variopinto

variopinto

LA FUNCIÓN DEBE CONTINUAR

La función debe continuar
María Hernández

Tan tan tararararantan tan tan taaaaan tan tan taaan… Ahora le hará de malabarista al enseñar a esos niños que emocionados se adentran al espectáculo de la vida con pasos frágiles propios de su edad, como que yendo por la cuerda floja… un movimiento en falso y ¡¡¡puuuuummmm!!! -¡¡¡Waaaaaaaahhhhh!!!- -¡Ay! ¡Ya se cayó! Mirá pues. Andá a verlo.- Y allí va ella, con paso ligero, a salvar de la tragedia al infante. Se dispone a preparar su audaz número de payaso, no le hace falta maquillaje, sólo se alborota un poco el cabello, hace una mueca y un sonido raro junto con unos movimientos vibrantes que captan la curiosidad del dolido niño que olvida su penosa situación y se emociona con el show de la chica. ¡¡¡Rrrrrrriiiiiiiiiiiiinnnnnnnn!!! Suena el timbre de entrada. Ella reúne a su público, formándolo en una fila. Es un público muy joven, 4 años es el promedio de edad de los 10 chiquillos, cuyos padres ya pagaron su derecho de admisión al recinto escolar. Ella será la encargada de educarlos y a la vez entretenerlos durante todas las mañanas de aprendizaje. Expectativos hacen su ingreso al aula, los invita a sentarse en el suelo y así inicia la función. Se presenta junto con su compañero, el títere Calcetín, con quien compartirá el escenario en esa jornada. Toca el turno al acto de magia, en ese número especial sorprende a los espectadores con unos crayones de los cuales salen los más diversos paisajes, las caritas atentas observan maravilladas. Inicia el desfile de los colores: el rojo en la manzana madura, el amarillo brillando en los rayos del sol y el azul, en la esponjosidad de las nubes. Más mágica resulta la aparición de la sonrisa en cada niño, evocando a la emoción. Ella mezcla los colores: un poco de azul más rojo, surge una uva redonda y admirablemente grande; del rojo con naranja resulta una rica zanahoria, del amarillo y el azul se obtiene una hoja tierna y fresca de árbol. Y continúa la magia, los niños logran identificar cada color y los usan para sus creaciones multimatiz que adornan el piso y de paso, sacian el hambre de alguno que gusta del exótico sabor de la cera. Mientras tanto, ella se prepara para mostrar sus dotes de domadora de animales salvajes. Saca al enorme león de peluche, con un poco cuerda e imaginación se llena de vida y ataca. ¡Juas! Ella se escabulle detrás del escritorio. El felino ruge fuerte, con la fuerza de 10 voces infantiles que al unísono crean el efecto real de estar frente al acecho del animal. Los gritos y las risas le ponen más emoción al espectáculo. Concluye la hazaña cuando logra dominar a la temible bestia. Se escuchan las ovaciones: “¡Bravo señoooo!” Rrrrrrrrrrrriiiiiiiiiinnnnn. El timbre de salida. ¡Qué rápido! Habían perdido la noción del tiempo, ése que también prepara su acto de contorsionista al estirarse y encogerse, al ser un flash en los momentos de risa. Ha terminado la jornada de hoy. Los niños alistan sus cosas y se van. Ella exhausta los despide, con los chispazos en la miradas que denotan complicidad de saber que mañana se acompañaran en nuevas aventuras, quizá se vuelvan trapecistas y el viento los acaricie en su ir y venir por los columpios.

CAE LA NOCHE

Cae la noche*
Fabiola Arrivillaga
* Cuento de oscuridad


Juana se encontraba perdida en la lectura de la última novela corazón que había comprado cuando, inexplicablemente, se quedó sorda. Como vivía sola y, además, no le gustaban la música o el baile, ni siquiera las voces de las demás personas; su única preocupación trababa en oír, o no, el sonido de la puerta o el claxon de un automóvil. Nada que no pueda manejar, se dijo, y aceptó este acontecimiento como si fuera un regalo, un medio de protección, una especie de magia que la cubriría contra tanto insulto callejero y palabra mezquina a su alrededor.

A media mañana debía ir al mercado. Se tardó un poco más de lo normal esperando las pistas para conocer el precio de cada artículo y para comprar lo necesario. ¡Era chispuda, de eso no cabía la menor duda, y lo logró! Volvió a casa con la cesta llena y la barriga lista para celebrar su nueva condición de sorda. ¡Al fin, el silencio!

Mientras cocinaba, algo extraño comenzó a ocurrirle. Era la luz, irritante y ácida, penetrando por sus pupilas. No le dolía, la ponía de pésimo humor. Cubrió con lo que pudo las ventanas, prendió un par de velas y se dio el atracón de una vida, con la consecuente necesidad de siesta. Todo estaba tan oscuro que tropezó cinco veces antes de llegar a su cama. El camino de la cocina al cuarto, sin embargo, se le estaba volviendo eterno. Parecía que las velas se habían acabado, porque ya no las veía. No veía nada, de hecho; ni el rayo de luz colándose por la grieta de la puerta.

En una de tantas, se golpeó con a saber cuál de los muebles y cayó al suelo. Allí estuvo, desvanecida, un buen rato. Despertó con algo de jaqueca, no gran cosa. Necesitaba algo, un poquito por lo menos, de luz. Palpando y gateando llegó a las patas del mueble de la televisión. Presionó el botón y, entonces, pasó. Como un tarro de miel que se derrama, pero del color de la brea, la oscuridad cayó en sus ojos como caía la noche. Se quedó ciega, inevitablemente ciega.

Debe ser otro regalo, al final la luz no me agrada, se dijo. Y valiéndose del tacto palpó hasta hallar las agujas de tricó y la lana. Ni vista ni oído le serían precisos. Ojalá mañana no pierda el tacto.

UNO AZUL Y EL OTRO NEGRO

Uno azul y el otro negro


Olga Contreras

Todas las noches se repetía la escena: el tragafuegos quemaba con sus besos a la mujer barbada; la bella trapecista hacía malabares con los huevos del equilibrista; el domador era sometido por un habilidoso titiritero; el payaso y el ventrílocuo hacían de las suyas con la escapista que no pudo ejercer su oficio; el hombre bala salía disparado y a su vuelo secuestraba a la acróbata que a su vez no podía dejar de pensar en el hombre lobo; el mentalista se saboreaba el futuro que le deparaba la nueva contorsionista; el mago volvía loco al tragasables escondiendo en su sombrero sus herramientas de trabajo…¿Y yo? Yo parada en un barril para aún así quedar muy por debajo de tu bello ojo azul y tu enigmático ojo negro, con la carpa mayor haciendo las veces de cielo estrellado, con el olor a aserrín tatuado en los poros. Simplemente dejándome envolver por esas mariposas que me hacían cosquillas y no precisamente en el estómago. Sí, aquello era un verdadero circo.

EL GRAN CIRCO

El gran circo


Por Manuel Solórzano

Aaaay jefe, ya que me pregunta… mi vida es el circo, siempre lo ha sido, desde que era chiquitío me dedico a esto desde que sale el sol hasta que ya no se ven las pelotas, si, las pelotas, lo mío siempre fue el malabarismo, o por lo menos eso dice mi papá, el dueño del circo. Empecé con una, ahora ya mantengo cinco.
¿Quién, mi papá? Aqueeeel que está allá sentado bajo aquel árbol, lo ve? Ese es mi papá, siempre ha sido el más exigente: le gusta que todo sea perfecto…todavía me queda la marca aquí….en mi brazo mire…me recuerdo que antier estaba haciendo mi número cuando por estar pensando en saber qué, se me calleron dos pelotas, yo sólo cerré los ojos y las recogí…ya sabía lo que me esperaba… él dejó que terminara mi número y ¡zaz, zaz! dos cinchazos, uno en una pierna y el otro allí, donde ve la marca… pero sabe? tiene razón de enojarse porque si no nos sale bien lo que a cada uno nos toca, no nos dan nada y no comemos.
Pero déje eso, a mis dos hermanas a veces les toca peor!, a esas les toca hacer malabares mientras una está encima de la otra… já! viera que jodida está mi hermana la grande, a ella le toca abajo sostener a mi hermana pequeña, lo difícil no es mantener el equilibrio, no, eso lo aprende uno rápido, lo jodido es que mi hermana grande, la que le digo que se queda abajo, tiene que estar sin moverse, quietecita…y se oye fácil pero que va!, al medio día, cuando el pavimento está que arde… viera usted! hasta las lagrimas se le salen a la pobre porque no puede levantar ni un poquito el pie aunque se esté quemando, si la viera, ya tiene bien feo un pie: negro, negro…va, y si tiene la mala suerte de que a mi hermana pequeña, la que está arriba de ella, se le cae uno de los limones que usan para el número…aparte de la quemada las cinchacean a las dos…
Pero como le repito, la verdad es que no nos podemos quejar, así es el circo y nuestro circo cada vez está mejor; desde que nos ganamos estas dos esquinas ya comemos todas las noches, y estaríamos mejor todavía si no fuera porque mi mamá se embarazó y ya lleva dos semanas sin tirar fuego, que es su gracia, viera cómo está mi papá por eso…bravo es poco.
A veces descansamos algo pero solo cuando hay algún accidente que hace que los carros no puedan pasar, como hoy.
Pero bueno jefe me voy, gracias por mi billetito, mi papá ya se dio cuenta y me está viendo feo porque no le gusta que hablemos a la gente de los carros.

