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EL RELOJ Y SU ODISEA

EL RELOJ Y SU ODISEA

María Hernández


Un día, el reloj de pared se cansó de su situación y se dijo a sí mismo: -¡Ya no aguanto más esta vida tan agitada! Todo es un correr y correr sin sentido. ¡¿Y esto es lo que nos trae esta modernidad?!- Se preguntó.

Había llegado ya él al límite de tolerar que la vida transcurriera tan rápido, y es que los minutos ahora tenían complejo de segundos y las horas apostaban por convertirse en minutos. Todos ellos transcurrían por su panza redondita (¡es que se ha comido varios años ya!), como que haciendo competencia; rápido iban uno detrás del otro, tratando de rebasarse. Muy ágiles pasaban las horas, los minutos, los segundos, sus fragmentos, los fragmentos de sus fragmentos… todos en su maratónica aglutinación de días, meses, años que pronto se convertían en recuerdos que nadie quería desenterrar.

Esos movimientos temporales, circulares y agitados eran constantes y pues, le causaban vértigo, la náusea de visualizar que el tiempo no se tomaba ya su tiempo para disfrutar y deleitarse de cada momento de la existencia, todo era a la ligera.

-¡Bueno!- Se dijo. -Creo que será mejor buscar otra época. Ésta es muy complicada ya, con este tiempo que resbala tan de prisa por mi panza de años. Y además, ya no aguanto las disputas que se arman por mí. Ya me he cansado que la gente sea una dependiente de mi temporalidad. Tengo que migrar. Tiempo atrás...- Y así lo hizo: Tomó sus manecillas y con todas sus fuerzas les dio un girón en sentido contrario, miles de rotaciones daban éstas, mientras los recuerdos revoloteaban y se mezclaban, saliendo disparados hacia la habitación. Fue un viaje de vueltas y vueltas, un viaje vertiginoso, hasta que, de pronto, se vio desmoronarse en miles de miles de partículas diminutas de granos de arena, las cuales se escurrían con paso acelerado entre dos embudos de cristal, sin poder controlarse. Sentía el caos del tránsito de sus partes arenosas; con las que también fluía el tiempo que no decaía en velocidad. La ligereza lo agobiaba y, entre el alboroto, despedazado, se fue desprendiendo de su esperanza por menguar el paso del tiempo. Su frustración se completó cuando sus granos empezaron a diluirse entre el caudal de sangre que brotaba de una mano temblorosa. De esa mano que, desesperada por la presión del pasar de los segundos convertidos en años, había optado por destrozar al reloj de arena; y así habría puesto fin también a la pena del utensilio contador del tiempo.



2 comentarios:

  1. EL últmo párrafo vale todo el cuento, lograste captar muy bien esa desesperación por retroceder el tiempo. Muy bien!

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  2. Me enganchó totalmente! Hasta el reloj vive frustrado por la prisa del tiempo, si tan solo supiera que el tiempo sólo es otro invento de los humanos... afuera no existe

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