variopinto

variopinto

Eva


Eva
Por Tania Hernández

No les fue dificil apresarla. La encontraron en su oficina, desmayada por las pastillas. El traje Channel manchado de rojo. Su esposo en casa, callado para siempre, mientras en su escritorio el salvapantallas de su MacBook repetía infinitamente:

esto es el paraíso                                 esto es el paraíso

esto es el paraíso

esto es el paraíso                     esto es el paraíso

Cuentos de elecciones


¡Vota!


¡VOTA!
Por Elena Nura

Era mi primera vez. La primera vez que yo me ponía ante aquellas cajas transparentes. En la infanta democracia las urnas estaban ya medio llenas a las once de la mañana. Mi elección era claramente la izquierda para deshonra de mi familia, que aún vitoreaban tiempos pasados.
Toda la vida, toda, hasta que yo cumplí la mayoría de edad, él le daba el sobre. Iban juntos y siquiera le explicaba nada. Estiraba el brazo y le decía ¡ponte en la cola!.

En medio de la comida, el silencio como siempre era absoluto. Mi madre me dijo

-Voy contigo.

Aquello era toda una afrenta. Las venas del cuello del tío le marcaban los caminos de la ira que le subía desde las entrañas.

Ante las coloridas tongas de papeletas me pidió que le preparara el suyo. Palideció cuando oyó mi respuesta,

-Debes hacerlo tú.

-¿Dónde están las del partido Socialista?

Yo sólo las señalé y al cogerla vi su mano temblar. Mientras contenía la respiración la metió callada y sin mirarme me dijo

-¡Vamos!

Lo siguiente que oí fue su nombre, y ¡vota!

Mi primera vez. En realidad también fue la suya.

Ayer me llamó por todo mi nombre, como hacen las madres cuando te van a hablar de algo serio,

-María Rosa Victoria, no te olvides de ir a votar.

-No mamá, no lo haré, no me olvidaré.

Cuando los muertos votaron


Cuando los muertos votaron

Por Tania Hernández

Empadronaron a los muertos y los muertos votaron. Al verlos por las calles, los candidatos y sus financistas comenzaron a temblar. La carne estaba muerta, pero la memoria la tenían bien viva. Iban con todo. En su mirada inexpresiva, no cabía el miedo. Ellos no tenían nada que perder.

El sabor de la vida


El sabor de la vida
Por Olga Contreras


Siempre me ponías a elegir, sabiendo de antemano que justo eso es lo que más me cuesta.

-¿De qué sabor vas a querer tu beso hoy?- ¿Sabor a uva, avellanas, flor de naranja, grama recién cortada; a niebla sobre el lago al amanecer, celaje decembrino, sabor a meses sin verte, a río crecido, ilusión encarnada, a locuras prometidas; a lluvia fresca o pasión expectante?

Es cierto que no sabía cual escoger, pero al menos tenía muy claro lo que no quería: besos sabor a culpa, a miedo, a falsedad, a desgano, a pasado sin futuro, a despedida prematura. 

Nuestra vida estuvo marcada por encuentros, desencuentros, destiempos, recuerdos de soledades entregadas y al final una felicidad prístina e inconfundible. Te fuiste dejando como legado este amor insufrible, unas ganas que no podríamos quitarnos ni en dos vidas, y ese sentimiento abrupto y salvaje de todo lo que nos faltó por vivir.   

La muerte es quien me pone ahora a escoger y me pregunta con insistencia, necedad, apremio, acosándome día y noche: ¿Qué harías por reencontrarte en otra vida con tu amor de ésta?

Yo sólo alcanzo a contestar que si existiera una forma de volver a ser vida con vos, la encontraría, por quimera que fuera, y esta vez me aseguraría de ser pasión: tu pasión. Ésa que te mueve, que te motiva, que te arropa, que te enciende. Ése tipo de pasión que nace como tal pero poco a poco madura, evoluciona, crece y se convierte en amor. Amor salvador, liberador, consumidor, promesa de rebeldía y libertad, de salvación y condena para varias eternidades.

Y nos volvemos a encontrar, en otras circunstancias, en otro tiempo que no es el nuestro, en otro lugar donde no tenemos raíces, pero que tendremos que aprender a valorar. La piel sí tiene memoria, lo supe en el momento en que me besaste, pues reconocí enseguida el sabor perpetuo de tu boca. No sé si dijiste algo-nada relevante al menos- pero tus labios y tus caricias hablaron por vos y me llenaron de palabras silentes y húmedas que nunca pensé oír de nuevo.

Y vuelve la pregunta al aire:

–¿De qué sabor vas a querer tu beso hoy?-

Ésta vez no tengo dudas al elegir.  

