos suplicantes y estridentes insultos proferidos contra cualquiera que se le pusiera enfrente. Tal era el escándalo, la oscuridad y la prisa que el anestesista, primerizo también, en lugar de conectar el catéter al suero narcótico, lo metió en el tomacorrientes de 220V; y hay que imaginarse la reacción de artefactos y mujer que no solo los pequeños nacieron de inmediato y bastante despabilados, sino que hasta la luz volvió a la ciudad entera. La madre no tuvo tiempo ni de sentri más dolor que el ya sufrido, porque el anestesista, percatándose de la metida de pata, con habilidad volvió las mangueritas a su sitio, agregando un poquito razonable de morfina a la solución salina.

Los efectos de la descarga no se hicieron esperar. Desde recién nacidos, Alessandra tenía la virtud de conducir toda carga alrededor suyo, por lo que en la casa de la familia no se contaba con ningún aparato eléctrico, pero si con buena cantidad de pararrayos, para ayudar a la niña en su congénita tarea. Mientras que Alessandro era como un capacitor puesto en línea, no podía tocar ningún artefacto con requerimientos eléctricos sin provocarle una sobrecarga – ha de hacerse la excepción con la batería del carro, que muchas veces ayudó a funcionar. Entonces los padres decidieron vivir a lo ermitaño, sin suministro eléctrico, y advirtieron a los niños que debían estar siempre juntos para procurar equilibrio, así como no tocar ni interruptores, ni aparatos ni a otras personas.

Ese par de niños eran la luz de sus días, la chispa de su vida y la electricidad en persona. Sin embaargo, el tiempo pasó y era hora de meterlos al colegio. Entonces comenzó el vía crucis. En tres años llevaban media docena de establecimientos. En todos les habían recomendado alguna “institución especial” para niños con trastornos de conducta. En éste, llevaban apenas cuatro días.

“Por eso, seño, cuando Usted dice que nuestros hijitos son un poco eléctricos, tiene toda la razón”.

Atributo Divino

Atributo Divino
(Por Edy González)

¡No entres!- le repetía en vano, pues sus oídos hace mucho son ajenos a mi voz y entró en aquel lugar abominable y lleno de mundana fe. Los hijos de las sombras arriaban a los míos a las puertas de un denso mal; vi también, que mientras él pretendía saber de su difunta hija, su madre escondía su sufrir, bajo las sucias sábanas de su cuñado y mientras ellos buscaban lo que sólo yo puedo dar, una voz inocente imploraba por ellos. Llamé su alma, pero su pena por aquellos que un día la tuvieron, no la soltaba, creía que aún eran sus padres. Su alma vacilante no me confesaba, y, sentí pena por sus padres que aún tengo en mi presencia ofreciendo y consagrándome su unión. Mi amor por ellos es tan grande, que no puedo interferir; ahora, mientras ella busca consuelo a su alma en las sensaciones, le advierto que sólo el vacío aguarda en su alcoba y que su flagelo le espera impaciente en el índice de sus amados. ¿Cómo has de saber? que justo ahora, mientras extravías tu fe rindiéndote a tu cuñado, tu marido acaricia el rostro del mal; tendrá su alma no más confianza en mí y habitará en él un demonio tormentoso llamado Shedim. La búsqueda de su hija lo ha hecho evidente a los sedientos condenados desde el principio del tiempo. Ahora tú, hija mía, ¡ven ante mi presencia! Desde antes que nacieras ya estaba este día para ti, no te acongojes por tus padres, ellos han escogido. Tu madre, frente a mí, adulteró y fornicó, al mismo tiempo que tu padre se abrazó del mal y pretendió encontrarte en un mundo infranqueable, más lo único que tendrá, es un maligno agobio que lo acompañará como la esposa ahora adúltera.

Pero padre, ten piedad de ellos, ¡te lo imploro!
Ya la he tenido, la he expresado al dejarles vivir, con la esperanza que su sufrir los traiga ante mí, contigo.

Tal vez es un miedo irracional

Tal vez es un miedo irracional
(Por Juan Piedrasanta)

Me miró con los ojos fríos, culpándome luego de darle la mala noticia. Parecía no entender que nada de culpa tuve.

Pero así es ella, siempre ha sido así. Creo que por ser yo el mayor, siempre me dieron los encargos. “Cuidá a tu hermana, Tomá el dinero de la refacción, abrí la puerta pero primero preguntá quién es”… supongo que ella también quería responsabilidades y como no se las dieron, generó ese resentimiento que a veces demuestra.

