variopinto

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Desnudos o vestidos


Desnudos o vestidos
Por Tania Hernández
Antes que él llegue, desnudo mis pies. Los lavo, los suavizo con crema, camino por el apartamento, los entreno para el juego. Poco a poco los desconecto del trabajo utilitario y los libero a la sensación. Me concentro en ellos, en cada estímulo que perciben de la alfombra rugosa de la sala, del piso frío del baño, de la madera del corredor.   Damián dice que le gustan mucho mis pies. Con él he ido aprendiendo lo sensible que puede ser la piel que nos sostiene.  Cada punto en ella es capaz de electrizar, de despertar  otros puntos de mi cuerpo. Todos nuestros juegos empiezan por los pies para, ya encendidos, recorrer con la lengua la ruta de ascenso a la oreja y de descenso hasta nuestros centros que se acomodan, se posicionan y se balancean hacia el orgasmo.  A Damián le gustan mis pies desnudos y vestidos.  Los viste con calcetines de nailon,  de algodón, de lana. El calor que provoca cada material es otro, así como el roce con que estimulan cada uno de los vellos del cuerpo.  Los pies, la piel que los cubre, los calcetines que los arropan, se han vuelto tan nuestros, que ya no puedo salir a la calle con sandalias.  Siento como si me estuviera entregando a otros, como si estuviera exhibiendo perversamente mi desnudez. Por eso me enojé tanto cuando Damián  me contó que había conseguido trabajo en una zapatería.  La idea de que estuviera viendo pies ajenos me volvía loco. Son zapatos de mujer, me dijo, y no cualquier zapato, son Loubutin. Nunca he sido mucho de modas, así que me sonaba a chino. Un día llegó con uno de los stilettos para mostrármelos.  Doce centímetros de tacón. Los puso sobre la mesa como ésta fuera un altar. No sé como hizo para conseguir unos de mi talla. Me puso primero unas medias de seda negra, y luego, con mucho cariño y cuidado me los calzó.  Me hicieron daño casi al instante. “El dolor también es una sensación”, me dijo Damián mientras los acariciaba, “una ofrenda al placer del milagro estético”.  A mí me gusta experimentar, probar nuevas cosas, andar nuevos caminos, pero el dolor no es lo mío. Me los quité y se los puse a él.  Calzamos lo mismo. Por más que quiso hacerse el fuerte, él tampoco los aguantó. Fueron las medias de seda las que salvaron la noche. Dejó el trabajo y Loubutin. Ahora, gracias a su nuevo trabajo y a Wolford y Palmers, seguimos probando nuevas texturas.

Perdida

Perdida
Ingrid Sofía Escobar
¡Diablos!
No los encuentro
¡Mamá! ¡Mamá!
¿Has visto mis calcetines rosados?
Casi las seis de la mañana y yo corriendo para ir a la práctica de danza. Como siempre, todo lo hago a última hora.
A tientas, cruzo el pasillo oscuro de mi cuarto, dirigiéndome a la habitación de mi madre.
Justo en el momento que logro tocar su puerta me resbalo.
¡Mierda! ¡Mi pie!
Trato de sostenerme del marco de la puerta, apenas logrando levantar mi cuerpo del suelo. Mi mano logra encontrar el interruptor.
Al encenderse la luz, veo los restos de lo que solía conocer como la habitación de mi madre. Todo estaba destruído. Las gavetas de los muebles abiertas, recuerdos rotos en el piso.
Y sangre.
Y mi madre, atada a la cama.
Muerta.
De puntillas, entro silenciosamente, y tomo los calcetines en una de sus manos.
Le susurro en el oído:
¡Gracias mamá! Sigue durmiendo, no tardaré en regresar.

¡POR JACINTO!