EL MONOCICLO NO PUEDE SER COMPARTIDO

El monociclo no puede ser compartido
Marilinda Guerrero


Mi padre. Artista del monociclo, especialista en malabarismo. Suicida como hábito mal sano. Todos los días se levantaba temprano con la firme idea de realizar una mejor actuación en la pista. Competía contra si mismo, contra las fuerzas de la naturaleza y sus propios compañeros. Después de un desayuno ligero pero sustancioso, se subía al sillín. Luego, realizaba una carrera de una hora: desde la carpa del circo hasta la primera casa del pueblo y de regreso. Cada día se exigía más equilibrio. Si el día estaba lluvioso, llevaba una sombrilla. Si sentía ganas de leer, leía en el camino. Otras veces pedaleaba solamente con una pierna, cuando tenía humor, realizaba saltos o manejaba de retroceso. Sabía que ser un acróbata requería de equilibrio, agilidad y coordinación. Saltaba entre piedras, cruzaba ríos. Cuando la artista principal se enfermaba, él caminaba sobre la cuerda floja como acto secundario. No toda su vida la había dado al circo: antes era un exitoso vendedor de sombreros. Pero fue dejando el arte de las ventas cuando conoció el malabarismo. Dedicaba su tiempo a malabarear los sombreros de copa, de piel de conejo, las gorras. Mientras atendía a los clientes, elevaba los sombreros al aire y realizaba piruetas con ellos, logrando que éstos en lugar de comprarlos, le dieran limosna por la actuación. Cuando perdió su empleo, y su vida se encontró en la cuerda floja, caminó sobre ella con pasos descalzos encontrando el monociclo abandonado en el sótano de sus padres. Al realizar un acto de mutuo reconocimiento, se volvieron uno a uno con aquella rueda solitaria y su corazón. Un pie, un pedal y un sillín fueron las únicas cosas que se llevó el día que la carpa del circo cayó por mal manejo de fondos dejándolo nuevamente sin trabajo. Ese día se marchó triste, con el sombrero de copa y sus actuaciones fantásticas. Nos dejó a mi madre y a mí. Salió en busca de su centro gravitacional. Al parecer, nosotras nunca lo fuimos. Aunque nos dolió, entendimos que el oficio del monociclo no puede ser compartido. Supe de él, por esta carta. Me contó que transmutó en artista callejero, que paga con las monedas diarias, y viaja con el sillón entre las piernas. Que adora la muerte súbita al final del día. Que me mandó un beso y un par de postales. Las almacené en el baúl de mi cuarto, junto a mis trajes de trapecista. Al final de cuentas, de él heredé el gusto por buscar encontrarme al bordo del abismo en un solo pie.

CAPULINA Y EL CIRCO

Capulina y el Circo


Por Tania Hernández



Tenía el porte, la ropa y el gorrito de Capulina. Intenté ignorarlo cuando entró al metro, pero caminó con tanta decisión hacia el lugar donde yo estaba, que me puse muy nerviosa. Nunca sé muy bien cómo actuar ante la gente loca. Se sentó frente a mí. - El mundo es un circo, muchacha – me dijo en tono serio. - Ya nos gobernaron los enanos, los payasos y los trapecistas. ¿A usted le gusta el circo? - Masomenos - le respondí sin mirarlo. Saqué un libro de mi bolsa; un gesto muy usual en estos lugares para hacer entender que uno no tiene el menor interés de intercambiar ideas o miradas con el resto de los pasajeros. Pero él continuó como si nada – Al pueblo le gusta el circo. Es así. Ahora están todos pidiendo que saquen a los leones. Pero lo que no se dan cuenta es que todos están amaestrados. Hasta las bestias". Me quedé pensando que lo que decía tenía sentido. Pensé en Europa y en Guatemala y en el mundo entero. Había una metáfora clara, un análisis político en todo eso. De repente estalló en una gran carcajada, me señaló ostentosamente y dijo en voz alta - Miren a esta niña, se cree todo lo que le dicen JAJAJAJA - luego, moviendo la cabeza de forma infantil, agregó - Los payasos no existen, nooooo, son de plástico y los manejan desde arriba con hilos invisibles.- Dicho esto se levantó y salió del metro, carcajéandose. Sentí que mis mejillas hervían. Hice un recorrido visual por el metro, pero ya nadie me miraba. Todos habían sacado un libro de sus bolsos y fingían estar muy concentrados en sus lecturas. El tipo raro desapareció por una escalera eléctrica. Las puertas del metro se cerraron, y me quedé pensando en lo mucho que me gustaba Capulina cuando era niña y que ya hace muchos años que dejé de entender por qué.





CUENTOS DE OSCURIDAD

SOMBRÍA VELACIÓN

Sombría Velación
Denisse Comte Urizar
Cuentos que trascienden. Penumbras que calan cual si fueran vientos de noviembre. Ella observaba desde su restaurante de pizza favorito. Éste no era el típico lugar italiano. Manteles de cuadros rojos y blancos, pinturas con frases en italiano cubriendo las paredes, en el fondo música de ópera y fotos del coliseo y la torre de pisa.
Ya que ella vivía en un pueblo bastante alejado de la civilización, ésta pizzería era más como una improvisación y el dueño era suizo para aclarar más el panorama. Quizás los perros que se acostaban en el suelo a descansar un poco, eran los típicos adornos para una pizzería de pueblo. Era un restaurante al aire libre, solamente un techo simple cubriéndolo todo. Un horno de leña que lo hacía hogareño y cómodo.  Desde cualquier punto cardinal en ese pequeño pueblo se podía percibir un aire de libertad, un ambiente de paz que no se veía en cualquier lugar.
Recién había ordenado. Una pizza personal de brócoli con atún, su favorita, y una copa de vino blanco eran suficientes para esa noche. Eligió la mesa de siempre, pero decidió cambiar de silla para cambiar la rutina ésta vez. Se acomodó, sacó de su cartera el paquete de cigarros de siempre y pidió un cenicero. Se preparaba para leer el libro que acababa de comprar pero en ese momento algo más llamó su atención. Observando desde lejos había una vela que iba y venía como si alguien se encontrara soplándola directamente solo por diversión.
Era justo en ese momento donde la curiosidad y la oscuridad de la noche se fusionaban, arrasando todo cuanto tocaban. Era como un sentimiento de morbo que la atraía hacia la oscuridad. Esa densa dimensión color negro que le hacía un llamado particular como ningún otro. Saludos que penetraban directamente al infinito del subconsciente hasta trastocar lo más profundo del miedo interno, su propio miedo.
Esa llama palpitaba como si estuviese viva y fuese un corazón humano. Los movimientos continuos, como si fuese un péndulo de fuego, creaban una atracción en ella, seduciéndola para entrar a esa trampa mortal. La casa aparentemente estaba inhabitada. Lo único que podía observarse eran paredes viejas y despintadas que se elevaban hasta unirse con el techo de tejas rotas y descoloridas. Ventanas abiertas con pedazos de madera carcomida y despedazada. Una puerta con retazos de cedazo viejo así que era casi seguro que la vela la estaba contemplando de manera directa.
 Por más que deseaba concentrarse en su lectura era imposible. Pidió otra copa de vino blanco y encendió un cigarrillo para intentar calmar sus nervios. Esa luz titilante la tenía un tanto nerviosa, que el hambre había desaparecido más rápido que el humo que emanaba de su boca. No era Halloween ni el Día de Todos los Santos, pero aparentemente los espíritus no descansaban ni en sus días festivos para perturbar a los vivos.
Intentó enfocarse nuevamente en las letras y olvidar que esa vela estaba aún presente frente a sus ojos. Decidió cambiarse de lugar para acabar con el problema, pero era como si una fuerza invisible hiciera girar su cuello en dirección a esa puerta. Por un segundo dejó que su mente divagara en lo que podría pasar si se dejaba tentar por aquella atractiva luz. Si cruzara la calle, y se olvidara por completo de la pizzería, de volver a casa, de su libro y el vino blanco. ¿Que podría ser lo peor que le podría pasar? ¿Quién podría saber en dónde podría terminar y con quien podría finalizar ese viaje? Quizás abriera una brecha entre ese mundo y la noche que la invadía. De pronto sintió que estaba parada justo enfrente de esa vieja puerta. Sin titubear abrió la puerta y se permitió entrar en esa estancia tenebrosa. Contempló la vela como si fuese la última vez en su vida. En instantes reaccionó y analizó todo a su alrededor hasta darse cuenta en donde estaba parada. Estaba en el centro de la casa y no tenía ni la más remota idea de cómo había terminado allí. Quiso dirigirse a la puerta para regresar al restaurante pero no podía mover las piernas, era como si se encontrara totalmente paralizada. De pronto sintió un frio abismal en la nuca. Giró para ver que habría sido aquello y no encontró nada. Regresó la mirada nuevamente a la vela, solamente para ver una sombra abstracta reflejada en la pared. Inmediatamente ambas miradas chocaron en una misma dirección. Esos ojos sombreados, casi imposibles de describir, inmensamente abstractos, la observaban fijamente. Sintió un miedo desgarrador en el pecho intentó moverse para salir corriendo en ese instante de ahí, pero le tomó más tiempo llegar a esa conclusión que lo que le llevó a la sombra misteriosa salir de la misma pared y bajar la cabeza en dirección a la vela. Un soplido frio proveniente de esa figura y la llama desapareció. Y con ella la casa completa.
Cerró enseguida el libro, ni siquiera recordándose de marcar la página en la que se encontraba con un separador. La lectura la había dejado pasmada y completamente asustada, que temblaba a pesar del calor del ambiente. Tomó  la copa y le dio un gran trago al vino blanco que tenía frente a ella. Notó que había dejado encendido el cigarrillo y lo apagó. Levantó la mirada, frente a ella había una vela. Se rió de sí misma, como podría ser ésta la misma vela de la historia. Luego sintió un frio en la nuca, una cadena de escalofríos cubrió su cuerpo de pies a cabeza. Suficiente para hacerla girar y ver qué había pasado, no había nada frente a sus ojos. Regresó la mirada y un pequeño viento surcó el ambiente apagando la vela. Dejándola en completa oscuridad y el frio volvió.