Me casé comenzando uno de los mejores años de mi vida, en enero de hace tres años. Quién diría que hoy, siento como que todo está por terminar. Es cierto que hemos tenido algunos problemas, aunque la mayoría han sido por ridiculeces. Nunca un problema serio. Tal vez esta pena que siento es el resultado de nuestra primera pelea real… tal vez es un miedo irracional y todo pasará.

Pero, ¿Cómo no voy a preocuparme?... si la última pelea que tuvimos fue sobre el tamaño de letra que debíamos usar para una carta… es decir, algo insignificante. De esa pelea, todo lo que recuerdo es que dije:

– Deberíamos de usar letra más grande.
– ¿Para qué? –Dijo como ofendida–
– Porque tu tía ya es mayor y no ve muy bien.
– Pero usa sus lentes para leer.
– Y si no encuentra sus lentes, mejor que la pueda leer con lentes o sin ellos.
– ¡Aahh! Mejor escríbela tú.

Y esa fue toda la pelea… que ridículo, creo que eso ni es una pelea.
Lo peor de todo es que mi hermana es su mejor amiga desde la primaria, creo que esa es otra razón para verme con esos ojos acusadores.

Tocan el timbre. Seguro que es ella… espero que mi hermanita sepa que hacer y de que lado ponerse.

Ella entró llorando, corrieron juntas al cuarto de mi hermana, mientras tanto, yo sólo escucho murmullos, llantos y alguna que otra palabra que logro entender.
Ya me imagino lo que me espera en los próximos diez minutos… tener que escucharlas a ambas reclamando y teniendo que abandonar mi posición de razón para pedir perdón. Eso si, nunca voy a regresar por un consejo de mi hermana, para eso mejor me voy a un bar o algo por el estilo.

De pronto salen del cuarto, yo comienzo a repasar mis respuestas.

Sorpresivamente, Daphe (mi esposa), corre con la carra llena de lágrimas, viene a abrazarme y a decirme en el oído que se siente mal por haberme hecho pasar por estos momentos, que nunca sucederá de nuevo. Al verla llorar así y escuchar sus palabras, mis defensas se caen, con ternura suaviza y bota el muro de defensa que quise colocar… la abrazo, le digo que la amo como ella no alcanza a imaginar. Veo a mi hermana, le sonrío y ella guiña el ojo.

Lección aprendida… de ahora en adelante, cuando Daphne quiera llevar paraguas, aunque el día esté soleado, ya no discutiré con ella.

10:15

10:15
(Por Patricia Cortez)

Juana se levanta de la mesa con desgano, ya se fueron todos y el silencio que queda en la casa es molesto, así que enciende la radio para no sentir la soledad.

Metido como res en la camioneta, Luis piensa en el calor de las piernas de Juana sobre las suyas en la madrugada y en su aliento dulce que lo despertó con un beso, luego se le queda viendo a una muchacha guapa que le devuelve la mirada con una sonrisa y por un momento se siente envuelto en su perfume.

Juana comienza a arreglar la casa, intenta buscar un lugar para cada cosa, recoger la ropa sucia, mientras el reguetón llena la salita de cortinas rosadas con flores.

Luis ya llegó a la parada, se safa como puede de entre la gente y baja como expulsado de la camioneta, piensa que tal vez si tuviera un carrito y luego lo desecha, ya vio que Julio ha gastado más en el pichirilo de lo que él gasta en su bebé de 6 meses y además, en esta zona no hay parqueos baratos y la compañía no ofrece ese servicio a sus empleados.

Juana escucha la música y canta a todo pulmón “ya callese” le grita la vecina y tiene que admitir que no tiene una voz agradable así que cambia de emisora, allí está ese conductor que antes era gordo y ahora parece un cadáver anunciando a gritos cosas que se venden, ella no sabe que el conductor tiene hambre y alucina con una hamburguesa doble mientras vende una imagen de ídolo exitoso y guapo.

Luis toma su café mientras atiende llamadas, la gringa le dice cosas como “How can I trust you, I don’t know where you are now,”

Ha respondido que se encuentra a pocos kilómetros de su casa, sus recuerdos del centro de Los Ángeles lo han salvado más de una vez de ese tipo de personas que insiste en preguntarle que puede ver por su ventana y él siempre responde que hay una tienda de ropa y un hombre negro parado pidiendo limosna mientras toca una guitarra, justo al lado de Mc Donald’s, entonces ellas se calman y se sienten seguras de no estar hablando con un maldito sudaca en un país plagado de bananas o, mucho peor, con un Hindú de piel aceitunada.

