La Mina Vieja
Rodolfo de Matteis
El hombre se encontraba desesperado.
Aún veía los ojos de sus hijitos mirándolo, llenos de lagrimas, de hambre y de miedo cuando él, después de romperle la madre a su mujer y su hija mayor, agarraba su saco y dejaba la casa.
Caminaba por el monte, la noche para fuera era muy fría, pero ahora, cuando toda vía no aparecían las primeras luces del día, acababa de acercarse a la Mina Vieja, y iba a meterse.
Los mineros vinieron, excavaron un dédalo de galerías, y se fueron.
Como los ojos oscuros de un mundo de abajo, las minas te miran inquietantes.
No hay nada más que sacar, se decía, a los precios de hoy.
Pero oro había, lo podía olear él, mirándolo trasudar desde las rocas, evaporar de la tierra que amantaba de finos vapores luminosos, invisibles para los demás.
Habían que estar aún, escondidos en algún lugar, los tesoros amontonados por los mineros en rebeldía, antes que los soldados los mataron a todos. Nadie nunca encontró nada.
Quizá, lo que entonces era un tesoro que valía la pena de hacerlo buscar por expediciones de sucios soldados, hoy, aún, solo una su partecita, sería una increíble fortuna.
No tenía otra opción, el hombre: tenía que encontrar algo en la mina. Solamente la Tierra podía hacerle este don. Ya su prójimo lo había corrido, no tenía amigos, ni ahora una familia, los había dejado, para siempre. Su esposa, tan dulce, tan bonita, había tomado el mando de su existencia forzándolo a ejecutar los trabajos más humildes o más peligrosos, por un trozo de pan. ¡Había vivido como esclavo solo por dar de comer a ella y aquella nidada de niños que parió! En sus ojos relucía la fiebre del oro.
No estaba arrepentido el hombre, cuidando solamente a no tropezar en las piedras en la difícil luz del horizonte que madrugaba apenas. Quería meterse en la mina antes que sus ojos se acostumbraran a la luz del día, ahorrando así lo más posible del preciosísimo gas de su única lámpara.
Traía solamente la lámpara, el pico y un morral cuando por fin entró en la Mina Vieja. Resguardado de los vientos que anuncian la subida del sol, tenía más calor ahora en el refugio de las acogedoras entrañas de la tierra.
Aún veía los ojos de sus hijitos mirándolo, llenos de lagrimas, de hambre y de miedo cuando él, después de romperle la madre a su mujer y su hija mayor, agarraba su saco y dejaba la casa.
Caminaba por el monte, la noche para fuera era muy fría, pero ahora, cuando toda vía no aparecían las primeras luces del día, acababa de acercarse a la Mina Vieja, y iba a meterse.
Los mineros vinieron, excavaron un dédalo de galerías, y se fueron.
Como los ojos oscuros de un mundo de abajo, las minas te miran inquietantes.
No hay nada más que sacar, se decía, a los precios de hoy.
Pero oro había, lo podía olear él, mirándolo trasudar desde las rocas, evaporar de la tierra que amantaba de finos vapores luminosos, invisibles para los demás.
Habían que estar aún, escondidos en algún lugar, los tesoros amontonados por los mineros en rebeldía, antes que los soldados los mataron a todos. Nadie nunca encontró nada.
Quizá, lo que entonces era un tesoro que valía la pena de hacerlo buscar por expediciones de sucios soldados, hoy, aún, solo una su partecita, sería una increíble fortuna.
No tenía otra opción, el hombre: tenía que encontrar algo en la mina. Solamente la Tierra podía hacerle este don. Ya su prójimo lo había corrido, no tenía amigos, ni ahora una familia, los había dejado, para siempre. Su esposa, tan dulce, tan bonita, había tomado el mando de su existencia forzándolo a ejecutar los trabajos más humildes o más peligrosos, por un trozo de pan. ¡Había vivido como esclavo solo por dar de comer a ella y aquella nidada de niños que parió! En sus ojos relucía la fiebre del oro.
No estaba arrepentido el hombre, cuidando solamente a no tropezar en las piedras en la difícil luz del horizonte que madrugaba apenas. Quería meterse en la mina antes que sus ojos se acostumbraran a la luz del día, ahorrando así lo más posible del preciosísimo gas de su única lámpara.
Traía solamente la lámpara, el pico y un morral cuando por fin entró en la Mina Vieja. Resguardado de los vientos que anuncian la subida del sol, tenía más calor ahora en el refugio de las acogedoras entrañas de la tierra.