LA MINA VIEJA


La Mina Vieja
Rodolfo de Matteis 

El hombre se encontraba desesperado.
Aún veía los ojos de sus hijitos mirándolo, llenos de lagrimas, de hambre y de miedo cuando él, después de romperle la madre a su mujer y su hija mayor, agarraba su saco y dejaba la casa.
Caminaba por el monte, la noche para fuera era muy fría, pero ahora, cuando toda vía no aparecían las primeras luces del día, acababa de acercarse a la Mina Vieja, y  iba a meterse.
Los mineros vinieron, excavaron un dédalo de galerías, y se fueron.
Como los ojos oscuros de un mundo de abajo, las minas te miran inquietantes.
No hay nada más que sacar, se decía, a los precios de hoy.
Pero oro había, lo podía olear él, mirándolo trasudar desde las rocas, evaporar de la tierra que amantaba de finos vapores luminosos, invisibles para los demás.
Habían que estar aún, escondidos en algún lugar, los tesoros amontonados por los mineros en rebeldía, antes que los soldados los mataron a todos. Nadie nunca encontró nada.
Quizá, lo que entonces era un tesoro que valía la pena de hacerlo buscar por expediciones de sucios soldados, hoy, aún, solo una su partecita, sería una increíble fortuna.
No tenía otra opción, el hombre: tenía que encontrar algo en la mina. Solamente la Tierra podía hacerle este don. Ya su prójimo lo había corrido, no tenía amigos, ni ahora una familia, los había dejado, para siempre. Su esposa, tan dulce, tan bonita, había tomado el mando de su existencia forzándolo a ejecutar los trabajos más humildes o más peligrosos, por un trozo de pan. ¡Había vivido como esclavo solo por dar de comer a ella y aquella nidada de niños que parió! En sus ojos relucía la fiebre del oro.
No estaba arrepentido el hombre, cuidando solamente a no tropezar en las piedras en la difícil luz del horizonte que madrugaba apenas. Quería meterse en la mina antes que sus ojos se acostumbraran a la luz del día, ahorrando así lo más posible del preciosísimo gas de su única lámpara.
Traía solamente la lámpara, el pico y un morral cuando por fin entró en la Mina Vieja. Resguardado de los vientos que anuncian la subida del sol, tenía más calor ahora en el refugio de las acogedoras entrañas de la tierra.
Olor a tierra, minerales, oro, profundos como los túneles desde que fluían y en que iba adentrándose, poderosos aromas lo atraían todavía más abajo, más adentro, más en lo oscuro, más fuera del tiempo, fuera del mundo aún si, inexplicablemente, adentro de él.    
Procedía con cuidado, caminando entre rocas caídas, vigas, montones de piedras. La fiebre del oro ya lo tenía y él no se daba cuento de las horas que pasaban.
Estaba firme en no salir de allí con las manos vacías.
Tenía ya que ser noche a fuera cuando, maldiciendo, tomó asiento para descansar, apagando la linterna, en un tubo subterráneo excavado por una muchedumbre de hombres trasudantes plomo, quizá cuantos siglos antes.
-¿Dónde chingao están sus tesoros? ¿dónde la vena de oro? ¿que chingao hacéis ahora, muertos de hambre, muertos de fatiga, muertos esclavos, con sus doblones? Todo se va, y ustedes allí pegados al botín de un mundo que los corrió, los borró, para siempre… ¡Chingao, no es legal! -
Secando el sudor de la frente con su camisa sucia y rota el hombre no encontraba paz.
- ¡Paz! tenéis la paz eterna ¿y no se conforman?  Lo ha dicho el Señorjesucristo que los muertos son todos iguales, ricos y pobres ¿entonces? ¿O tal vez hicieron un trato con Satanás, para pagarse un mejor tiempo en el infierno? ¡Ya veis, entonces, que no puedo morir pobre!
-¡Y callense malditas ratas!  - gritó en la oscuridades oyendo un jaleo.
El ruido no solo no se paró, si no que, con el pasar del tiempo, parecía asumir un carácter rítmico, una repetición demasiado regular por ser el necio revolverse de las ratas o los murciélagos en la oscuridad, parecía casi un lejanísimo paso, un arrancarse, alguien en marcha en quien sabe cuales lejanos túneles perdidos en las profundidades de la tierra, tan cerca del infierno… el hombre calmó su ira y se calló, el cuerpo se hizo piedra, su barriga se aplastó escondiendo el respiro mientras sus orejas rastreaban el inframundo como radar.

            Una vaga claridad pareció abrirse paso en las tinieblas más espesas, amarillento; el hombre que ya iba buscando los cerillos para prender su lámpara e irse a averiguar cerca del ruido chocó muchas veces los parpados, incrédulo, pero, sí, era el mismo el origen del ruido y de la claridad, llegaban desde a frente, desde el profundo de uno de los túneles que procedían de la pequeña plaza, aún si decir pozo sería mejor, donde se encontraba él. No era supersticioso el hombre, no creía en los fantasmas como muchos entre su gente; sí era religioso, a Jesucristo y al diablo creía él también, pero eran cosas del otro mundo; que, en este, servían solo  en casamientos, bautismos y funerales, casi  fueran una autoridad notarial, con la que enfadarse después si algo salía mal, figuras míticas de un lejano concepto de justicia, que nada tenía a ver con su vida, una infinita, jadeante, despiadada búsqueda de los recursos indispensables para sobrevivir en un mundo profundamente injusto. Y así el hombre pensó en la policía, bien sabía que era imposible, que nadie lo había seguido en la noche ni podían imaginar en donde fuera, y además la dirección de la cual seguía incesante adelantándose la luz no era la misma de donde era llegado él, a pesar de eso se convenció que la mujer lo había reportado a la policía y ahora llegaban para encarcelarlo; descartó de inmediato la idea de prender la lámpara y huir, no habría obtenido nada más que revelar su presencia, prefería aprovechar de su ventaja, apretó el pico en las manos, y moviéndose despacito buscó un rincón para esconderse, listo ad asaltarlos, y matarlos, si fuera necesario.

            Casi no podía creer en sus ojos: con una rara lámpara en la mano un viejo solito se acercaba lentamente, no vestía de uniforme militar mas bien parecía vestir de pieles como un explorador de la antigüedad, casi el cliché del buscador de oro de antaño, tenía el pelo largo y rubio, era un extranjero, aún si daba la idea de uno de aquí, las facciones de su rostro alargado que empezaban a aparecer tenían algo de familiar, antiguos recuerdos batallaban para subir desde la sombra de su niñez, tal vez una vieja película del general Custer, o el viejito del lejano Oeste, quizá en donde lo había visto, de todo modo su animo cambió, aflojó el pico, las manos dolidas por la tensión con la cual lo había agarrado que ahora iba desvaneciendo. Aún si no conocía el viejo ni su quehaceres ya no lo veía como un amenaza, mas bien misteriosamente quería confiar en él.
- ¿Que haces escondido ahí atrás? Ya te vi, y vine a buscarte – la voz del desconocido era extraña y parecía quebrarse en mil reverberaciones contra las paredes de la mina vieja, cristalina y metálica. El hombre no se movió más bien paró el respiro en el sentirse descubierto.
- Ándale, es desde hoy que andas por aquí, conozco estas entrañas como mi bolsillo con todo el tiempo he transcurrido aquí adentro, este es mi reino, y yo acojo bien mis huéspedes, esperaba alguien capaz de ayudarme, pero no quise charlar mi secreto a cualquiera –
- ¿Secreto? ¿cual secreto? – ronca la voz del hombre explotó en la oscuridad silenciosa.
- El oro, mi querido amigo, el oro. –
Con su pico en la mano el hombre hizo un paso adelante saliendo de las sombras escuadriñando el desconocido e intimándole: - ¿en donde? ¿dónde se encuentra el oro? –
- Tranquilo, y baja tu arma, si me matas nunca sabrás, no esta aquí conmigo… es demasiado porque lo pueda cargar yo solo -
-¿en donde está? El hombre temblaba y sudaba por la excitación mientras que el otro estaba tranquilísimo, pálido como un muerto, ¿cuánto tiempo había estado ahí adentro? … pero lo encontró, encontró el oro, y yo que lo sabía… ¡sí! y no tengo que ir buscando más: me lo enseñará este pendejo y después veremos qué.
- Tanto de oro, que se te quitarán las ganas de matarme, si no… ¿cómo crees que quería compartirlo yo contigo? ¿Yo que lo busqué por tantos años? Te voy a proponer un trato: una sociedad. Tú me ayudarás, hay vigas caídas, rocas demasiado grandes por mi solo, y pues hay que sacarlo de aquí, lo más posible y… a cada quien lo suyo. ¿vale? Y en el futuro si acaso nos hará falta más regresaremos por más. Hay una sola condición: ¡nadie tiene que enterarse, nunca! No creo que seas tan necio… -
- … puedes apostarlo… -
- ámonos pues –