Luis ha resuelto la duda de la mujer que le ofrece llevarle rosquillas a la oficina, alguien se las recibirá, ya sabe que usando su alias “John Meyer” ella encontrará a alguien que se llamará así en el edificio gubernamental donde se supone que trabaja.

Juana se prende del anuncio de una máquina de coser, sólo vale 300 quetzales y ella la necesita, quiere dinero para volver a comprar joyas, ropa, zapatos, eso para lo que ahora con el bebé, Luis no puede darle, pero no tiene tampoco para comprar la máquina, quiere llamar a Luis para pedirle que la compre, no se anima.

Luis sale a fumar, eso de la ley lo tiene harto, ni siquiera en el baño dejan fumar así que sale a la calle, de todas formas no tenía cigarros y pasa con chiclero de la esquina compra dos mentolados y una carterita se para en la esquina y fuma mientras mira las nalgas de una muchacha en minifalda.

Juana sigue con la máquina metida en la cabeza, la quiere, la desea… igual que Luis quiere y desea a la chica en minifalda. Al final, luego que el anuncio pasó 3 veces decide aventarse y llamar a Luis.

Luis detesta contestar en la calle, le costó mucho el black berry para perderlo a manos de un ladrón, menos cuando una linda chica lo mira con atención, pero el bebé tenía fiebre ayer y esta es una zona exclusiva de la ciudad, un área segura sin maleantes y sin mendigos.

Lo demás pasó muy rápido, Luis contesta, la chica sonríe, el chiclero se agacha, la moto se detiene Luis dice aló, la chica se voltea, Juana habla de lo maravilloso que sería tener esa máquina de coser, Luis no entiende, el tipo de la moto se acerca a Luis, Juana sigue hablando, el hombre dice dame tu blackberry, Luis se niega…disparo…la chica de la minifalda grita y Juana sigue repitiendo al aire “quiero una máquina de coser Luis”.

El locutor que antes era gordo dice “son las 10:15, que todos sean felices y logren sus objetivos”

Si no te hubieras ido

Si no te hubieras ido
(Por Juan Pensamiento)

Tengo la sensación de recién haber abierto los ojos bajo el agua.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro.

Todo está azul. Floto.

Veo hacia abajo y ahí está mi mano, abierta a medias como la de Cristo resucitado, en un charco de sangre.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Amarillo como el domingo aquél en que bajo el sol nos topamos en Chichicastenango y me vio y lo vi y me dijo me llamo Joaquín y decidimos caminar juntos y le mostré la iglesia con sus santos vestidos con telas típicas y terciopelo y le mostré mi puesto favorito, el de los güipiles de seda. Todo era de colores. Todo es de colores. Ahí estamos otra vez; ahora mismo está ocurriendo. Huelo su sudor. Le beso la axila. Siento la piel de su mejilla recién rasurada rozando mi muslo.

Todo está negro.

Todo está blanco.

Negro.

Rojo. Rojo como cuando Joaquín me dijo te amo y me vio fijamente a los ojos y yo supe que era verdad, tan verdad como cuando le respondí en silencio, con un beso salado de lágrimas; los dos con barba, la suya de meses, la mía de días. Ahí estamos, abrazados. Pero yo aquí estoy, también, encima mío y de mi charco. Y floto.

Negro.

Verde. Verde como la grama de nuestra casa en San Lucas. Estamos jugando con Punteleste, el chucho que adoptamos. Nos revolcamos en la grama y nos cagamos de la risa y nos besamos y nos hablamos y me cuenta otra vez de su vieja que murió cuando era niño y del padre que siempre quiso conocer. Ahora comemos pasta sentados en la grama y así, agachado, le veo la panza que antes no tenía. Y lo amo. Y se lo digo. Y me tira y me besa, con Punteleste encima de nosotros, moviendo la cola casi con la misma excitación con que yo le bajo a Joaquín el pantalón.

Negro.

Azul. Me paro sobre mí y me veo iluminado por el azul, con los ojos muy abiertos y la lengua casi de fuera.

Negro.

Amarillo, como cuando le dio hepatitis y lo cuidé y se puso flaquito, flaquito y estuvimos solos casi tres semanas, yo mostrándole las películas que él no había visto y que yo quería que viera; él, atento y receptivo a mis opiniones, a mis tonterías, a mis carcajadas y yo a su medicina y a sus ojos y a su dieta y a su sonrisa de dientes torcidos. Aquí estamos mi Joaquín y yo; pero él en realidad no está y yo no estoy sino que floto.