Olor a tierra, minerales, oro, profundos como los túneles desde que fluían y en que iba adentrándose, poderosos aromas lo atraían todavía más abajo, más adentro, más en lo oscuro, más fuera del tiempo, fuera del mundo aún si, inexplicablemente, adentro de él.
Procedía con cuidado, caminando entre rocas caídas, vigas, montones de piedras. La fiebre del oro ya lo tenía y él no se daba cuento de las horas que pasaban.
Estaba firme en no salir de allí con las manos vacías.
Tenía ya que ser noche a fuera cuando, maldiciendo, tomó asiento para descansar, apagando la linterna, en un tubo subterráneo excavado por una muchedumbre de hombres trasudantes plomo, quizá cuantos siglos antes.
-¿Dónde chingao están sus tesoros? ¿dónde la vena de oro? ¿que chingao hacéis ahora, muertos de hambre, muertos de fatiga, muertos esclavos, con sus doblones? Todo se va, y ustedes allí pegados al botín de un mundo que los corrió, los borró, para siempre… ¡Chingao, no es legal! -
Secando el sudor de la frente con su camisa sucia y rota el hombre no encontraba paz.
- ¡Paz! tenéis la paz eterna ¿y no se conforman? Lo ha dicho el Señorjesucristo que los muertos son todos iguales, ricos y pobres ¿entonces? ¿O tal vez hicieron un trato con Satanás, para pagarse un mejor tiempo en el infierno? ¡Ya veis, entonces, que no puedo morir pobre!
-¡Y callense malditas ratas! - gritó en la oscuridades oyendo un jaleo.
El ruido no solo no se paró, si no que, con el pasar del tiempo, parecía asumir un carácter rítmico, una repetición demasiado regular por ser el necio revolverse de las ratas o los murciélagos en la oscuridad, parecía casi un lejanísimo paso, un arrancarse, alguien en marcha en quien sabe cuales lejanos túneles perdidos en las profundidades de la tierra, tan cerca del infierno… el hombre calmó su ira y se calló, el cuerpo se hizo piedra, su barriga se aplastó escondiendo el respiro mientras sus orejas rastreaban el inframundo como radar.
Procedía con cuidado, caminando entre rocas caídas, vigas, montones de piedras. La fiebre del oro ya lo tenía y él no se daba cuento de las horas que pasaban.
Estaba firme en no salir de allí con las manos vacías.
Tenía ya que ser noche a fuera cuando, maldiciendo, tomó asiento para descansar, apagando la linterna, en un tubo subterráneo excavado por una muchedumbre de hombres trasudantes plomo, quizá cuantos siglos antes.
-¿Dónde chingao están sus tesoros? ¿dónde la vena de oro? ¿que chingao hacéis ahora, muertos de hambre, muertos de fatiga, muertos esclavos, con sus doblones? Todo se va, y ustedes allí pegados al botín de un mundo que los corrió, los borró, para siempre… ¡Chingao, no es legal! -
Secando el sudor de la frente con su camisa sucia y rota el hombre no encontraba paz.
- ¡Paz! tenéis la paz eterna ¿y no se conforman? Lo ha dicho el Señorjesucristo que los muertos son todos iguales, ricos y pobres ¿entonces? ¿O tal vez hicieron un trato con Satanás, para pagarse un mejor tiempo en el infierno? ¡Ya veis, entonces, que no puedo morir pobre!
-¡Y callense malditas ratas! - gritó en la oscuridades oyendo un jaleo.
El ruido no solo no se paró, si no que, con el pasar del tiempo, parecía asumir un carácter rítmico, una repetición demasiado regular por ser el necio revolverse de las ratas o los murciélagos en la oscuridad, parecía casi un lejanísimo paso, un arrancarse, alguien en marcha en quien sabe cuales lejanos túneles perdidos en las profundidades de la tierra, tan cerca del infierno… el hombre calmó su ira y se calló, el cuerpo se hizo piedra, su barriga se aplastó escondiendo el respiro mientras sus orejas rastreaban el inframundo como radar.