El hombre recogió su lámpara y, sin prenderla, empezó a seguir el otro que se fue rápido y seguro. Después de un rato en aquel túnel, agarraron otro lateral, y otro más, mientras que el hombre memorizaba las vueltas, sí que confiaba, pero siempre mejor prevenir.
Marcharon por horas  antes que el hombre preguntara: -¿a dónde chingao vamos?-
Entonces el desconocido de paró. -¿Cansao? Hace falta más camino… no estaban necios los mineros…-
-¿porqué… pues es verdad la historia del tesoro? …no es una vena de oro la que buscamos…-
-¿cuál vena? Te parece que si hubieran todavía venas… ¿no iban a explotarlas otra y otra vez después de cada guerra o revolución?-
-Oro hay, yo lo puedo oler-
-Sí, seguro, en mínima parte en toda la montaña, será esto lo que hueles, o sientes el perfume del tesoro, tanto oro que no se puede creer, lingotes, monedas, pepitas… para que hagas brillar todas las mujeres de la republica.-
-El Tesoro…-
            Tomaron asiento por un descanso, el hombre sacó de su moral pan, queso y una media botella de brandy. Mientras bebían el viejo empezó a platicar de cuando caminaba por las praderas, los cerros, los desiertos, contando de horizontes sin fin y de innumerables estrellas en el cielo, de improvisas tormentas y remolinos de viento, vivos los remolinos que lo acompañaban, y él ahí afuera, amo absoluto de un mundo salvaje del cual conocía todos los habitantes, de los gusanos hasta las águilas… mientras iba hablando en la temblante luz de la lámpara su rostro aparecía más y más flaco y largo, extendiéndose aún en el tiempo con una sonrisa desdeñosa y antigua, su tez pálida, tanto blanca que se podían contarles los pelos de su barba rojiza e híspida… un coyote, eso, a un coyote se le parecía a la mirada del hombre por la espalda del cual se le iba subiendo un escalofrío helado. Y aquellos oídos se hicieron puntiagudos ahora con un ridículo pelo encima, y aquella nariz negra entre bigotes duros, de veras aquel rostro se mudaba en aquel de un coyote, un coyote antiguo, con un hambre y una soledad de siglos sudando desde aquellos poros extraños y dilatados abismos abiertos sobre otros tiempos, otros mundos. Aquella praderas que decía haber recorrido como jinete parecían haber sido correteada por cuatro patas con sus garras siempre cazando alrededor de las acampadas humanas, totalmente extraña por aquel ser inhumano que babeaba ansia de vivir de la vida ajena, como un espíritu viejísimo e innominable que fuese desde siempre ido vagueando por antiguas noches innumerables sembrando el terror en el sueños de los ignaros, aquellas morcillas que eran los seres vivientes por él: sí un coyote pero algo más de no viviente de imposible que ahora desde oscuras pliegas de la realidad lo miraba con sus ojos ferinos fijos apagados oscuros desdeñosos ojos de bestia salvaje. Bebió otro trago de la botella el hombre, y otro par justo en seguida.

El calor del alcohol le dio valor, le soltó la lengua: --¿Qué chingao dices? Tú, por tanto ir buscando el oro en el pedregal viviendo como un animal, bajo el sol y la luna, con calor y frío, te volviste como un animal, te gusta unirte con ellos, como a los salvajes, tal vez no sabes estar con la gente… y en cuanto a esto te entiendo bien…-
-¿No se estar con la gente dices? ¿Para hacer que con la pinche gente? Yo voy con la gente cuando se me antoque, para pelarlos jajaja- y saca del bolsillo de su chaqueta un barranca de cartas de poker que empieza a mesclar ya distribuir enfrente, cubiertas. –Yo los pelos a los pendejos, no me falta su dinero sucio, quiero el oro yo porque el oro es puro, me saldría fácil quitarles sus pegajosos billetes en la mesa del poker- guiño el ojo el viejo y ahora ya no era un buscador de oro ni un coyote, más bien un jugador profesional de las cartas, el prototipo del estafador, que gana siempre, y lo sabe.
Y descubre las cartas cubiertas, llamándolas, una a la vez: -Rey- y ahí viene un rey. –Entonces a su lado se requiere una Reina ¿sí pero cual?- y la próxima carta se revela una reina de diamantes, y debajo de la reina por supuesto un valet, su guardia, y así toda la baraja que había tanto bien mesclada enfrente de sus ojos sin que alguna trampa fuese posible se revela tener un sentido, un orden mágico en las cartas que le da un sentido a el azar, mientras que el viejo lo iba explicando, pero no podía ser verdad… no era posible… ¿suerte? ¡magia! Entonces el viejo hacía un gesto con la mano corva que se movía adelante a recolectar el dinero de unas apuestas imaginarias, y cuando lo hacía al hombre le daba un sentido de presión en el estomago, sofocante, molesto y no servían las lisonjas del viejo que parecía querer revelarle el secreto. El secreto que no podía ser fruto de otra cosa que de un trato con el diablo.
Nervioso el hombre se levantó de pié improvisamente para decir: ¿Para que jugar las cartas estafar la gente cuando tenemos el oro? ¡Doblones! Quiero ver los doblones, llenarme las manos los bolsillos el morral de pinches doblones yo. ¡No me chingues viejo, aún si nunca los vi los doblones, lo conozco el oro, me gusta tanto su sabor que cuando niño me comí la medallita de mamá que fue a buscarla en le mierda jajaja. Nunca olvidaré su sabor, su eléctrica cosquilla que te calienta el corazón. Cállate viejo, es tiempo de ir ¡ya! Ámonos…-
-¡ámonos pues!- contestó el viejo misterioso
            El túnel oscuro era alumbrado apenas por la lámpara y las formas que se vislumbraban en las penumbras eran inquietantes, un coro un desfile de flagelantes suplicando, cada viga quebrada por el moho cada piedra cada escombro de pasadas actividades humanas tendía sus manos mendigas hacía él limosneando su propia vida sus experiencias, en un tianguis de recuerdos de nacimientos y muertes que gritaba silencioso ofertas inmundas de vientres grávidos, de ojos que no tenían, todas manos esqueléticas que intentaban rozarlo, olas de soledad, la mirada triste de su mamá esperando siempre a su papá, la mirada maniaca en los ojos porcinos de aquel maestro al cual entregó su hija; esta nada bastarda y sola moviendo aquellas manos a suplicar rencorosas indignas… como las suyas propias, iguales, goteando sangre y pecado.

Desde la oscuridad más profunda de los túneles sin fin, agujeros de gusanos excavados en las entrañas de la madre, en su misma conciencia, más y más calientes acercándose al centro de ella a la estrella adentro de la matriz quemando. Desde cada rincón oscuro y silencioso explotaron demonios hombres con cabeza de hongo que lo miraban fijo antes de desvanecer y el lagarto ciego levaba su don: el horrible hombre con cabeza de cocodrilo revelándole que  nuestras dos razas, la humana y la alienígena, se separaron apenas desde 82 millones de años… y la voz de los antiguos maestros que lo incitan a meterse por cinco años en la tumba y así con esta muerte fingida limpiarse del horrible pecado impronunciable de sus origines que gritaban pidiendo venganza y así mientras que el hombre caminaba sobre la dura roca compacta del túnel se tendió ahí donde no estaba nada y mirando fijo en la oscuridad se iba preguntando si que fuesen cinco años, un solo respiro de las cuevas pluriseculares, un momento apenas de su corazón parado en la muerte. Nada más molestaba el silencio, no el respiro suyo ni lo del viejo y se hundió en la tierra, paredes altas un metro lo rodeaban y ahora él estaba muerto y así se sentía de veras,  piedra en la piedra grávida de peso de inmovilidad y desde la oscuridad que rodeaba su fosa de muerto se asomaban ellos, los híbridos antiguos oscuros hombres con cabeza de animal, los guerreros cornudos a pedirle por piedad de acabar con el suplicio que el hombre les proporcionaba… ¿desde cuando? No se podían recordar las memorias hechizadas de los tiempos que fueron que traían en las manos en las cuales iban amasando también los recuerdos de él, los poquitos recuerdos felices de la niñez aquellos que traen siempre el sazón del asombro y del misterio; y la cresta del gallo del antiguo estaba derecha y fiera mientras que le pedía justicia y no piedad, y estaban sentados en círculo en su derredor aquel conclave eterno del cual hacía parte él mismo culpable de haber traicionado culpable de infligir a ellos el exilio el olvido la muerte civil la condena a la nada devoradora a las mordidas de llamas de la cual aún se resistían, el sátiro tenía las carnes laceradas y sangrientas en varios lugares de su cuerpo antiguo y noble y una carcajada burlesca en su rostro caprino lo desafiaba a darles la gracia, a arrancarlos desde las garras del verdugo… y él del profundo de la tierra sube su espíritu y admira sus propias carnes muertas tendidas en las profundidades de su tumba y ve todas la marcas de las ocasiones perdidas, de las miradas bajas que huyen culpables nunca se sabe de que, las marcas en su piel de sus pecados de sus traiciones de las promesas incumplidas; su indolencia iba empezando a podrir su cuerpo aún vivo, que se deshacía en patrones repetitivos, errores conscientes y perezosos, apego angustiado a cualquier cosa cada respiro cada familiaridad; y ahora desde el profundo de su propia tumba, desde su pesadez extrema e inmóvil, desde la inalcanzable distancia del mundo de los vivos, de los seres de la superficie, de la sin fin multitudes humanas que pequeñas desparecían en el horizonte de los eventos, el hombre en fin veía su mismo cuerpo torturado espíritu doblado y adicto al deseo.
–Soy victima yo también, torturado y ofendido por parte de la vida o de sus amos. Seré estado el verdugo vuestro antiguos compañeros eternos, pero si yo os encarcelados exiliados torturados en la nada, si las cadenas de mi vergüenza penetraban las carnes vuestras de seres de otros tiempos tal vez inocentes, y os obligados a esconderse en las celdas de la soledad de la desolación y del olvido… yo también soy torturado y victima, victima y verdugo y muerto en el hondo de esta fosa y espero que la roca blanquee mi cuerpo y substituya la sabiduría antigua con la consciencia de mis propios crímenes y del pecado original ya olvidado, del menosprecio de mi mismo y mis vecinos, de la rabia que me devora de querer lo que no me pertenece, no es mío si no lo merezco y sí lo robo y lo devoro y pues no existe tragado por el leviatán de mi insatisfacción de mi debilidad de mi miedo y sofocante ansiedad. Victima y verdugo sí, me vengaba con vosotros que ya no existíais y mi odio mi sed de dolor se iba toda hacía Vosotros, que sois los únicos mientras que yo ya no estoy soy piedra pesada soy un cadáver en las profundidades de una fosa en un mina olvidada por dios y los hombres, y no siento nada, ya…
Y el león de piedra se ánima y habla de su pesadez con palabras lentas que duraban años y el hombre se acordó de los cinco, take five, déjame dormir cinco minutitos más, de los cinco años que tenía transcurrir en la tumba y que a lo mejor ya fueron, seguro que fueron, y era hora de salir y se encontró caminando atrás del viejo y nunca se había tendido en el suelo y todo fue un sueño.

