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EL MONOCICLO NO PUEDE SER COMPARTIDO

El monociclo no puede ser compartido
Marilinda Guerrero


Mi padre. Artista del monociclo, especialista en malabarismo. Suicida como hábito mal sano. Todos los días se levantaba temprano con la firme idea de realizar una mejor actuación en la pista. Competía contra si mismo, contra las fuerzas de la naturaleza y sus propios compañeros. Después de un desayuno ligero pero sustancioso, se subía al sillín. Luego, realizaba una carrera de una hora: desde la carpa del circo hasta la primera casa del pueblo y de regreso. Cada día se exigía más equilibrio. Si el día estaba lluvioso, llevaba una sombrilla. Si sentía ganas de leer, leía en el camino. Otras veces pedaleaba solamente con una pierna, cuando tenía humor, realizaba saltos o manejaba de retroceso. Sabía que ser un acróbata requería de equilibrio, agilidad y coordinación. Saltaba entre piedras, cruzaba ríos. Cuando la artista principal se enfermaba, él caminaba sobre la cuerda floja como acto secundario. No toda su vida la había dado al circo: antes era un exitoso vendedor de sombreros. Pero fue dejando el arte de las ventas cuando conoció el malabarismo. Dedicaba su tiempo a malabarear los sombreros de copa, de piel de conejo, las gorras. Mientras atendía a los clientes, elevaba los sombreros al aire y realizaba piruetas con ellos, logrando que éstos en lugar de comprarlos, le dieran limosna por la actuación. Cuando perdió su empleo, y su vida se encontró en la cuerda floja, caminó sobre ella con pasos descalzos encontrando el monociclo abandonado en el sótano de sus padres. Al realizar un acto de mutuo reconocimiento, se volvieron uno a uno con aquella rueda solitaria y su corazón. Un pie, un pedal y un sillín fueron las únicas cosas que se llevó el día que la carpa del circo cayó por mal manejo de fondos dejándolo nuevamente sin trabajo. Ese día se marchó triste, con el sombrero de copa y sus actuaciones fantásticas. Nos dejó a mi madre y a mí. Salió en busca de su centro gravitacional. Al parecer, nosotras nunca lo fuimos. Aunque nos dolió, entendimos que el oficio del monociclo no puede ser compartido. Supe de él, por esta carta. Me contó que transmutó en artista callejero, que paga con las monedas diarias, y viaja con el sillón entre las piernas. Que adora la muerte súbita al final del día. Que me mandó un beso y un par de postales. Las almacené en el baúl de mi cuarto, junto a mis trajes de trapecista. Al final de cuentas, de él heredé el gusto por buscar encontrarme al bordo del abismo en un solo pie.

3 comentarios:

  1. Que adora la muerte súbita al final del día. Buenísimo! Gracias por compartirlo.

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  2. Me encantó la idea del monociclo y la necesidad ser unitario. Bonito.

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  3. Me fascinó lo que su padre hacía cuando estaba de buen humor, o llovía o tenía ganas de leer... la imaginación no tiene límites.
    También me ha gustado cómo explicás su transcición de vendedor de sombreros a artista del monociclo., en esta frase: "Cuando perdió su empleo, y su vida se encontró en la cuerda floja, caminó sobre ella con pasos descalzos encontrando el monociclo abandonado en el sótano de sus padres."
    El final sublime.

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