Una vaga claridad pareció abrirse paso en las tinieblas más espesas, amarillento; el hombre que ya iba buscando los cerillos para prender su lámpara e irse a averiguar cerca del ruido chocó muchas veces los parpados, incrédulo, pero, sí, era el mismo el origen del ruido y de la claridad, llegaban desde a frente, desde el profundo de uno de los túneles que procedían de la pequeña plaza, aún si decir pozo sería mejor, donde se encontraba él. No era supersticioso el hombre, no creía en los fantasmas como muchos entre su gente; sí era religioso, a Jesucristo y al diablo creía él también, pero eran cosas del otro mundo; que, en este, servían solo en casamientos, bautismos y funerales, casi fueran una autoridad notarial, con la que enfadarse después si algo salía mal, figuras míticas de un lejano concepto de justicia, que nada tenía a ver con su vida, una infinita, jadeante, despiadada búsqueda de los recursos indispensables para sobrevivir en un mundo profundamente injusto. Y así el hombre pensó en la policía, bien sabía que era imposible, que nadie lo había seguido en la noche ni podían imaginar en donde fuera, y además la dirección de la cual seguía incesante adelantándose la luz no era la misma de donde era llegado él, a pesar de eso se convenció que la mujer lo había reportado a la policía y ahora llegaban para encarcelarlo; descartó de inmediato la idea de prender la lámpara y huir, no habría obtenido nada más que revelar su presencia, prefería aprovechar de su ventaja, apretó el pico en las manos, y moviéndose despacito buscó un rincón para esconderse, listo ad asaltarlos, y matarlos, si fuera necesario.
Casi no podía creer en sus ojos: con una rara lámpara en la mano un viejo solito se acercaba lentamente, no vestía de uniforme militar mas bien parecía vestir de pieles como un explorador de la antigüedad, casi el cliché del buscador de oro de antaño, tenía el pelo largo y rubio, era un extranjero, aún si daba la idea de uno de aquí, las facciones de su rostro alargado que empezaban a aparecer tenían algo de familiar, antiguos recuerdos batallaban para subir desde la sombra de su niñez, tal vez una vieja película del general Custer, o el viejito del lejano Oeste, quizá en donde lo había visto, de todo modo su animo cambió, aflojó el pico, las manos dolidas por la tensión con la cual lo había agarrado que ahora iba desvaneciendo. Aún si no conocía el viejo ni su quehaceres ya no lo veía como un amenaza, mas bien misteriosamente quería confiar en él.
- ¿Que haces escondido ahí atrás? Ya te vi, y vine a buscarte – la voz del desconocido era extraña y parecía quebrarse en mil reverberaciones contra las paredes de la mina vieja, cristalina y metálica. El hombre no se movió más bien paró el respiro en el sentirse descubierto.
- Ándale, es desde hoy que andas por aquí, conozco estas entrañas como mi bolsillo con todo el tiempo he transcurrido aquí adentro, este es mi reino, y yo acojo bien mis huéspedes, esperaba alguien capaz de ayudarme, pero no quise charlar mi secreto a cualquiera –
- ¿Secreto? ¿cual secreto? – ronca la voz del hombre explotó en la oscuridad silenciosa.
- El oro, mi querido amigo, el oro. –
Con su pico en la mano el hombre hizo un paso adelante saliendo de las sombras escuadriñando el desconocido e intimándole: - ¿en donde? ¿dónde se encuentra el oro? –
- Tranquilo, y baja tu arma, si me matas nunca sabrás, no esta aquí conmigo… es demasiado porque lo pueda cargar yo solo -
-¿en donde está? El hombre temblaba y sudaba por la excitación mientras que el otro estaba tranquilísimo, pálido como un muerto, ¿cuánto tiempo había estado ahí adentro? … pero lo encontró, encontró el oro, y yo que lo sabía… ¡sí! y no tengo que ir buscando más: me lo enseñará este pendejo y después veremos qué.
- Tanto de oro, que se te quitarán las ganas de matarme, si no… ¿cómo crees que quería compartirlo yo contigo? ¿Yo que lo busqué por tantos años? Te voy a proponer un trato: una sociedad. Tú me ayudarás, hay vigas caídas, rocas demasiado grandes por mi solo, y pues hay que sacarlo de aquí, lo más posible y… a cada quien lo suyo. ¿vale? Y en el futuro si acaso nos hará falta más regresaremos por más. Hay una sola condición: ¡nadie tiene que enterarse, nunca! No creo que seas tan necio… -
- … puedes apostarlo… -
- ámonos pues –
El hombre recogió su lámpara y, sin prenderla, empezó a seguir el otro que se fue rápido y seguro. Después de un rato en aquel túnel, agarraron otro lateral, y otro más, mientras que el hombre memorizaba las vueltas, sí que confiaba, pero siempre mejor prevenir.