Entonces el viejo se para y le dice: -Mira acá- y ahí enfrente la fosa excavada sin piedad en la mera piedra rectangular entallada en la roca, y la reconocía, por supuesto ahí adentro había pasado cinco años como muerto y conocía bien su tumba y estaba ahí enfrente de veras, no fue un sueño era todo de verdad.
            -¿A dónde me llevas? ¿qué pasa? ¿y el tesoro?-
-Tienes tesoros en todos lados y nunca sabes agarrarlos, desechaste tu vida quejándote, y estabas ahí afuera donde brilla el sol ¡el Sol! Y la luna y las estrellas y los ojos de mujer y tú a desperdiciarlo todo a denegar a esconder el tesoro de tu vida a ti mismo y a tus queridos, llorón en un valle de lagrimas, ahogado en la mierda ¿qué les ofrecías a tu esposas a tus hijos? ¿el aburrimiento? ¿la paranoia? ¿la resignación al destino ineluctable de devorarse a uno mismo y a quien lo rodea?-
-Cállate viejo malvado ¿qué sabes tú de mi vida? ¿porqué te metes? ¿quién eres? ¿a dónde vamos? ¿dónde está el orooo?-
-Más profundo que tú- y la uuu no paraba y resonaba horrible aullido de coyote y olió su apestoso olor silvestre que sabía de una tierra y una selvajina que no podía existir en las catacumbas de la codicia, en los calabozos de los buscadores del oro, aullaba aquel demonio y el hombre oía el raspar de sus patas sobre la piedra el chasquear de sus garras y su baba eran las telarañas colgando de aquel túnel que lo rozaban pegajosas.

-Ahaaaa- se toma la cabeza entre las manos el hombre y arranca las telarañas baba liquida de coyote de vieja nada en gelatina, ve su propia cara en el espejo de la oscuridad y la encuentra terriblemente deformada y angulosa como las rocas excavadas a picos por esclavos sudando dolor, y su rostro se quiere confundir con las rocas mimetizarse en ellas devenir piedra y el llamado de la inmovilidad eterna lo atrae mientras que las telarañas la baba lo chupan hacía la oscuridad hacía el horrible hocico del coyote con aquel sombrero de vaquero viejo de piel vieja como vieja está la piel del viejo con su chaqueta vieja del bolsillo de la cual aparece la carta de poker ¡el tesoro! El hombre agarra la carta y grita: -¡este es el tesoro viejo! No hay nada en estas entrañas del infierno que me haces recurrir sin meta, ya no huelo el oro, me chingaste viejo bastardo, pero ahora me lo das, sí el único tesoro que tienes, lo que me puede hacer rico: la carta, las cartas, esa arte oculta ¡ganar siempre! Ahora me lo revelarás tu tesoro, viejo, o te mato aquí mero con mis manos.-

            El viejo ahora estaba derecho como un huso, con su sombrero inclinado, la chaqueta que aparecía nueva y recién planchada, las botas, la barba bajo su mentón puntiagudo, con elegancia mueve un bastón con sus manos largas y traza una línea en el piso entre él mismo y el hombre.
-Te enseñaré esta arte, el verdadero tesoro que he por donar, como bien entendiste, pero para poder aprender tendrás que cruzar esta línea y entrar en mi reino, ove mi arte está escondida, no hay otra opción…-
El hombre brinca y rebasando la línea imaginaria grita: -así sea-.
            Todo se transforma, todo está diferente, alrededor cuerdas luminosas en todas direcciones, él ve conceptos abstractos correr por las cuerdas, él está conectado con todo y casi no le parece de estar en el túnel, aún si lo ve sobreimpreso por aquella otra realidad de telaraña vibrando de energía de la cual hace parte y enfrente a él la esfera luminosa de aquel que sabe ser el viejo, pero cuando lo mira en la manera como puede ver también las paredes del túnel y la lámpara ve a si mismo, otro si mismo
-¿qué hiciste viejo, tomaste mi apariencia… cual acto malvado?- y su voz reverbera metálica tintineando con todas las cuerdas infinitas de luz, y su voz sabe a roca a cristal en la misma manera que la del viejo sabía a coyote, frías las rocas absorben su voz que era él mismo.
-Ja ja ja- ríe el hombre, aquel que ahora es el hombre, aquel cuerpo como el suyo con la voz del viejo -¿todavía no entiendes pendejo? Ahora estás fregado, ahora tú solo tendrás que batallar con la increíble vacuidad de esta montaña toda oro y metales preciosos, lo verás todo el oro ¡lo serás tú mismo! Sí tú que tanto lo hueles el oro ya hueles a mineral tú mismo, pero no podrás agarrarlo nunca, porque ya no tienes manos… ¡pendejo!-

El hombre se mira las manos que están ahí donde deben, aún si al mismo tiempo son solo rayos de luz.
-¿Qué miras pendejo? Aquella es solamente la imagen de tus manos… jajajaja y cuidado a conservarla aquella imagen, la memoria de ti mismo, lista si algún día tendrás la suerte de enseñarla a alguien… jajaja el oro… ¡el oro nos chingó! ¡nos chingamos solos, pero ahora yo soy libre, tú te chingaste solo, y puedo irme yo con este cuerpo joven, mi tesoro lo encontré, por fin-

            El hombre se lanza en contra del viejo en contra del otro si mismo el duplicado el impostor… lo golpea pero no lo alcanza; no le pasas a través, por nada, ni lo roza, su mano se le desliza tangente ahí, pero atrozmente en otro plan de existencia en otra dimensión; se lanza otra vez a todo cuerpo y el impacto es asqueroso, le está encima y no le está, con la lejanía de dos universos, dos completamente opuestas maneras de ver al mundo, de vivirlo, de serlo.
-No tienes manos, no tienes estomago, no puedes comer, no tienes pulmones pa’respirar, ni pito para coger, u orinar si era la sola cosa que sabias hacer con él, don nadie eres parte de esta nada imperante que escogiste, eres parte y prisionero, jajaja, y yo libre ¡gracias pendejo!-

El contacto con el cuerpo del viviente es extraño y asqueroso como si fuese en una melaza solida y oprimente, mientras que él trae consigo el llamado de todo lo que es capaz de ser, en devenir lo que quiere deslizándose a lo largo de estas cuerdas de energía con gracia y elegancia, y mil recuerdos de su vida cuando en su corazón sabía ser la vida una gracia explotan ahora en su consciencia; aquel sazón de hombre lejano  pulsando vivido tan diferente del aquel sazón de piedra de cantera, y la proyección en la imagen de la que fue su boca del sabor metálico del oro de los minerales que ahí están por todas parte mesclados en la roca; y líneas de luz salen de él y lo conectan a otro lugar donde está la vena del rubio metal que ahora es una cosa sola con él.
Menestrón primordial, proximidad, entanglement,  enredo, maraña de todas las cosas, recuerdo y eterno reciproco condicionarse.

-¡Vas! Vas tú que puedes, zambulles en la roca, visita esta montaña y conozcas sus confines –
Como siente las palabras del viejo él zambulle literalmente en la roca, aún con la piedra no hay contacto, se desliza sobre otro plan de existencia, pero aquella proximidad, aquella promiscuidad casi compenetración con la piedra con la montaña no es asquerosa como aquella con el cuerpo del viviente, ella es inmensa y acogedora, e inmóvil y callada y no hay pensamiento y lo absorbe a disolverse en ella… y allí esté el confine del cual no puedo salir, y si lo veo con el recuerdo de los ojos que tenía es el confine de la montaña, de la cual no puedo salir. Ni fusionarme con ella y dejarme ir a ser piedra. Misteriosamente el mío ser prisionero en la materia misma de esta montaña y mi ser ajeno a ella son la misma cosa. Soy un virus en la memoria de la montaña, o tal vez apenas en su respaldo. Ahora se todo de cómo sacar una Reina de diamantes de la baraja cuando quiera, de cómo todo sea fácil, lo que sea, en aquel otro mundo, el mundo de los vivientes. Veo todo en un momento solo, pero no me sirve de nada, veo la entera montaña y cada su electrón al mismo tiempo, pero yo vivo en el vacío en el inmenso vacío entre ellos. Vació y solo visito todas las cuevas, los túneles, todas las venas de oro y de otros metales y cristales y de agua, en un parpadeo, y soy cada cosa y no puedo serla porque ahí está el confine entre los mundos y no paso.
            Y solo ahora en el túnel el viviente yéndose se la ríe: -Andale tal vez lo encuentras el pendejo que atraviese voluntariamente el confine de tu mundo, y así devenir él y vivo, yo lo logré, en cinco siglos apenas jajajajaja-

LA OSCURIDAD, MI ESCENARIO NOCTURNO

La oscuridad, mi escenario nocturno

Por: María Hernández

La oscuridad me perseguía en acecho. Me mostraba su manto negro con el que deseaba cubrir mis flores y mariposas, mis manantiales… mi paraíso. Atenta a mis movimientos, parecía ansiosa por envolverme en todo mi color y marchitarme. Poco a poco, empezar por ponerme gris y luego consumirme y camuflajearme en la nada, desaparecerme.