Negro y se oye negro y en la oscuridad siento el charco de sangre apestosa a metal expandirse bajo mi cuerpo tirado en el suelo.

Blanco, como su camisa de ese día, con la que se veía tan guapo; y aquí vamos en el carro y un hombre en moto se nos atraviesa y yo freno de súbito para no atropellarlo y de pronto llegan otros tres cabrones, tres hijueputas que me piden las llaves del carro y yo digo coman mierda y le pegan a mi Joaquín una patada que lo deja tirado de dolor y a mí nada y le gritan maricón y a mí nada y me quitan las llaves del carro y mi celular y se montan al carro y el que no se ha montado todavía se ríe y le grita a Joaquín canche hueco y escucho el disparo y lo veo ahí, sin poder hacer nada, encharcarse como me encharco yo ahora, pero yo porque quise y él, por nada. Y a mí, nada. Eso fue hace cuatro meses, pero también es ahora. Sigue ocurriendo.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro y me veo hace media hora encender los foquitos del chiribisco que no sé bien para qué adorné (para sufrir más, tal vez) y tomo el cuchillo y me siento en nuestra mecedora y me dibujo una zanja dolorosa en las muñecas, vertical, como debe hacerse para que sí funcione y siento lo caliente y me mareo y me veo a mí mismo escaparme por las heridas a buscar a mi Joaquín.

Todo está azul.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Suenan los cohetes. Ya son las doce.

Y suena el teléfono. Sé que es ella, mi mamá, llamando para ver cómo estoy. Sólo lo sé. Y yo aquí, encima mío pero tirado al lado del arbolito de bombas rojas porque no quiero vivir sin él; mi cuerpo iluminado intermitentemente por foquitos que cambian de color. Pobre mi madre: me cagué en su navidad.

Todo está negro y el teléfono sigue y sigue también el árbol. Rojo. Negro. Verde. Negro. Azul. Negro. Amarillo. Negro. Blanco.

Eva sin culpa

Eva sin culpa
(Por Olga Contreras)


Eva, Eva, Eva…menuda tarea la que le dieron: ser la primera mujer en un mundo lleno de bestias, ríos, montañas y mares creados para alguien que no era ella. Diseñada y concebida con el exclusivo propósito de hacerle compañía al hombre. Y así fueron creados, distintos pero idóneos; diferentes, pero acoplables.

Se notaron, se observaron, se conocieron. Aprendieron sus formas, sus pasos, su respirar. Adán le contaba historias interminables sobre cada animal y cada planta creados. Le mostraba su dominio sobre las criaturas y nunca le dejaba olvidar que de su costilla había sido creada. Que su carne se debía a él pues provenía de él. El mundo de Eva comenzaba, giraba, terminaba en Adán.

Y así llegó el día en que Eva -que ya conocía a la perfección cada aspecto e historia de Adán- le tomó gusto a pasear sola. Se dio cuenta que las criaturas también la obedecían a ella; que podía apreciar de igual forma la belleza que la rodeaba; que aunque estuviera sin la carne de su carne ella era capaz de respirar y caminar, de comer, de pensar.

Una tarde particularmente bella salió a caminar sola como ya era su costumbre y entabló una conversación fascinante con la serpiente. Le gustaba platicar con ella, era inteligente, le contaba cosas que Adán le ocultaba o ignoraba, le mostraba posibilidades negadas, sueños desconocidos y todo lo que iba conociendo la hacía sentir diferente a Adán. Ni más ni menos que él, simplemente diferente…hasta que se animó a probar la fruta del árbol prohibido. Ese fue el día en que nació la curiosidad, la seguridad y la verdadera Eva. Ahora al mirar su reflejo en el agua, le gustaba lo que veía. Cuando caminaba y el cálido aire rozaba sus pechos se apoderaba de ella una mezcla de placer y confianza. Así como el sol calentaba su cuerpo, sus pensamientos le daban calor a su vientre y ella sentía latir su corazón, el palpitar de sus venas y su respiración se aceleraba al ver a Adán venir, al ver sus fuertes brazos con los que dominaba toda fiera. Ahora no perdía detalle de sus piernas que eran fuertes y torneadas como el tronco del mismo árbol prohibido y al ver el sudor bajar desde el cuello de Adán, pasando por el mismo pecho donde ella reposaba en las noches, no le apetecía más que probar su sabor.

Adán había notado su cambio, no lo entendía, sólo advertía que Eva estaba cada vez más bella, más fuerte; distinta a él pero a la vez más parecida. Las conversaciones eran más intensas e interesantes que antes por el insaciable deseo de Eva de conocer más y más.