Marcharon por horas antes que el hombre preguntara: -¿a dónde chingao vamos?-
Entonces el desconocido de paró. -¿Cansao? Hace falta más camino… no estaban necios los mineros…-
-¿porqué… pues es verdad la historia del tesoro? …no es una vena de oro la que buscamos…-
-¿cuál vena? Te parece que si hubieran todavía venas… ¿no iban a explotarlas otra y otra vez después de cada guerra o revolución?-
-Oro hay, yo lo puedo oler-
-Sí, seguro, en mínima parte en toda la montaña, será esto lo que hueles, o sientes el perfume del tesoro, tanto oro que no se puede creer, lingotes, monedas, pepitas… para que hagas brillar todas las mujeres de la republica.-
-El Tesoro…-
Tomaron asiento por un descanso, el hombre sacó de su moral pan, queso y una media botella de brandy. Mientras bebían el viejo empezó a platicar de cuando caminaba por las praderas, los cerros, los desiertos, contando de horizontes sin fin y de innumerables estrellas en el cielo, de improvisas tormentas y remolinos de viento, vivos los remolinos que lo acompañaban, y él ahí afuera, amo absoluto de un mundo salvaje del cual conocía todos los habitantes, de los gusanos hasta las águilas… mientras iba hablando en la temblante luz de la lámpara su rostro aparecía más y más flaco y largo, extendiéndose aún en el tiempo con una sonrisa desdeñosa y antigua, su tez pálida, tanto blanca que se podían contarles los pelos de su barba rojiza e híspida… un coyote, eso, a un coyote se le parecía a la mirada del hombre por la espalda del cual se le iba subiendo un escalofrío helado. Y aquellos oídos se hicieron puntiagudos ahora con un ridículo pelo encima, y aquella nariz negra entre bigotes duros, de veras aquel rostro se mudaba en aquel de un coyote, un coyote antiguo, con un hambre y una soledad de siglos sudando desde aquellos poros extraños y dilatados abismos abiertos sobre otros tiempos, otros mundos. Aquella praderas que decía haber recorrido como jinete parecían haber sido correteada por cuatro patas con sus garras siempre cazando alrededor de las acampadas humanas, totalmente extraña por aquel ser inhumano que babeaba ansia de vivir de la vida ajena, como un espíritu viejísimo e innominable que fuese desde siempre ido vagueando por antiguas noches innumerables sembrando el terror en el sueños de los ignaros, aquellas morcillas que eran los seres vivientes por él: sí un coyote pero algo más de no viviente de imposible que ahora desde oscuras pliegas de la realidad lo miraba con sus ojos ferinos fijos apagados oscuros desdeñosos ojos de bestia salvaje. Bebió otro trago de la botella el hombre, y otro par justo en seguida.
El calor del alcohol le dio valor, le soltó la lengua: --¿Qué chingao dices? Tú, por tanto ir buscando el oro en el pedregal viviendo como un animal, bajo el sol y la luna, con calor y frío, te volviste como un animal, te gusta unirte con ellos, como a los salvajes, tal vez no sabes estar con la gente… y en cuanto a esto te entiendo bien…-
-¿No se estar con la gente dices? ¿Para hacer que con la pinche gente? Yo voy con la gente cuando se me antoque, para pelarlos jajaja- y saca del bolsillo de su chaqueta un barranca de cartas de poker que empieza a mesclar ya distribuir enfrente, cubiertas. –Yo los pelos a los pendejos, no me falta su dinero sucio, quiero el oro yo porque el oro es puro, me saldría fácil quitarles sus pegajosos billetes en la mesa del poker- guiño el ojo el viejo y ahora ya no era un buscador de oro ni un coyote, más bien un jugador profesional de las cartas, el prototipo del estafador, que gana siempre, y lo sabe.
Y descubre las cartas cubiertas, llamándolas, una a la vez: -Rey- y ahí viene un rey. –Entonces a su lado se requiere una Reina ¿sí pero cual?- y la próxima carta se revela una reina de diamantes, y debajo de la reina por supuesto un valet, su guardia, y así toda la baraja que había tanto bien mesclada enfrente de sus ojos sin que alguna trampa fuese posible se revela tener un sentido, un orden mágico en las cartas que le da un sentido a el azar, mientras que el viejo lo iba explicando, pero no podía ser verdad… no era posible… ¿suerte? ¡magia! Entonces el viejo hacía un gesto con la mano corva que se movía adelante a recolectar el dinero de unas apuestas imaginarias, y cuando lo hacía al hombre le daba un sentido de presión en el estomago, sofocante, molesto y no servían las lisonjas del viejo que parecía querer revelarle el secreto. El secreto que no podía ser fruto de otra cosa que de un trato con el diablo.