Yo le huía, despavorida. Cada vez que la veía asomarse por la esquina, borrando a su paso la alegría y tapando las ilusiones, me escurría entre los caminos secretos con rumbo a la esperanza. Allí me mantenía yo, entre el pasto verde que me rebasaba en altura, dejando espacio a los rayos del sol que me iluminaban. Allí me resguardaba de esa perseguidora torturadora. De vez en cuando me trasladaba a otros territorios, uno de mis favoritos era el estanque, rodeado de flores en multitud de colores. Allí solía descansar con el resplandor de la sonrisa, con el confort de la tierra fértil que retoñaba tranquilidad. Pero una vez, yo de desprevenida y la oscuridad de astuta, se acercó y me robó la sonrisa, se posó sobre mis labios que sintieron despedazarse y decaer por la invasión oscura que ensombreció mi boca. Y yo, así, sin la sonrisa, como que ya no combinaba con el paraíso, como que desentonaba en él. Sin la fuerza de mis labios en la risa, se me opacó también el alma y ya no cuidé mis flores, que se marchitaron lenta y desgarradoramente. Ya decadentes, los seres vivos que me habitaban se volvieron propensos y vulnerables a caer en la seducción de la oscuridad, la cual logró apoderarse también de mi entorno.

Y traté de convivir con ella, con su manto negro, asfixiante, que cada vez se volvía más pesado, doloroso. Insatisfecha intentaba desenvolverme de ella, destaparme y dar mi cara y mi alma de lleno a los chispazos de la luz de la ilusión. Cierta vez conseguí unos crayones y me dediqué a pintarrajear ese manto, mis garabatos pretendían ser sonrisas, pero era tan oscura la oscuridad que rápidamente ella absorbía el color que dejaba únicamente la marca de una mueca frustrada. Incluso llegué a pintarme yo toda, de color naranja, pero la oscuridad más enojada aún, me abrazaba fuerte y se adhería a mi piel diluyendo todo color entre su penumbra.

De clandestina, me conseguí unos fósforos y gasolina. Sigilosamente fui esparciendo el líquido en ella, ni se dio cuenta. Y eso que el olor era intenso. Pero como ella se preocupaba más por expandir su imperio en mis territorios, no se percató que yo le preparaba una emboscada. Y decidí hacerlo, tomé un fósforo y ante sus ojos burlones lo encendí, ella soplaba y la luz del fósforo se extinguía. Volvía yo a encender otro fósforo y ella hacía lo mismo, apagándome la luz. Al encender el tercero ella optó por apagarlo con la fuerza de su manto y se dejó caer suave sobre el fósforo. Rápidamente el fuego se propagó por toda ella, prendiéndola fulminantemente. Ella en la desesperación y por evitar que el fuego la encendiera toda, se alzó por lo alto y yo quedé ausente de ella, a la intemperie. La vi cómo se sacudía y sacudía tratando de apagarse ese fuego y su luz que atentaba contra su oscura esencia. Al fin logró apagarse pero quedó detenida en el cielo, su manto oscuro se adhirió en todo el techo de La Tierra. Fue esa la ocasión cuando surgió la noche. Esa noche que es la oscuridad chamuscada pegada al cielo, con pequeños fogarones que no lograron apagarse y que ahora se llaman estrellas. Todo ello producto de aquel incendio fugaz.

La oscuridad permanente en el cielo, le gustó la idea de poder cubrir ahora todos los campos y las veredas y comprendió que era mejor que estuviera a cierta distancia, porque si envolvía fuerte llegaba a asfixiar. Aceptó la compañía de los rayos del sol por ciertos momentos, los cuales se denominaron “día”. Y cuando el sol se iba de siesta a ella le tocaba protagonizar en el cielo, en ese momento denominado “noche”. Y así, ahora me acompaña en mi existencia, como un escenario estelar nocturno, lejano y a la vez cercano, constante. Me cubre, pero ya no amenaza con envolverme y sofocarme, sólo es una compañía grata, que alberga tesoros de astros. Ahora yo suelo enviarle a ella mis penas y las veo desaparecer en ese cielo, oscuro, nocturno.

LO PASADO, PASADO

Lo Pasado, Pasado
Patricia Cortez
Desenvolvió el papelito que encontró en el fondo de la bolsa del saco, la carta le dio ternura primero, luego enojo y finalmente asco. ya lo sabía, siempre supo que no era la única pero... en el fondo pensaba que aquellas caricias eran sólo para ella, ahora leía las mismas cosas "dame tu culito", "besame hacia el sur" en labios de otra... pendejo, ni siquiera imaginación tenía.
terminó de preparar el almuerzo, hizo un enorme frasco de refresco ácido de maracuyá, sirvió con atención y con un enorme cariño el bistec con papas, el arroz amarillo con verduras, la ensalada de pepinos y rabanitos... y el vaso de fresco, del cual ella también bebió.
En el fondo del frasco se veían unos gránulos rojizos.
Pasaron dos días y ambos seguían vivos, el klerat no había hecho su efecto, releyó la etiqueta para darse cuenta que no era soluble en agua fría, nada iba a pasarles y él parecía tan enamorado que quiso olvidarse de aquello y lo logró.
Pasaron los meses y un par de años después él comenzó a sangrar, dejaba en el baño un charco de heces rojas y vómitos con coagulos de sangre, trató de salvarlo haciendo lo que pudo, lo llevó al hospital donde le pusieron sangre pero se vaciaba, sus ojos se llenaban de manchas rojas, sus lágrimas también eran de sangre...mientras se despedía de él con las manos sobre las suyas vió una chispa extraña en esos ojos que amaba y lo supo de una vez.
De regreso de la funeraria encontró la nota en la puerta de la casa, ella, otra vez...
le pedía perdón por la muerte de "ese hombre al que ambas quisimos" y le explicaba que ella, había molido el klerat en la carne del ceviche de criadillas, no le perdonaba los engaños, no eran ellas solas, había más...
Al día siguiente fue a la policía, entregó la carta para que la castigaran, no lo iba a dejar sin venganza.
Antes de salir al mercado tiró a la basura una caja entera de Klerat, ya no lo iba a necesitar.

OFRENDA SIN ALTAR

Ofrenda sin altar
Olga Contreras
Otra vez la oscuridad tratando de envolverme, de arroparme con su fría suavidad. Me habla al oído y cual amante furtivo me convence con palabras dulces que me entregue silente y mansa.  Pero esta vez no peleo, no hay más lucha en mí. Me dejo sitiar por la suave penumbra sabor canela, el color noche me vence y me posee con su dulce olor a ti.
Poco a poco mi memoria se enfría, mis ganas de despertar se evaporan como mi historia salpicada siempre de dolor. Pero justo eso es lo que ya no hay en mí: dolor. Ahora sólo la nada que me ofrece una extraña pero anhelada paz que acepto como una ofrenda sin altar.

LAS ALITAS DEL CORAZÓN

                Las Alitas del Corazón
                Elena Nuñez

                 Le llamaban Ala Triste. Era un hombre amochado, con jocico taciturno, errante y amante del alcohol. Le llamaban así porque parecía un cernícalo enjaulado. Atrapado en su pasado. O en su simple lamento etílico. Pesado en el habla, nublada la mirada, tan solo despertaba cuando alguien le hablaba del ayer. Quizás entonces, tampoco entonces, no fuera triste. Pero él, imaginaba que sí. Que entonces ella le amaba. Que entonces su nombre era el que ella le daba. Ahora tan solo era Ala Triste.
                 Ala Triste calzaba zapatos viejos, como lo eran sus pasos, por las barras de los bares. Como era su chaqueta mugrienta y llena de lamparones. Como su camisa, de cuello roído, como todo él. No llegaba a los cuarenta y parecía pasar los sesenta. El tiempo se le había ido de corrido. Nunca lo agarró, lo vio pasar, o se quedó en él, presa de la nube oscura en la que diluía su existencia. No daba pena, no daba lástima, no daba compasión, tan solo estaba ahí, siempre mirando el fondo del vaso. Él día que se conocieron, ella le habló sin parar, ni siquiera él sabía de qué. De lo que iba a comprar con uno ahorritos que tenía, que si se iba a ir de allí, que si aquello era poca cosa para ella. Que ella iba a llegar lejos. Las palabras le salían del rebose del carmín, colándose por entre el humo que la envolvía. A él no le importaba nada de lo que decía, pero algo en ella le recordaba a su primer amor. Al que nunca existió. Pero que él decidió que le amargara la vida.
                 Se lo llevó a su apartamento, un cuchitril de cortinas separa todo. Separa baño, separa cocina, separa sala. Separa la realidad de fuera, con la ensoñación de sesenta grados del interior. Del interior de ambos.
                 Ella quería quererlo, él se dejaba, aunque poco podía hacer. Y  a pesar de lo poco, pasaron la noche, la primera noche, en la que él al final pronunció un nombre, que no fue el de ella. Que era el de otra mujer, a la que él un día decidió amar hasta el final. No le importó, disimuló cuando lo oyó, como si nada hubiese oído, o como si fuera el suyo propio. Lo asumió así, tampoco a ella le importaba demasiado el de él. Después de todo se complementaban, porque ninguno esperaba nada del otro. Solo que estuviera allí. Y así pasaron años, varios, en que los dos se compartían la vida, ambas envueltas en un sueño, el de él del pasado, el de ella de lo que estaba por venir. Pero como las dos eran ensoñaciones, y ambas nunca serían realidad, pudieron coincidir en ese lugar en que los sueños no son otra cosa. Solo sueños.
                Él, un día en que su cabeza tenía un anómalo orden, evocó sus recuerdos en voz alta, y ella le escuchó. Tal vez si eso hubiera ocurrido la primera noche, no hubiera pasado nada, pero después de tantas, sintió que el carmín se le resbalaba entre las prietas bembas de botox caduco. De pronto tenía un sabor amargo, cosa que ya casi notaba, entre el alcohol, el tabaco y el botox. Pero lo paladeó, era un sabor a sueño roto. Sin haberse dado cuenta aquel que un día tuvo lo fue sustituyendo por la presencia de aquel hombre. Sin darse cuenta no solo se había acostumbrado a sus hinchadas y fornidas manos, a su barba rasposa, a su pelo revuelto, a todo él. Lo supo en ese instante, se había enamorado. Y todo lo demás, todas las ensoñaciones de otra vida, se le habían difuminado. Al oírlo, tan errante en el pasado, aún triste, aún apenado, aún enamorado de ella, la otra, la que nunca tuvo rostro para ella. Lloró. Siquiera la miró, él estaba demasiado sumido en su dolor. O si la miró hizo caso omiso, ya tenía bastante con sus lágrimas.
                   Esa noche ella no quiso amarle. Ya no quería, porque sabía que ahora, lo haría de verdad. Que luego sufriría, si una vez más oía, por milésima vez, escuchar otro nombre.
                 Le pidió que se fuera. Que no volviera, aunque se le rompieron, esta vez a ella, las alitas del corazón. Y se quedó allí, entre las cortinaseparatodo y la obscuridad.