¡POR JACINTO!
Keb Akabal
Por lo general no leo los periódicos, son muy costosos, dos tercios de su publicación están destinados al mercadeo de productos y en cada página informativa repiten sin el menor pudor las palabras: engaño, mentira, manipulación, sesgo.
Desayunaba con Ana, cuando ella salió atender el teléfono. Distraída en mis cosas, sin querer me llamó la atención una publicación en el Diario Liberado. Tomé el periódico con fuerza, busque mis lentes de lectura en el bolso de mano, leí tres veces la nota y empape mi furia en dos sorbos de café.
Mi esposa regresó a la mesa y debió notar mi molestia, solo alcanzó a decirme que si no me sentía bien, aún podía llamar al trabajo y quedarme en casa. Le respondí que la gripe había pasado y que mi cambio de humor se debía a su periódico. La invite a que leyera en voz alta para que ambas entendiéramos con el sonido de su voz las contradicciones en tinta impresas en el papel. Ana leyó primero de forma armoniosa y pausada:
“Ciudad Primavera, once días de julio de dos mil doce. Los integrantes de la Iglesia Vida Nueva en Dios Eterno, filial de la congregación Dios es Amor llaman a los ciudadanos a seguir la campaña ¡Todos por Jacinto!
En reciente entrevista con el reverendo Gabriel Vargas, la comunidad eclesiástica invita a las personas de noble corazón a sumarse en oración y en protesta para lograr la liberación del hermano Jacinto F. detenido la semana pasada por cargos de homicidio en primer grado. Vargas señala que el hermano fue injustamente acusado de asesinar a un homosexual irredento a dos cuadras de su casa, luego de que el occiso le festejara sus ojos azules. Jacinto sostiene que disparó el arma contra el invertido en defensa propia, luego que este intentará corromperlo e incitarlo a pecar. El reverendo Vargas y su comunidad instan a una cadena de oración para librar a nuestra nación del espíritu inmundo de la homosexualidad y a unirse en la justa causa de lograr la excarcelación del hermano”
Las dos nos vimos sorprendidas, ahora los homofóbicos se escudaban en la biblia y en vez de criminales se mostraban como mártires de su causa. ¡Carajo de universo el nuestro!

Los Sabores del Cáncer


LOS SABORES DEL CÁNCER
Keb Akabal
El cáncer me sabe a sopa de pollo. No hay duda.
En diez ocasiones me supo a veneno, en aquellas en las que he intentado asesinar aquello que me esta matando y en aquellos momentos en los que pienso que ya no puedo seguir, como hoy frente a mis resultados médicos que me obligan a probar el sabor veneno otras tres veces más.
A veces su sabor ha sido salado, en aquellos días cuando mis lágrimas caen al sentirme vencida, como aquella mañana cuando me duchaba y mi pelo liso azabache cayó en un solo racimo y mi cabeza quedo tan descubierta como mi alma ante esta adversidad.
Otras tantas lo he probado amargo, en los momentos en los que he tenido que viajar más de doscientos kilómetros para recibir mi tratamiento o vivir la vergüenza de parar todo un autobús, cuando después de mi sesión de quimioterapia he intentado regresar a casa para descansar.
Una sola vez me supo a navidad, aquel triste veinticinco de diciembre en que viví la partida de mi hermana por la misma causa hace dos años atrás y tuve que desprenderme de ella en el mismo lugar donde me despedí de nuestros padres.
Pero en definitiva, el cáncer me sabe a sopa de pollo, porque a pesar de todos esos momentos de un amargo difícil, han sido muchos más en donde me he refugiado con la familia, cuando nos reunimos a planear la estrategia de batalla, a cuestionarnos con un ¿Y ahora que sigue?, cuando vemos el lado amable de nuestras existencias y nos sentamos a tomar una sopa de pollo que fortalece mi cuerpo y que llena mi espíritu con el deseo de seguir con vida.
Dedicado a una mujer valiente, para Consuelo Zapeta, mi amada tía que lleva un año luchando por su vida.

El Helado de Fresas y Muerte


EL HELADO DE FRESAS Y MUERTE
Keb Akabal
Las manos vestidas en sangre de Carlos Hernando fueron unidas con las esposas que lo marcaban como criminal. Caminaba cabizbajo hacia la patrulla cuarenta y cuatro, acompañado por sus pensamientos y por uno de los policías que lo detuvieron. El otro agente interrogaba con afán al único testigo, al heladero, debido a que la soledad era quien gobernaba la plaza sur de aquella pequeña ciudad.
Vinieron juntos – dijo el vendedor - y se sentaron en la banca más retirada, llamada la consentida, porque las parejas enamoradas la prefieren por el manto de oscuridad que aquel encino proyecta sobre ella. El se me acercó, solicitó dos helados, un cono de fresa para ella y uno de ron con pasas para él. Me extrañó que manipulara uno de los helados, sospeche que le había introducido algo pero también supuse que le era difícil llevarlos en sus manos. Por momentos, mientras reían, se abrazaban como cualquier pareja, los observé durante un tiempo, arrancándome el pecho dos o tres suspiros por mi novia ausente, pero seguí mi camino, olvidándolos cuando empecé a atender a los niños que salían de su escuela para devorarse mis helados. Media hora después regrese a la plaza ya desocupado de mis quehaceres, pensé en el romance de aquellos muchachos y curioso los busqué en la consentida. Quedé horrorizado cuando vi que él le cortaba la garganta repetidas veces sin remordimiento alguno. Fue entonces cuando abandoné mi carreta y corrí a llamarlos.
El oficial terminó el parte policiaco, le pidió sus datos personales al heladero y lo despidió, se acercó a la escena del crimen para recoger la navaja asesina que nadaba entre cadáveres de conos, helado de pasas, fresa y algo de sangre. Algunos minutos después, el cuerpo era sacado del parque por los paramédicos y el asesino abandonaba su alegre vida para cambiarla por otra carente de amor,
esperanza y libertad. Su rostro pálido tenía las marcas de las últimas gotas de sangre de su amada. Gruesas lágrimas rodaban por su cara, estaba seguro que nadie le creería lo que había pasado, aún más, cuando entre el calor del romance había tomado varias veces entre sus manos el suave cuello de Alejandra, dejando impresas las huellas de amor que algún forense despistado confundiría como las marcas del asesino. Visitaban ese día la plaza donde había conocido años atrás a su amada, iba decidido a proponerle matrimonio. Ocurrente, ocultó el objeto del compromiso en el helado, pero entre el juego de caricias y confesiones de amor, ella se tragó por descuido el anillo de cinco mil quetzales y la gema en forma de estrella, llena de picos, se incrustó en su garganta y ningún esfuerzo pudo evitar su asfixia y muerte. El se asustó y no supo cómo enfrentar la situación, el miedo se regó por su cuerpo y la adrenalina bloqueó su pensamiento, se sintió culpable de aquella burda muerte y sin pensarlo, sacó su navaja, abriéndole varias veces la garganta para sacar de ahí el preciado aro.
El pobre muchacho había perdido aquel día a su novia y su libertad, en su delirio de muerte no quiso perder el dinero invertido en aquel fatídico anillo, supo que lo necesitaría para pagar los servicios de un abogado