Nervioso el hombre se levantó de pié improvisamente para decir: ¿Para que jugar las cartas estafar la gente cuando tenemos el oro? ¡Doblones! Quiero ver los doblones, llenarme las manos los bolsillos el morral de pinches doblones yo. ¡No me chingues viejo, aún si nunca los vi los doblones, lo conozco el oro, me gusta tanto su sabor que cuando niño me comí la medallita de mamá que fue a buscarla en le mierda jajaja. Nunca olvidaré su sabor, su eléctrica cosquilla que te calienta el corazón. Cállate viejo, es tiempo de ir ¡ya! Ámonos…-
-¡ámonos pues!- contestó el viejo misterioso
-¡ámonos pues!- contestó el viejo misterioso
El túnel oscuro era alumbrado apenas por la lámpara y las formas que se vislumbraban en las penumbras eran inquietantes, un coro un desfile de flagelantes suplicando, cada viga quebrada por el moho cada piedra cada escombro de pasadas actividades humanas tendía sus manos mendigas hacía él limosneando su propia vida sus experiencias, en un tianguis de recuerdos de nacimientos y muertes que gritaba silencioso ofertas inmundas de vientres grávidos, de ojos que no tenían, todas manos esqueléticas que intentaban rozarlo, olas de soledad, la mirada triste de su mamá esperando siempre a su papá, la mirada maniaca en los ojos porcinos de aquel maestro al cual entregó su hija; esta nada bastarda y sola moviendo aquellas manos a suplicar rencorosas indignas… como las suyas propias, iguales, goteando sangre y pecado.
Desde la oscuridad más profunda de los túneles sin fin, agujeros de gusanos excavados en las entrañas de la madre, en su misma conciencia, más y más calientes acercándose al centro de ella a la estrella adentro de la matriz quemando. Desde cada rincón oscuro y silencioso explotaron demonios hombres con cabeza de hongo que lo miraban fijo antes de desvanecer y el lagarto ciego levaba su don: el horrible hombre con cabeza de cocodrilo revelándole que nuestras dos razas, la humana y la alienígena, se separaron apenas desde 82 millones de años… y la voz de los antiguos maestros que lo incitan a meterse por cinco años en la tumba y así con esta muerte fingida limpiarse del horrible pecado impronunciable de sus origines que gritaban pidiendo venganza y así mientras que el hombre caminaba sobre la dura roca compacta del túnel se tendió ahí donde no estaba nada y mirando fijo en la oscuridad se iba preguntando si que fuesen cinco años, un solo respiro de las cuevas pluriseculares, un momento apenas de su corazón parado en la muerte. Nada más molestaba el silencio, no el respiro suyo ni lo del viejo y se hundió en la tierra, paredes altas un metro lo rodeaban y ahora él estaba muerto y así se sentía de veras, piedra en la piedra grávida de peso de inmovilidad y desde la oscuridad que rodeaba su fosa de muerto se asomaban ellos, los híbridos antiguos oscuros hombres con cabeza de animal, los guerreros cornudos a pedirle por piedad de acabar con el suplicio que el hombre les proporcionaba… ¿desde cuando? No se podían recordar las memorias hechizadas de los tiempos que fueron que traían en las manos en las cuales iban amasando también los recuerdos de él, los poquitos recuerdos felices de la niñez aquellos que traen siempre el sazón del asombro y del misterio; y la cresta del gallo del antiguo estaba derecha y fiera mientras que le pedía justicia y no piedad, y estaban sentados en círculo en su derredor aquel conclave eterno del cual hacía parte él mismo culpable de haber traicionado culpable de infligir a ellos el exilio el olvido la muerte civil la condena a la nada devoradora a las mordidas de llamas de la cual aún se resistían, el sátiro tenía las carnes laceradas y sangrientas en varios lugares de su cuerpo antiguo y noble y una carcajada burlesca en su rostro caprino lo desafiaba a darles la gracia, a arrancarlos desde las garras del verdugo… y él del profundo de la tierra sube su espíritu y admira sus propias carnes muertas tendidas en las profundidades de su tumba y ve todas la marcas de las ocasiones perdidas, de las miradas bajas que huyen culpables nunca se sabe de que, las marcas en su piel de sus pecados de sus traiciones de las promesas incumplidas; su indolencia iba empezando a podrir su cuerpo aún vivo, que se deshacía en patrones repetitivos, errores conscientes y perezosos, apego angustiado a cualquier cosa cada respiro cada familiaridad; y ahora desde el profundo de su propia tumba, desde su pesadez extrema e inmóvil, desde la inalcanzable distancia del mundo de los vivos, de los seres de la superficie, de la sin fin multitudes humanas que pequeñas desparecían en el horizonte de los eventos, el hombre en fin veía su mismo cuerpo torturado espíritu doblado y adicto al deseo.