HAMACA

Hamaca
Marilinda Guerrero V.
Ayer en la noche me desperté por una pesadilla que tuve. Traté de sentarme, pero mi cuerpo estaba tan cansado que no obedecía las órdenes jerárquicas de mi cerebro.  El cuarto estaba obscuro.  Al otro lado de mi casa, hay un centro comercial. En esta época del año, mantienen sus luces encendidas para recordarnos que se acerca la navidad y que hay que comprar con tiempo para evitar la aglomeración del veinticuatro de diciembre. Intento fallido, porque siempre la gente hace sus compras de última hora. En esta temporada coloco doble cortina en la ventana del cuarto que da hacia la calle, para evitar el paso de las intensas  luces que evitan mis ojos descansar.  Fue en esa privativa obscuridad, que mis ojos estaban abiertos pero mi cuerpo estaba dormido. Impuse  mandatos tiránicos neuronales dirigidos  a los dedos de mis manos para que ejercieran cualquier tipo de  movimiento, y en lugar de ello, un dolor epigástrico comenzó a fluir. Ordené a los dedos de mis pies, y un sentimiento nauseoso en la parte coronal de mi esófago se hizo sentir. Mi cuerpo se oponía al pensamiento. Quise gritar, pero mi garganta y cuerdas vocales  conspiraron,  evitando la salida del aullido de desesperación de mi alma por pedir ayuda.  Era el momento que siempre temí. Había esforzado tanto mi cuerpo  engañándolo con los analgésicos, obsesionado por cumplir y sobrepasar el récord de salto alto que  alguna vez mi padre impuso en sus épocas de gloria. Toda la vida bajo la sombra de mi padre. El campéon de salto alto, de cien metros planos. Con sus largas piernas y torso pequeño, amenazaba cualquier índice de ventaja que pudiera tener cualquier competidor a su lado.  Murió joven. Pero siempre fui su hijo, por lo que mis logros los compararon con los de él. Pobrecito, nunca será como su padre.  Odio la conmiseración.  Para olvidar el dolor de articulaciones, empecé con Acetaminofén terminando en  Tramadol. El dolor era más intenso cada vez. Esa noche en particular, las sábanas me hacían estorbo. Comencé a mecerme de un lado a otro, logrando movimientos al principio suaves,  para luego acelerarlos y convertirme en una especie de hamaca humana. Mis dedos de pies y manos seguían estáticos. Alzaba mi cuerpo de un lado a otro, sintiendo la brisa correr por los cabellos en medio del negro  cubriendo el cuarto. De pronto, caí en el suelo.  Me puse a llorar. Lágrimas corrían por las mejillas. Libres, sin poderlas quitar del rostro.  Resignarme a dormir en el suelo fue mi única opción.  Me desperté en la mañana, en mi cama. Me senté y subí a la silla de ruedas. Después del accidente donde murió mi padre, y yo perdí mis piernas, he tenido el mismo sueño.

CUENTOS DE DECEPCIONES

SEÑORITA DEPENDENCIA

Señorita Dependencia

Por: María Hernández

Ella había triunfado, había ganado el título a “Señorita Dependencia”, al vivir atada a sus temores y mantenerse condicionada por los demás para tomar sus decisiones. Por eso, la vida la había coronado de inseguridades y la había premiado con un ramo de excusas para estancarse con los “no puedo”, además… en ese vil concurso se maquillaba de sonrisas y de conformismo para atenuar las desilusiones y decepciones que el trono traía consigo. Y es que era difícil ser la fiel representante de ese certamen, pero había asumido el primer premio de la mejor manera y lo más cobardemente para ostentar el título: “Señorita Dependencia”.

Sólo esperamos que no sea en calidad de vitalicio.

LA REBELIÓN DE LAS LETRAS

La rebelión de las letras
Fabiola Arrivillaga Hurtado
 *Cuento de tema libre
Esta es la historia de un cuento que se negaba a ser escrito, leído o contado.  Un cuento rebelde, de los que nos gustan a nosotros los desterrados de la libertad.  Y es la historia de la mano que, impaciente y atormentada, luchaba por atrapar cada letra, cada sonido, cada imagen que en la cabeza del escritor se plantaba, sin conseguirlo.
En cuanto se aferraba a la pluma y se colocaba rozando delicadamente el blanco papel de la libreta, algo tan mágico como terrible comenzaba a ocurrir.  La frase obligada era “Había una vez …” y la mano se esforzaba por plasmar aquella primera H que, escurridiza, se escapaba hasta la esquina inferior izquierda de la hoja, resbalaba y se colaba por las grietas de la madera hasta perderse en ella.
El escritor, haciendo gala de un ingenio poco común, intentó, doblar los cuatro márgenes para formar una especie de artesa que no permitiera la fuga de vocales y consonantes; pero aquellas resultaron mucho más hábiles y descubrieron que podían ayudarse, empujarse y evadirse si trabajaban en equipo.  Probó, entonces, colocar un pliego de cuero bajo la hoja, en el afán de que las insurrectas se resbalaran a fin de atraparlas entre las manos, pero en su desconocimiento científico ignoraba  la adhesión que existía entre la tinta que usaba y aquella cubierta, misma que intervino a fin de que las letras lograran su anhelo libertario.
En una serie de frenéticos intentos, colocó coladores, cinta adhesiva, bolsas de basura y pegamento, cambió de pluma y de tinta, lloró, insultó, suplicó de rodillas pero todo fue en vano. Vencido, echó hacia atrás su pesado cuerpo y vio aquella tabla y su intrincado sistema de grietas.  ¡Allí estaba su trabajo!¡Allí estaba ese desconsiderado cuento fantástico cuyo contenido casi había olvidado, no pudiendo pasar de la primera letra!
Fue entonces cuando lo supo.  Sin mediar palabra y muy, muy despacio, trazó la H, la a, la b y así sucesivamente.  Así, letra a letra y tras varios días de trabajo, el cuento completo se había escondido en la vieja mesa de pino del escritorio.  Colocó el punto final, tomó papel y pluma, inhaló con fuerza y sacudió iracundo aquel mueble, somatándolo repetidamente contra el piso del estudio.  Y allí, medio dormidas, fueron apareciendo las letras y signos perdidos, demasiado lerdos como para reaccionar y escaparse de nuevo.  Veloz, tomó un plumero y con inusitada agilidad, empujó su cuento hacia el pequeño recogedor y luego hacia una bolsa, que cerró con un fuerte nudo.
Ahora, cada día, observa la conspiración de las letras, sus movimientos y sus intentos de escape, con el afán de capturar el instante mismo en el que vuelvan a quedarse dormidas, para armar las piezas y contar la historia.