Helado


Helado
Por Tania Hernández

Llego tarde al café. Estás sentado en una de las sillas de afuera. Me saludas señalándome el reloj. Me disculpo dándote un beso en la mejilla y cuidando que, al retirarme, tengas una  visión profunda de mi escote. Funciona. La imagen de mis senos apenas cubiertos por mi blusa de tirantes, ha trasladado el discurso y el reclamo a lugares secundarios de tu mente. Me regalas una sonrisa tan hermosa, que en lugar de helado, quisiera comerme tu boca. Me siento y llamo al mesero. Un helado de chocolate y mango, por favor. Te pregunto cómo te fue en el trabajo. Me cuentas algo de proyectos y reuniones, y yo apenas te escucho mientras libero mi pie de la sandalia, y - qué bueno, tienes un pantalón amplio y oscuro y qué bien que se les ocurrió poner mantel - mi pie acaricia  el cierre de tu pantalón. Tartamudeas un poco, carraspeas, te sonrojas, te ves tan dulce mi amor. Dejas de hablar, y yo dejo de acariciarte, y te cuento un poco de mi día, del nuevo compañero que entró hoy a trabajar, - qué lástima, no te pones celoso – y llega mi helado, y siento ahora tu pie que explora mi pie, y mi pantorrilla y levanta la falda que me llega a la rodilla, y sigue subiendo y – maldición – se me cae el helado sobre el escote, mango sobre mi pecho, tú sonríes y - ya sé que te gustan mis pechos -  te digo que esperemos, que comamos en paz, pero de de prisa, me  limpio el escote, respiro profundo, y ahora sí, hablamos del día, del clima, del fútbol, de la madre y el padre que los parió. Ya no estamos alerta, ya el helado está rico, pero no quita el calor.
Pides la cuenta. De forma muy teatral dejo que caiga el último poco de helado sobre mi pecho, cuidando que en su camino derritiéndose no manche mi blusa. Te digo que iré al baño a quitármelo. Tú asientes, cómplice. Desde el pasillo veo como te levantas, vas hacia el mesero que se estaba tardando con la cuenta, pagas, y te diriges hacia los baños del café. Aquí adentro esta más fresco y un poco oscuro. No esperas mucho y lames el helado que aún cubre mis senos y se adentra por el sostén - menos mal un sostén negro – y mientras tu lengua va sobre mis pechos, tu mano va ya bajo mi falda, entre mis piernas – ayyyy – veo que hay otra persona que viene en nuestra dirección, te aparto y ahora sí, entro al baño, - ufff qué calor – el agua fría de la toalla de papel se evapora instantáneamente sobre mi piel.
Salgo y veo que has comprado medio litro de helado de mango para llevar. Tienes las llaves del auto en la mano. Saco mi llavero, te miro a los ojos, paso cortamente, sugestiva, la lengua por la llave de mi apartamento, te tomo de la mano y salimos en dirección al estacionamiento.

Del helado Grunge

Del Helado Grunge
Carolina Pineda
 
Mr. Cool /heladero de profesión / elaboró un fórmula a la que llamó grunge/  al consumirse enervaba el cerebro de tal manera que causaba sensaciones difusas que erizaba hasta los pelos de la cabeza//hoy a primera hora de la mañana  en el interior de su fábrica fue encontrado muerto sobre un charco de helado grunge /se había volado los sesos con una escopeta Remington//