Cuentos de adicciones


Cara de Caballo


desenvainan sus espejos-calavera
 mientras dicen que no, que es mentira,
 que soñamos bajo efectos de dopaje
Luis Méndez Salinas

Cara de Caballo
Por Tania Hernández

Seguro que ya no viene. Tal vez no venga más. Quién sabe. Así pasa con los espantos.  Se aparecen y se desaparecen. Están y no están. ¿Alguien ha visto un espanto con horarios de oficina? Nadie. No tendría chiste. Ella a mí nunca me asustó.  A otros sí.  Le tenían miedo. Sus compinches, por ejemplo. Que si no, no caían con ella. La hubieran dejado sola. Allí estaban, compartiendo el banquillo.  Traicionarla hubiera significado la bala o la navaja, lo que tuviera a la mano. “Apresaron a la Cara de Caballo y a su banda”, decía el periódico.  Estafa, agrupación ilícita, no había mucho más.  Solo la foto. Ella. El pelo sobre la cara. La nariz recta.  Pude haberla conocido. Mostrar mi carné de la U, de sociología y decir que andaba haciendo un trabajo sobre mujeres malas,  ladronas, extorsionadoras, asesinas.  Pero decidí soñarla. Construirnos una historia.

Yo, carcelera de una prisión que había sido convento. Ella, hermosa prisionera que me entregaban dos guardias fornidos. En mi despacho, a solas, yo le quitaba del rostro la cabellera larga y la miraba a los ojos. Ella me miraba con fuego. El fuego se expandía, hacia nuestros cuerpos.  y nos consumía. Caliente a quemar, me masturbaba. 

Todas las noches, su imagen venía.  Esa que yo había inventado. Yo la esperaba vestida de policía, de monja, de prisionera. Ella tenía siempre otro rostro, otro cuerpo, pero la mirada era la misma.  Desafiante, intensa. Por más que intentaba, por más que le entregaba mi cuerpo y mi alma, no había forma de poseerla. Ella siempre me dominaba.

Necesitaba ayuda. Tal vez algo para relajarme, o para tomar valor, no sabía muy bien. Probé varias drogas. Primero sueltas. Luego, un amigo me ayudó a combinarlas. Los encuentros se fueron haciendo más intensos, pero más bizarros. A veces  tenía la cara de caballo.  Y el cuerpo lucía un vello marrón, muy suave. Yo le acariciaba la crin y la espalda hasta llegar a su grupa. Ella relinchaba, me miraba con odio y salía corriendo.  Yo me angustiaba, y buscaba otro viaje para pedirle perdón, para esperarla en mi cuerpo.  Pero en los viajes uno no es dueño ni siquiera de uno mismo.

Cada vez se alejaba más. Pensé que debía verla. Necesitaba tocarla,  agarrarle la mano, tener algo más tangible para poder aprisionarla en mi cárcel interior y no dejarla ir nunca más. Ese día me  duché, me vestí e intenté maquillarme, de memoria, sin mirarme al espejo,  tratando de dominar el temblor de mis manos. Mientras me tomaba el café que me devolvería un poco la consciencia, salió la noticia en la televisión. Cara de Caballo se había escapado.
Entonces desapareció de mis sueños y de mis alucinaciones. Tal vez porque los viajes sin ella ya no tenían sentido, nunca más toqué las drogas. Pensé que sería difícil pero no lo fue.  No me sentí liberada. “Me quitaron la gangrena, pero me hace falta el pie”. Algo así. Quedó el vacío. Quisiera volver a soñarla pero no puedo.  Así pasa con los espantos. Se van y uno, ¿a dónde va a ir a buscarlos? Yo aún la espero.

Si yo tuviera el corazón, el mismo que te di...
Por Olga Contreras

Ya casi llegaba a la treintena de cofrecitos cuidadosamente guardados en la parte de atrás de su closet. Cada uno llevaba finamente grabado un nombre y ella –metódica como era- los tenía ordenados en orden alfabético.

Cada año antes que cayera la primera lluvia los abría uno a uno, limpiaba la llave que había dentro y ponía un sobrecito de sílice para que se mantuvieran intactas, como sus recuerdos.
Ya llevaba casi veinte años coleccionando esas llaves. Cada una pertenecía a un corazón robado, arrancado, casi abusado con sus dones de femme fatale. Al llegar a cierta edad, comenzó a disfrutar de la compañía y el amor de los hombres jóvenes, fuertes, vigorosos. A su forma de ver las cosas el trato le parecía justo: ella proporcionaba los conocimientos de cama y en varios casos corría con los gastos, y ellos le daban a cambio una buena dosis de juventud que ella había aprendido a  absorber por medio de osmosis.  Ella nunca contó con que a la vez de sacarles un poco de lozanía, inevitablemente paraba robándoles su joven corazón. Las dos primeras veces no pudo con el cargo de consciencia y se les devolvió las llaves sin más, pero se volvió tan adicta a sentirse y verse joven con esas caricias novatas, con ese dulce sudor fresco que refrescaba su piel ardiente, que todo le valió un reverendo comino y se comenzó a quedar con las llaves de su botín robado sin otra arma que no fueran los besos y la pasión desmedida. 