Eva llevó un día a Adán al árbol prohibido y le preguntó si quería comer de él, contándole que ella ya lo había hecho y desde entonces sentía que sus ojos se abrían con sorpresa, que su cuerpo abrigaba sensaciones nuevas, que su mente concebía pensamientos delirantes, que su cuerpo le inspiraba temblores incontrolables. Adán se llenó de temor, duda y de una excitación acelerada que poco a poco dominó su ser y probó de aquel extraño fruto. Ese día nació el miedo. Se vio desnudo, se sintió inseguro, desprotegido, ya no vio a Eva como siempre. En su confusa mente sólo había algo definido: tenía que hacer suya a Eva, debía dominarla como a las fieras salvajes, para volver a sentir ese control que ahora perdía.

Y vieron su desnudez…y la apreciaron, la entendieron, la desearon…y saciaron su apetito por la carne de sus carnes en el momento que la pasión y la lujuria nacían y tomaban forma en sus cuerpos. Descubrieron otros usos para sus manos, sus bocas, sus dientes. El sudor y la saliva adquirieron un sabor dulce y fresco. Supieron por qué y para qué habían sido creados, las diferencias que antes los separaban, ahora los ayudaba a fusionarse. Y vieron que lo que hicieron estaba bien.

Tuvieron esa explosión orgásmica, descubrieron lo indescriptible, se sintieron creadores secundarios del big-bang. Supieron que estaban hechos del universo, de la misma materia y por esa noche fueron seres auténticamente superiores y libres, conocieron el misterio de la vida.

Y Dios vio lo que hicieron y vio que estaba bien. Al fin que hombre y mujer los había creado, ying y yang. De antemano sabía Él cuál iba a ser el desenlace de prohibirle algo a tales criaturas, pero de alguna forma quería estimular sus sentidos, su imaginación, su atrevimiento, ponerlos a prueba y no dejó de sorprenderle agradablemente que fuera Eva y no Adán la que desatara todo aquello.

Los primeros rayos de sol y la voz del dueño del Paraíso trajeron consigo el nacimiento de algo que los marcaría siempre, generación tras generación y que ni el mismo Dios había previsto que sucedería: la culpa de Adán. La culpa que vino a avivar males como el tormento, el juicio, la angustia, la mentira, la acusación. La intención de diferenciar el bien del mal nunca fue ésa.

Eva, mancillada y marcada desde entonces como la madre de la tentación -pero secretamente sintiéndose satisfecha de ser tentación- salió de su hogar con la frente en alto, con orgullo, fuerte, segura, libre, sin miedo, pero sobre todo consciente que si bien en el destierro como en el Paraíso tenía una carencia de ventajas frente a Adán, estaba segura de tener más habilidades y astucia que él para enfrentar la expulsión del Jardín del Edén, pues él salió cargando a cuestas una culpa sin sentido, derrotado, anhelando hasta el día de su muerte aquello que fue pero no sería jamás.

Esmeralda

Esmeralda
(Por Nicté Walls)


Una esmeralda tiene como destino ideal colgar del cuello esbelto y estilizado de una hermosa mujer…

La esmeralda de nuestra historia, se había metido en el bolsillo de un minero colombiano que sacaba los extras guardando una que otra piedrecita que luego llevaba a un joyero amigo, quien nunca le pagaba lo correcto, pero que le solucionaba por unos días para las necesidades que todos tenemos y para los extras que todos necesitamos.

El minero, al que podemos llamar Elías, encontró esta piedrecita y sintió que su futuro había cambiado. No era tan pequeña - considerando lo que se paga por kilate de esmeralda-, podemos decir que sus casi dos centímetros de diámetro eran bastante más que la media y, por lo mismo, merecían un destino ligado a la realeza.

Elías pensó que, si estuvieran en los tiempos de la colonia, aquella piedra sería el tributo ideal para un rey o un virrey o, más hacia la modernidad, cualquier militar emplazado vitaliciamente como presidente del país.

Existía un pequeño problema, verán: en la mina, precisamente porque sabían de la pérdida de pequeñas piedras, algunos días los revisaban a conciencia. Así que Elías no encontró otra solución que introducir la esmeralda en alguna cavidad que la naturaleza le había proveído y donde, estaba seguro, no iba a buscar el guardia.