–Soy victima yo también, torturado y ofendido por parte de la vida o de sus amos. Seré estado el verdugo vuestro antiguos compañeros eternos, pero si yo os encarcelados exiliados torturados en la nada, si las cadenas de mi vergüenza penetraban las carnes vuestras de seres de otros tiempos tal vez inocentes, y os obligados a esconderse en las celdas de la soledad de la desolación y del olvido… yo también soy torturado y victima, victima y verdugo y muerto en el hondo de esta fosa y espero que la roca blanquee mi cuerpo y substituya la sabiduría antigua con la consciencia de mis propios crímenes y del pecado original ya olvidado, del menosprecio de mi mismo y mis vecinos, de la rabia que me devora de querer lo que no me pertenece, no es mío si no lo merezco y sí lo robo y lo devoro y pues no existe tragado por el leviatán de mi insatisfacción de mi debilidad de mi miedo y sofocante ansiedad. Victima y verdugo sí, me vengaba con vosotros que ya no existíais y mi odio mi sed de dolor se iba toda hacía Vosotros, que sois los únicos mientras que yo ya no estoy soy piedra pesada soy un cadáver en las profundidades de una fosa en un mina olvidada por dios y los hombres, y no siento nada, ya…
Y el león de piedra se ánima y habla de su pesadez con palabras lentas que duraban años y el hombre se acordó de los cinco, take five, déjame dormir cinco minutitos más, de los cinco años que tenía transcurrir en la tumba y que a lo mejor ya fueron, seguro que fueron, y era hora de salir y se encontró caminando atrás del viejo y nunca se había tendido en el suelo y todo fue un sueño.
Entonces el viejo se para y le dice: -Mira acá- y ahí enfrente la fosa excavada sin piedad en la mera piedra rectangular entallada en la roca, y la reconocía, por supuesto ahí adentro había pasado cinco años como muerto y conocía bien su tumba y estaba ahí enfrente de veras, no fue un sueño era todo de verdad.
-¿A dónde me llevas? ¿qué pasa? ¿y el tesoro?-
-Tienes tesoros en todos lados y nunca sabes agarrarlos, desechaste tu vida quejándote, y estabas ahí afuera donde brilla el sol ¡el Sol! Y la luna y las estrellas y los ojos de mujer y tú a desperdiciarlo todo a denegar a esconder el tesoro de tu vida a ti mismo y a tus queridos, llorón en un valle de lagrimas, ahogado en la mierda ¿qué les ofrecías a tu esposas a tus hijos? ¿el aburrimiento? ¿la paranoia? ¿la resignación al destino ineluctable de devorarse a uno mismo y a quien lo rodea?-
-Cállate viejo malvado ¿qué sabes tú de mi vida? ¿porqué te metes? ¿quién eres? ¿a dónde vamos? ¿dónde está el orooo?-
-Más profundo que tú- y la uuu no paraba y resonaba horrible aullido de coyote y olió su apestoso olor silvestre que sabía de una tierra y una selvajina que no podía existir en las catacumbas de la codicia, en los calabozos de los buscadores del oro, aullaba aquel demonio y el hombre oía el raspar de sus patas sobre la piedra el chasquear de sus garras y su baba eran las telarañas colgando de aquel túnel que lo rozaban pegajosas.