CAMA PARA UNA

Cama para una.
 Herbert Ismatul
Ella dormía cómodamente, entre un fino ropaje  de algodón y  almohadones rellenos de plumas de ganso, un camisón de seda negra enfundaba un cuerpo que no terminaba de perder la belleza. Él,  a su lado, la contemplaba fijamente, hasta desconocerla. ¿Era ella realmente la mujer que amaba? Solamente sabía que todo aquel amor, aquella pasión que hacía arder  su sangre juvenil, había desaparecido completamente.
         Esa misma tarde,  en ausencia del personal  de la oficina, había llegado a buscarla.  Ella estaba archivando algunas carpetas y se preparaba para salir. Entró sigiloso y, como solía hacer antaño,    la  abrazó rodeando su cintura y susurrando  cerca de su oído. Ella volteó y lo beso  tiernamente en la mejilla recién afeitada. Lucía  preocupada.  Él,  le dio un masaje  en la espalda. No se escuchaban sillas rodar, ni maquinas, ni tacones de secretarias, ni el rugir monótono del aire acondicionado. Despacio, le quitó su chaqueta azul marino y continuó el masaje subiendo por instantes hasta el cuello perfumado con Chanel.   Su blusa blanca permitía entrever un sostén de encajes. Ella permanecía dócil recibiendo el tratamiento relajante  que tanto le gustaba. Sin  que ella pudiera notarlo, él se quito la americana, y  desabotonó   su camisa. Acaricio sus senos, quito con premura el gancho que sujetaba su cabello rojo teñido y comenzó a besarle el cuello. Ella presagiando las intenciones de su esposo,  dio vuelta rápidamente  y dijo:
            -Aquí no.
            Él con un gesto de sorpresa momentáneo, la interrogó:
          -¿Y por que no? ya no hay nadie por aquí.
-Yo se que no hay nadie, pero este no es lugar para hacer el amor.
       Atrás habían quedado las aventuras de juventud,  los pequeños riesgos para amarse a escondidas olvidándose del mundo y su crueldad. Era  la tercera vez que su esposa lo rechazaba de forma similar.
     -Ya llegaremos a casa. –dijo, ella sujetando de nuevo su cabello.
 Fingiendo comprensión, abotonó su camisa y sonrió levemente. Luego  salieron rumbo a su casa.
      Cenaron.  Ella tomó una ducha y ahora sí, hicieron el amor, en su  cama  de  telas finas,  en medio de  su recamara de diseñador.  Al terminar, ella se levantó, cubrió su cuerpo con uno de sus camisones de seda negra. Él, acostado en la cama, pensaba en que eso era inexcusablemente  lo que juntos habían soñado  en aquellos momentos  de pasión, cuando hacían el amor en la oficina donde se conocieron, en el viejo garaje de su abuelo, en el claro de un bosque, o en las riberas del río que ya no existe, o en cualquiera de los otros lugares donde vivieron la intensa pasión de juventud. “Esto es lo que  soñamos”. Que  lejos estaba ese sueño de ser la felicidad.” Quizá eso es la madurez”,  pensaba. El sexo no era lo más importante para él, de eso estaba seguro, pero ahora que había perdido el encanto, pensó dignamente en que debía acostumbrarse a esos sueños mal habidos, acostumbrarse a la rutina que su esposa tanto amaba, y buscar rápidamente alguna verdadera razón para querer estar a su lado en esa comodidad asfixiante, que pronto, también dejaría de  existir.

ÉL, QUE DECÍA QUE LA QUERÍA

Él, que decía que la quería
Por Tania Hernández
¿Entonces qué, la va a querer? Yo sí, lo que falta ver es si ella me quiere. Muy chistoso. Quiero decir, que si se la va a llevar. Ah, sí. Mire, y ¿tiene garantía? ¿Garantía? Bueno, no sé, solo si no se le infla... No, quiero decir que si me garantizan que ella sí me va a querer. Pe-pero, usted sabe que es una muñeca inflable, ¿no?. Sí, claro. Es que tampoco he tenido suerte con las inflables. Son como todas: primero están allí dispuestas y después de un tiempo se desinflan, y ya no quieren satisfacerlo a uno. En esos casos hay un dispositivo que ... ¡Ah, no! Yo a lo natural, nada de dispositivos. Es cierto que yo la babosada no la tengo muy grande, pero para el caso alcanza. Y si no, ¿por qué no les molesta al principio, sino que se van quejando ya meses después? Como quiera, entonces... se la lleva o no se la lleva. Si, me la llevo, me la llevo. ¿Efectivo o tarjeta de crédito? ¿Qué, usted, también? Todas son iguales. Solo el dinero les interesa. Después dicen que por qué uno las mata Q-q-¿qué? ¿M-m-atar a quién? A las inflables, por supuesto. Las de carne y hueso siempre logran escapar. En cambio las inflables se quedan quitecitas, esperando su destino, pero con una indiferencia que me hace perder la paciencia. Es muy decepcionante verlas después hechas pedacitos en el suelo, como si hubieran sido unos simples recipientes plásticos. Mi cariño despedazado en el suelo. ¡Qué metáfora! Ah sí, muy poético, muy poético. E-ésta es muy buena, ¿sabe? Es muy simpática. Le va a gustar mucho. Si usted lo dice, entonces me la llevo. Son 60 euros ... de ... dote. Pero usted me garantiza que... Bueno, yo ... yo no, pero el fabricante sí, él se la garantiza todo lo que quiera. ¿A propósito, m-me puede apuntar su nombre y dirección? E-es que al fabricante le gusta preguntar personalmente si los clientes están contentos con el producto.  ¡Qué bien!, sí por supuesto, así sí me llevo más tranquilo a la Mariana – ji, ya hasta le puse nombre, ¿verdad que tiene cara de Mariana?  Sí, si, Mariana, sí. Apúntemelo aquí, por favor. Bueno, entonces, que le vaya muy bien y mucha suerte con su muñ...Mariana. Gracias, muy amable. Adiós. Adióoossssss-aló, ¿policía...?

CAJA DE RECUERDOS


Caja de recuerdos
Por: Ingrid Sofía Escobar
No bastó mucho tiempo para saber que te perdería para siempre. Siempre lo supe, llámalo un sexto sentido, miedo, paranoia, pero desde aquel día que te descubrieron en el acto supe que tenía a otra persona frente a mis ojos.
Lo único que mantengo repitiendo constantemente en mi cabeza son los recuerdos de una distante infancia que compartimos juntas. Recuerdos que parecen casi falsos y, la verdad, irónicos cuando veo cómo terminaron las cosas entre tú y yo.
¿Recuerdas nuestras carreras en bicicleta? ¿Recuerdas aquellos inviernos en los que pasábamos horas jugando afuera hasta que nuestras narices se pusieran rojas y frías y, el helado viento traspasara nuestros guantes?
No. Fue más que eso. Hoy, esos momentos se encuentran guardados en una polvorienta caja dentro del armario.
Sé muy bien que nunca tuvimos una familia normal como las de nuestros amigos. Sé muy bien que han sido más de 10 años desde aquel incidente con papá y mamá. No te preocupes, mamá se encuentra bien. Te extraña mucho eso sí.
Me siento un poco tonta escribiendo esto, pero todos los días me pregunto cómo
estarás. Qué estarías haciendo. Qué es lo que piensas, qué es lo que sientes. Sin embargo, no sé si recibiré respuesta alguna.
Confieso que me sentí decepcionada el día que llegue a tu habitación y la encontré vacía. Ese mensaje en la puerta quedó grabado en mis ojos para siempre. No lo niego, en cierto grado esperábamos tu reacción, pero tampoco llegué a creerlo hasta 2 meses después de tu partida. La idea me pegó tan duro como si me hubieran arrojado un martillo a la cabeza.
La intervención fue un fracaso. Dos años y 4 meses después regresaste. No te podía reconocer. Todas las noches escuchaba llorar a mamá. Me era insoportable verla y después verte a ti desperdiciando todo lo que te dio con tanto esfuerzo. Cualquier palabra fue inútil.
Tu presencia fue inmutable. Eras una extraña, una turista en tu propia casa, en tu propia familia. Sigo guardando la caja de recuerdos, tal vez así la hermanita que recuerdo siga viviendo en mi cabeza y reemplace la desconocida que vivió en mi casa. No puedo perdonar lo que hiciste más tarde ese año, no puedo perdonar que el novio de mamá haya olvidado su rifle de caza en la cocina.

EL HOMBRE SIN NOMBRE

El Hombre sin Nombre
Elena Nuñez

-Me borraron la identidad señor.
-¿Cómo dice?
-Sí, verá es que se quemó todo en el gran incendio. Y también la parroquia donde me bautizaron mis padres, y la oficina de seguros sociales también. Ahora no tengo nombre, no queda nada de quien fui.
-Pues habrá que buscar testigos, alguien que pueda reconocerle.
-No queda nadie señor.
El señor, que no era otro que el del registro, siempre tenía el mismo tono de tez. Como de tinta licuada que se le depositaba bajo los ojos, en la comisura de los labios, en todo el rostro. Era un hombre gris, pegado a la tinta con la que había pasado su vida. Algo en él le hizo sentir compasión de aquel hombre. Se lo había imaginado joven, con una mujer a su lado, con muchos hijos, nietos, con una gran familia. Lo veía en su trabajo, al que acudía cada día, de mañana, temprano antes que el sol. Regresar a casa sin este, cuando casi todos ya dormían. Se lo había imaginado… porque solo eso se podía hacer con alguien que ya no tenía ni nombre.
-Está bien, no se preocupe, vamos a hacer lo que se pueda.
Tras varios días de trámites el señor, se las arregló para hacer algo que nunca antes en sus treinta años de trabajo se hubiera imaginado hacer. Crear una identidad, y todo por su imaginación. Cuando se la entregó, vio la sonrisa fugaz en el borde de los labios de aquel anciano. Luego fueron las miles de palabras y halagos de agradecimiento.
-Ay señor, no sabe cuánto ha hecho usted por mí. Me ha salvado, me gusta el nombre. Sí señor a partir de ahora seré Alberto Montero.
Cuando se hubo ido, sintió tras su marcha un tremendo remordimiento. Se había saltado toda norma. Había creado al tal Alberto Montero de la nada. Bueno, de la nada no, el de verdad había muerto hacía unos días. Traspapeló el acta de defunción. Y cambió algunos datos. Toda una vida de metódico y estricto procedimiento laboral tirado por la borda. Tuvo ganas de salir detrás de aquel viejo, pero a lo hecho pecho. Intentó convencerse de que todo había sido una buena obra. Porque su imaginación le hizo ver a aquel anónimo anciano como un hombre de una buena vida, o más de una vida buena.
La prensa comenzaba a sacar rostros de los tenientes coroneles que habían pasado su vida, mandando a fosas comunes, a rincones del monte perdidos a los que protestaban contra la dictadura. Entre los rostros, lo reconoció.