Las esmeraldas son cristales de formas irregulares y bordes a veces afilados, a Elías le preocupaban los bordes cortantes del cristal, así que pasó por el dispensador de condones que, afortunadamente, alguien había colocado en los baños de la supermoderna mina más bien pensando en la seguridad sexual del personal que en ese tipo de incursiones. Esa idea estaba claramente tomada de lo que se sabía hacían los narcos colombianos para guardar la droga en estómagos de humanas y dóciles mulas... claro que tragarse la esmeralda no estaba dentro de las capacidades de Elías, era algo demasiado grande para pasar por la garganta.

Salió de la mina, no sin alguna incomodidad y buscó donde desalojar el tesoro, liberarlo de su envoltorio y… comenzó su calvario.

Verán, para poder expulsar cómodamente el artilugio, Elías tenía que haberle colocado algo, un hilo, una pita, algo para poder jalarla y evitar perderla en el largo trayecto intestinal…

Después de pujar un rato, Elías se dio cuenta que la piedra no iba a salir y comenzó a sudar frío, ¿cómo podría sacarse esa cosa del trasero? La había envuelto en dos condones y le había exprimido un sobrecito de lubricante antes de realizar la operación. Claro que no había sido únicamente esto lo que lo había hecho más fácil… bueno, eso y además el hecho que Elías jamás reconocería: había cedido hacía un par de meses a los requiebros de Jonás, un moreno trinitario que también trabajaba en la mina y que le había dado algunos pesos por dejarse iniciar en los placeres de Sodoma.

Tuvo que admitir que la incomodidad inicial había cambiado, ahora se sentía como profundamente estreñido, sudaba todavía y el frío había cambiado a un calor que se expresaba en la rubicundez de su piel.

Con una enorme vergüenza llegó a su casa y no se atrevió a contarle a su mujer, porque, además, tendría que hablarle de la experiencia con el negro y otras cosas que no tenía la menor intención de compartir con ella, le dijo, sin embargo, que necesitaba evacuar y que se sentía estreñido.

Manuela no era ninguna tonta. Hacía tiempo que presentía las delicadezas de su marido y pensó que se trataba, como la otra vez, de algún problemita de ese tipo. Suspiró pensando en las razones por las que no había encontrado más hombre que ese torpe minero, pero le alcanzaba para lo que la tradición pedía: hijos, casa, honra. Elías incluso aceptó a su hijo mayor fruto de algún desliz juvenil al que recibió con un dicho campesino “me llevo a la vaca con todo y ternerito”. De alguna manera su vida era placentera y arreglarle un laxante a ese marido extraño no era tan difícil y le daba algo de que hablar con la vecina mañana: “vea pues que el hombre vino todo estreñido y le tuve que dar esa receta que usted me dio”, pequeñas alegrías de la vida doméstica (o domesticada)

Manuela preparó un brebaje que se consideraba un buen laxante y lo acompañó con dos cucharadas soperas de aceite de oliva con sal “con eso tiene” le dijo a Elías que se tomó además dos vasos grandes de agua y se fue a la cama.

Durante toda la noche Elías tuvo muchas pesadillas: una de ellas era que la esmeralda terminaba por partirle el trasero que se convertía en una flor, “ah que estupidez la que hiciste Elías” escuchaba una voz en sus sueños, pensaba que los quinientos dólares de la esmeralda (lo más que le pagaba el joyero) los iba a terminar gastando en el médico que le cosería el trasero y no en largas tardes de libaciones con el negro o con otros amigos solidarios que le hacían más fácil la vida en ese páramo minero.

Unas enormes e infames ganas de cagar le hicieron levantarse corriendo a buscar la bacinilla de la abuela que se usaba en casos de necesidad y que a Matilde (que había leído el libro, algo extraño el gusto literario de la mujer del minero) le recordaba las de los Buendía.

Sentado en la pequeña bacinilla se sentía humillado, pujando como poseso sintió que se desprendía de su trasero una pelota enorme y respiró aliviado, no tenía que ir al hospital y la piedra había salido.

Lo primero que hizo fue revisar si había sangre, al no ver más que un pequeño hilito rojo que coloreaba la pelota blanca cubierta de heces, pensó que todo había salido bien.

Tomó la bacinilla y metió descaradamente las manos en sus propias heces, nada importaba ya más que rescatar a la esmeralda de su costra de mierda. El envoltorio de condones había resistido y Elías lo abrió para sacar la piedra y lavarla…

Adentro del envoltorio no había más que 4 fragmentos de lo que había sido la esmeralda para el turbante de un jeque y que ahora, no eran sino pedacitos para collares de quinceañera. La decepción y la risa acudieron a la garganta de Elías que se comenzó a reír como loco poseído mientras Manuela se levantaba y lo veía metiendo las manos dentro de la bacinilla y riéndose “al fin se volvió loco el minero” pensó Manuela mientras regresaba a la cama, no iba a mandar al hospital a su proveedor y compañero.