-Tienes tesoros en todos lados y nunca sabes agarrarlos, desechaste tu vida quejándote, y estabas ahí afuera donde brilla el sol ¡el Sol! Y la luna y las estrellas y los ojos de mujer y tú a desperdiciarlo todo a denegar a esconder el tesoro de tu vida a ti mismo y a tus queridos, llorón en un valle de lagrimas, ahogado en la mierda ¿qué les ofrecías a tu esposas a tus hijos? ¿el aburrimiento? ¿la paranoia? ¿la resignación al destino ineluctable de devorarse a uno mismo y a quien lo rodea?-
-Cállate viejo malvado ¿qué sabes tú de mi vida? ¿porqué te metes? ¿quién eres? ¿a dónde vamos? ¿dónde está el orooo?-
-Más profundo que tú- y la uuu no paraba y resonaba horrible aullido de coyote y olió su apestoso olor silvestre que sabía de una tierra y una selvajina que no podía existir en las catacumbas de la codicia, en los calabozos de los buscadores del oro, aullaba aquel demonio y el hombre oía el raspar de sus patas sobre la piedra el chasquear de sus garras y su baba eran las telarañas colgando de aquel túnel que lo rozaban pegajosas.
-Ahaaaa- se toma la cabeza entre las manos el hombre y arranca las telarañas baba liquida de coyote de vieja nada en gelatina, ve su propia cara en el espejo de la oscuridad y la encuentra terriblemente deformada y angulosa como las rocas excavadas a picos por esclavos sudando dolor, y su rostro se quiere confundir con las rocas mimetizarse en ellas devenir piedra y el llamado de la inmovilidad eterna lo atrae mientras que las telarañas la baba lo chupan hacía la oscuridad hacía el horrible hocico del coyote con aquel sombrero de vaquero viejo de piel vieja como vieja está la piel del viejo con su chaqueta vieja del bolsillo de la cual aparece la carta de poker ¡el tesoro! El hombre agarra la carta y grita: -¡este es el tesoro viejo! No hay nada en estas entrañas del infierno que me haces recurrir sin meta, ya no huelo el oro, me chingaste viejo bastardo, pero ahora me lo das, sí el único tesoro que tienes, lo que me puede hacer rico: la carta, las cartas, esa arte oculta ¡ganar siempre! Ahora me lo revelarás tu tesoro, viejo, o te mato aquí mero con mis manos.-
El viejo ahora estaba derecho como un huso, con su sombrero inclinado, la chaqueta que aparecía nueva y recién planchada, las botas, la barba bajo su mentón puntiagudo, con elegancia mueve un bastón con sus manos largas y traza una línea en el piso entre él mismo y el hombre.
-Te enseñaré esta arte, el verdadero tesoro que he por donar, como bien entendiste, pero para poder aprender tendrás que cruzar esta línea y entrar en mi reino, ove mi arte está escondida, no hay otra opción…-
El hombre brinca y rebasando la línea imaginaria grita: -así sea-.
Todo se transforma, todo está diferente, alrededor cuerdas luminosas en todas direcciones, él ve conceptos abstractos correr por las cuerdas, él está conectado con todo y casi no le parece de estar en el túnel, aún si lo ve sobreimpreso por aquella otra realidad de telaraña vibrando de energía de la cual hace parte y enfrente a él la esfera luminosa de aquel que sabe ser el viejo, pero cuando lo mira en la manera como puede ver también las paredes del túnel y la lámpara ve a si mismo, otro si mismo
-¿qué hiciste viejo, tomaste mi apariencia… cual acto malvado?- y su voz reverbera metálica tintineando con todas las cuerdas infinitas de luz, y su voz sabe a roca a cristal en la misma manera que la del viejo sabía a coyote, frías las rocas absorben su voz que era él mismo.
-Ja ja ja- ríe el hombre, aquel que ahora es el hombre, aquel cuerpo como el suyo con la voz del viejo -¿todavía no entiendes pendejo? Ahora estás fregado, ahora tú solo tendrás que batallar con la increíble vacuidad de esta montaña toda oro y metales preciosos, lo verás todo el oro ¡lo serás tú mismo! Sí tú que tanto lo hueles el oro ya hueles a mineral tú mismo, pero no podrás agarrarlo nunca, porque ya no tienes manos… ¡pendejo!-
-¿qué hiciste viejo, tomaste mi apariencia… cual acto malvado?- y su voz reverbera metálica tintineando con todas las cuerdas infinitas de luz, y su voz sabe a roca a cristal en la misma manera que la del viejo sabía a coyote, frías las rocas absorben su voz que era él mismo.