Durante esos casi veinte años logró mantener su secreto y su inexplicable frescura. Nunca contó con que su hija puso sus ojos y su vida en uno de los hombres de cuyo corazón guardaba la llave. No soportaba ver sufrir a su hija de aquella forma, así que en un momento de maternal ternura, le reveló el oscuro misterio y le entregó la llave correspondiente, pero al hacerlo sintió como si se sopetón le cayeran encima unos cuatro años de vida. Pero la felicidad de su hija bien lo valía. 

Le encantaba ir de compras pues se fascinaba al verse en el espejo y ver su imagen de mujer joven en una mente muy pero que muy madura. Mientras ella estaba en los probadores, en su casa unas manos liberadoras se dieron a la tarea de romper cofre por cofre y rescatar las llaves coleccionadas por años. Por los aires voló una nube de tiempo enfrascado, de esperanzas rotas, de caricias compradas y mal pagadas, de años de sinsabores inexplicables. Todos los que estaban ese día en los lujosos almacenes nunca podrán olvidar la amarga estampa de una vieja mujer que gritaba y caminaba sin sentido repitiendo “¡No, no! ¡Ésa no soy yo, no soy yo! Yo soy joven, yo soy joven”.  

Cuento libre


El milagrito


El milagrito
Por Fabiola Arrivillaga

Villa Primavera era un pueblo como cualquier otro.  Tenía un loquito, un cura, un millonario, un mendigo, tres viejas chismosas, un panadero, un carnicero, una maestra. Todo absolutamente normal, con excepción de la familia de la lavandera.  Se había hablado de negocios clandestinos, de milagros angelicales, de terribles secretos y de maldiciones; de todos los dicharachos de los pobladores, el más cercano era el último, aunque decir que aquello era una maldición podría tomarse como producto de un mal corazón.

Resulta que la lavandera tenía tantos hijos como hombres en el pueblo.  La pobre mujer siempre estaba preñada y, sin embargo, afirmaba no saber cómo porque nunca había estado en la cama con hombre alguno.  Muchas lágrimas había derramado, y de muchos chismes había sido la protagonista.  Incontables los líos matrimoniales en los hogares del pueblo cuando resultaba que tal o cual muchachito se parecía a tal o cual jefe de familia.  Pero el mayor escándalo estaba aún por caerle encima.

Cuando el bebé número diecinueve comenzó a tomar rasgos propios, fue evidente su parecido con el Padre Gervasio.  Las tres habladoras no tardaron en percatarse del asunto y, como correspondía, se dedicaron a regar el rumor.  Tomaron fotos, visitaron casa por casa y, en menos de una semana, el pueblo completo se encontraba dispuesto a lapidar a la infame pareja.  Que la lavandera se metiera con todos los esposos hasta resultaba lógico, dada la carencia de casas de citas, prohibidas hacía mucho para conservar la moral de la población.  Pero que se metiera con el Señor Cura, quien aparte de todo ya estaba entradito en años, y que él cayera en la tentación, ¡eso sí que era inaceptable!  El pecado debía ser cortado de raíz, eliminado, enviado al olvido.  Por eso, una enardecida turba sacó a los infortunados de sus casas cuando casi era la media noche.  Los ataron a un poste y se prepararon para hacerles pagar por el pecado cometido.

Entonces apareció Doña Águeda, la modista, y detuvo la masacre al relatar una historia tan escalofriante que ablandó los corazones de todos en el lugar.  Resultaba que cuando la lavandera era apenas una mocosa, algo en sus proporciones, demasiado voluptuosas para una niña de pueblo, hizo que su madre la llevara con la comadrona.  “¡Pobre niñita!¡Van a tener que alejarla de todos los varones del pueblo! Esta cinturita, esta caderita, estas piernas, ¡ay Dios!, son señal de fertilidad.  No me extrañaría que esta niña quedara embarazada con sólo ver el calzoncillo de un hombre”.  Aquellas palabras se convirtieron en profecía y tal como afirmó la vieja, el primer bebé comenzó a gestarse el mismísimo día que fue contratada para lavar en casa del alcalde.  Nueve meses más tarde, era la casa del carnicero.  Y así, por cada casa, un bebé.  Y si en un hogar había más de un hombre en edad de merecer, más de un bebé salía de la aventura.

Cabe mencionar que la sentencia no fue cumplida.  También ha de hacerse constar que el pueblo entero sintió una especie de simpática compasión por la extraña fortuna de la lavandera.  Y, por último, ha de reconocerse que todos los hombres, cura incluido, asumieron su parte en la crianza de los hijos.  Algunas historias si pueden tener un final feliz.