Cuando al fin terminó de reírse, Elías se levantó del suelo y se puso a lavar las piedrecitas, al final, en lugar de los 500 dólares podría obtener –pensaba él- al menos unos 25 por cada pedacito, unos cien dólares en total.

Por la tarde, mientras se tomaban unas cervezas en la cama, le contaba al Negro toda la aventura, sin omitir los sueños de miedo y la cara de Manuela cuando creyó que era un loco peligroso que se reía metiendo las manos en la mierda.

El negro le acarició la espalda baja y le recomendó perfeccionar la técnica y asegurarse de tener una piedra sin tantas fallas antes de intentarlo de nuevo “no creo que sea la mejor manera de hacerse ricos, pero si es una buena forma de dilatarte un poco, que estás bastante cerradito”.

La experiencia, no obstante, tenía algo de satisfactorio que merecía repetirse. Con lo que le pagaron por las piedras, Elías se compró un plug que podía cargar por varias horas y le cedió el honor al trinitario para que se lo colocara.

Bienvenido al oráculo

Bienvenido al oráculo
(Por Léster Oliveros R.)



Things get damaged,
Things get broken
I thought we'd manage
But words left unspoken
Left us so brittle
There was so little left to give...
Precius
,
Depeche Mode


Una mujer decepcionada de su pareja, un medio día de viernes esta almorzando en el Taco Inn de la zona viva compartiendo su soledad con un gran triángulo de pizza. Esta a punto de llorar. Un hombre con un traje Saul E. Mendez, detiene su Jaguar del año frente al Taco Inn y ve a la mujer más triste que ha visto en su vida, pero la conexión de sus neuronas y dendritas hacen nacer en su imaginación a la mujer más bella que ha visto. Un niño corre tras un barrilete que distrae a la mujer y, el hombre del Jaguar la ve sonreír, mientras sus hormonas y secreciones químicas le indican que esa mujer será la mamá de sus hijos. Todo esto en el mismo momento que unos enamorados están a punto de darse su primer beso frente a una fuente en el centro comercial Tikal Futura. (Los ojos se acercan a los labios, se acercan a si mismos reconociendo el deseo hasta que logran acercarse a millones de milésimas de tiempo y espacio hasta tocar el comienzo de la boca del otro, del otro que tiene los ojos cerrados y pierde la noción del planeta) Y en el décimo nivel una mujer se desviste esperando a su amante. El sol esta a la mitad de entrar por la ventana. El universo entero se enfila al 2012. Los límites del cosmos rozan la piel de la mujer cuando el hombre le pregunta su nombre y ella olvida el triángulo de pizza fría, el desengaño y pronuncia su nombre de nuevo. El lo oye. Oye su nombre imaginado galaxias. El niño ha logrado elevar su barrilete. Los enamorados en Tikal Futura buscan otro refugio al caer la tarde. El sol se vuelve un delfín que salta por última vez entre los volcanes de Guatemala para salir geométrico y perfecto en la costa de Ibiza. Al mismo tiempo que una pareja se comunica por MSN y se dicen un te quiero mucho mientras ella va a dormir y el apenas esta almorzando.

Electricidad...

Electricidad...
(Por Nicté Walls)

Y es que él tiene la manía de llevarme en su carro hacia el motel que prefiere en la Roosevelt, y además, escucha esa música de viejos y luego se pone romántico y me canta cosas que le cantaba a su última novia hace 20 años, y es que tiene esa manía de masticar chicle con la boca abierta que me revienta y luego se pone ese espray en la boca para que no le note el olor a viejo…

Ayer, por ejemplo, te cuento, la música era de lo más aburrida, luego puso una emisora en español con “éxitos de siempre” y comenzó a cantar con el saco sobre el hombro, yo le dirigía una sonrisa fría, para ver si cambiaba de radio, pero nada, cuando empezó “electricidad” cantaba como si fuera quinceañera y movía la cabeza hasta que se le cayó el peinado de préstamo por un lado, igual, ya sabe que yo sé que es casi calvo.

Luego entramos al motel, yo iba molesta, hace más de dos semanas que no me regala nada decente y eso no está bien, no es que quiera que me ponga casa, pero al menos que me dé con que .