-Ja ja ja- ríe el hombre, aquel que ahora es el hombre, aquel cuerpo como el suyo con la voz del viejo -¿todavía no entiendes pendejo? Ahora estás fregado, ahora tú solo tendrás que batallar con la increíble vacuidad de esta montaña toda oro y metales preciosos, lo verás todo el oro ¡lo serás tú mismo! Sí tú que tanto lo hueles el oro ya hueles a mineral tú mismo, pero no podrás agarrarlo nunca, porque ya no tienes manos… ¡pendejo!-
El hombre se mira las manos que están ahí donde deben, aún si al mismo tiempo son solo rayos de luz.
-¿Qué miras pendejo? Aquella es solamente la imagen de tus manos… jajajaja y cuidado a conservarla aquella imagen, la memoria de ti mismo, lista si algún día tendrás la suerte de enseñarla a alguien… jajaja el oro… ¡el oro nos chingó! ¡nos chingamos solos, pero ahora yo soy libre, tú te chingaste solo, y puedo irme yo con este cuerpo joven, mi tesoro lo encontré, por fin-
El hombre se lanza en contra del viejo en contra del otro si mismo el duplicado el impostor… lo golpea pero no lo alcanza; no le pasas a través, por nada, ni lo roza, su mano se le desliza tangente ahí, pero atrozmente en otro plan de existencia en otra dimensión; se lanza otra vez a todo cuerpo y el impacto es asqueroso, le está encima y no le está, con la lejanía de dos universos, dos completamente opuestas maneras de ver al mundo, de vivirlo, de serlo.
-No tienes manos, no tienes estomago, no puedes comer, no tienes pulmones pa’respirar, ni pito para coger, u orinar si era la sola cosa que sabias hacer con él, don nadie eres parte de esta nada imperante que escogiste, eres parte y prisionero, jajaja, y yo libre ¡gracias pendejo!-
El contacto con el cuerpo del viviente es extraño y asqueroso como si fuese en una melaza solida y oprimente, mientras que él trae consigo el llamado de todo lo que es capaz de ser, en devenir lo que quiere deslizándose a lo largo de estas cuerdas de energía con gracia y elegancia, y mil recuerdos de su vida cuando en su corazón sabía ser la vida una gracia explotan ahora en su consciencia; aquel sazón de hombre lejano pulsando vivido tan diferente del aquel sazón de piedra de cantera, y la proyección en la imagen de la que fue su boca del sabor metálico del oro de los minerales que ahí están por todas parte mesclados en la roca; y líneas de luz salen de él y lo conectan a otro lugar donde está la vena del rubio metal que ahora es una cosa sola con él.
Menestrón primordial, proximidad, entanglement, enredo, maraña de todas las cosas, recuerdo y eterno reciproco condicionarse.
-¡Vas! Vas tú que puedes, zambulles en la roca, visita esta montaña y conozcas sus confines –
Como siente las palabras del viejo él zambulle literalmente en la roca, aún con la piedra no hay contacto, se desliza sobre otro plan de existencia, pero aquella proximidad, aquella promiscuidad casi compenetración con la piedra con la montaña no es asquerosa como aquella con el cuerpo del viviente, ella es inmensa y acogedora, e inmóvil y callada y no hay pensamiento y lo absorbe a disolverse en ella… y allí esté el confine del cual no puedo salir, y si lo veo con el recuerdo de los ojos que tenía es el confine de la montaña, de la cual no puedo salir. Ni fusionarme con ella y dejarme ir a ser piedra. Misteriosamente el mío ser prisionero en la materia misma de esta montaña y mi ser ajeno a ella son la misma cosa. Soy un virus en la memoria de la montaña, o tal vez apenas en su respaldo. Ahora se todo de cómo sacar una Reina de diamantes de la baraja cuando quiera, de cómo todo sea fácil, lo que sea, en aquel otro mundo, el mundo de los vivientes. Veo todo en un momento solo, pero no me sirve de nada, veo la entera montaña y cada su electrón al mismo tiempo, pero yo vivo en el vacío en el inmenso vacío entre ellos. Vació y solo visito todas las cuevas, los túneles, todas las venas de oro y de otros metales y cristales y de agua, en un parpadeo, y soy cada cosa y no puedo serla porque ahí está el confine entre los mundos y no paso.
Y solo ahora en el túnel el viviente yéndose se la ríe: -Andale tal vez lo encuentras el pendejo que atraviese voluntariamente el confine de tu mundo, y así devenir él y vivo, yo lo logré, en cinco siglos apenas jajajajaja-
Rodolfo! Que bueno verte y leerte de nuevo!!!
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