Ya me tenía medio desnuda cuando sacó una cajita, híjole, era una cadenita bien finita, chiquita, pero finita y con un dije que parecía una hadita, me emocioné y brinqué, luego sacó otra caja más grande donde venía un juego de ropa interior, y ya entonces yo no tenía límites, lo besé por todos lados y él comenzó a cantar otra vez “electricidad”.

Era un motel medio chueco, porque cuando trató de apagar la luz, que se dio un toque increíble, saltaron chispas, luego comenzó a ponerse verde y morado y no podía respirar, se agarraba de la pared. Yo creí que era broma, ¿a quien jodidos se le ocurre que una agarradita eléctrica puede ser tan mala?, la cosa es que me reía hasta que se cayó al piso.
Agarré el teléfono y le pedí a la doña del motel que me consiguiera un doctor, ella llamó a los bomberos y así terminamos los dos en el hospital, el desnudo y yo a medio vestir.

El médico que me atendió me preguntó desde cuando tenía mi papá el marcapasos, y le tuve que decir que nada, que nada de hija. Llamaron a su familia y yo me fui, pero mirá vos, aprendé, eso de andar con viejos tiene sus ventajas, ni dudarlo, pero para la próxima, primero voy a averiguar si tienen o no marcapasos, no sea que se me quede en el acto.

Xwan

existimos porque nos nombramos y somos nombrados
Alberto Manguel
Xwan
(Por Tania Hernández)

Antes de Xwan yo no existía. Antes de él yo era etérea, un alma sin cuerpo. Fueron los viajes lingüísticos, que realizó sobre mi cuerpo, los que me volvieron tangible. Alternaba palabras en español con sus equivalentes en Kaqchikel y éstas iban cayendo, una a una, sobre las distintas partes de mi cuerpo que, al oírse nombrar, recibían la carga eléctrica necesaria para sentirse vivas. Cabello - wi’aj, ojos - wachaj, boca - chi’aj, pechos - tz’umaj. Cada palabra iba acompañada de un beso. Pero no era hasta que me nombraba Nuch’umil, Mi Estrella, que me sentía completa. Teníamos diecisiete años y apenas jugábamos a estrenar el amor.

Llegaba a mi casa al medio día, entre mi salida del colegio y su entrada al instituto. En ese entonces mi mamá trabajaba en un restaurante y no volvía sino hasta las cuatro de la tarde. Xwan acompañaba en las mañanas a su padre componiendo aparatos eléctricos. En las vacaciones y en días de feriado, trabajaba la jornada completa. – Para que aprenda el oficio – le contaba su padre orgulloso a todo el que quisiera escucharlo, aunque sabía muy bien que la energía que motivaba a Xwan era verbal y no electromagnética, como él hubiera querido. Su hijo soñaba con ser escritor.

Nos conocimos un quince de septiembre. Había llegado a mi casa con su padre para componer la televisión que estaba arruinada y que mi mamá quería funcionado ese día para poder ver, como todos los años, el desfile patrio. Mientras los mayores se entretenían discutiendo el precio de la compostura, inicié una conversación con el chico preguntándole su nombre. - Xwan - me respondió - como Juan pero con “x” y “w” -. La chispa de su sonrisa se convirtió en el corto circuito que quemó todas mis resistencias.

Eran días de guerra. Acabábamos de cumplir tres meses de relación cuando, de repente, dejó de llegar a mi casa. Después de tres semanas de desesperación, de preguntas sin respuestas, mi mamá y yo nos encontramos por casualidad a su padre, un sábado, en una tienda de la colonia. Me contó que a Xwan lo habían enrolado en el servicio militar un día que fue a visitar a su hermana en una aldea cercana. – Se escapó por no querer matar y ahora nadie sabe donde está – me dijo su padre con lágrimas en los ojos. Lo abracé. Mi mamá también lloró. Entonces supe que ambos estaban enterados de lo que sucedía entre nosotros.

Intenté olvidarlo, dándole a mi cuerpo otros cuerpos, buscando, en otras bocas, palabras que pudieran remplazar las suyas. Hoy en la mañana, como en los veinticinco quince-de-septiembres que pasaron desde mi primer encuentro con Xwan, me distraía viendo un programa matutino en uno de los canales nacionales. Cuando lo puse, entrevistaban a un escritor Kakchiquel, que, según decían, había vuelto hace poco del exilio. De repente la palabra “Nuch’umil“, se desprendió de su discurso y llegó hasta mí, nombrándome, y encendiendo el interruptor de mi cuerpo que, comprendí entonces, había estado todo este tiempo en modo de espera.

Nota: mi Kakchiquel está más que en pañales, así que cualquier corrección o sugerencia es bienvenida.