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PAÍS SIN LLUVIA

País sin lluvia


Olga Contreras

-Déjeme ver si le entiendo- dijo confundido y con cara de ésta doña está loca- ¿usted lo que quiere es irse a vivir a un país donde no llueva, que sea totalmente seco, sin lluvia?

-Sí, eso es lo que quiero: un lugar sin lluvia. Verá, tengo una enfermedad rarísima y la lluvia -la más insignificante llovizna- me afecta de tal forma que tardo días en recuperarme. Es insoportable, francamente, no puedo seguir así.

Después de meses de averiguaciones con expertos, trámites desgraciados y espera desesperada, finalmente pude mudarme al cuerno de África en el culo del mundo, donde se me garantizó que no había llovido en años y que se esperaba que siguiera así.

Empaqué mi casa, poca ropa, mucho pasado, toda posibilidad de futuro, desconsuelos de más y me vine a esta tierra tan árida como solitaria; ideal para segregarme por mi propia mano de esta dolencia insufrible.

El paisaje era la absoluta perfección para mí: los cuatro puntos cardinales sólo me mostraban tierra, pasto seco, soledad. Está por demás explicar que me costó una chiche y la mitad de la otra adaptarme a respirar fuego en vez de aire, a no tener nadie con quien hablar más que algún misionero eventual, pero todo era mejor que seguir siendo esclava de la lluvia y sus consecuencias.

El tiempo pasó en forma de meses que mutaron en años y la lluvia ni siquiera alcanzaba a tocarme en sueños. Poco a poco aprendí lo indispensable del idioma para poder comunicarme con los lugareños, los misioneros y similares que pasaban por mi casa ya tenían como hábito pasar a saludar a la señora que era alérgica a la lluvia. Confieso que esperaba con ansia esos días pues me enteraba de noticias del mundo y podía platicar con alguien que no fuera yo o los retratos enfundados en polvo, o los fantasmas que no se iban ni a palos.

Nada me preparó para aquella tarde en que sucedió. Mi día iba más aburrido de lo normal, estaba releyendo Cien años de soledad por enésima vez, riéndome de las ocurrencias de Aureliano Buendía cuando mis oídos identificaron el sonido no escuchado en 13, 581 días con sus noches: el retumbo que promete lluvia. Cerré las ventanas, inútilmente coloqué trapos bajos las puertas para que no entrara nada, saqué unas mascarillas que tenía guardadas en caso de emergencia, me senté en un sillón a esperar el maremágnum por venir. Las tímidas gotas comenzaron a caer y a mojar la tierra poco a poco, como quien no quiere la cosa y a medida que la tierra se mojaba y recibía a la lluvia de la misma forma que se recibe al amante después de una larga espera; y ese cosquilleo eléctrico me invadía; se apoderaba de mí, me dejaba inválida pero consciente, viendo en una pantalla inexistente los recuerdos como si fueran ajenos y el ataque vino, más fuerte, más ponzoñoso, más salvaje y cruel. Y es que la lluvia, el olor a tierra mojada, a grama recién cortada me recordaba los besos que él me daba, pues sabían justo a eso: a lluvia fresca, a dulce agua bendita y desde que no los tengo, la más leve precipitación desencadenaba en mí ataques de nostalgia –esa perra traicionera- mezclados con rabia, dolor, ira, que lograban tumbarme en un estado catatónico y lastimoso por días.

El pronóstico del tiempo para los próximos meses: despejado y sin probabilidades de aguaceros. Menos mal, esto de vivir esclava de la lluvia es una mierda.

3 comentarios:

  1. ¡Buenísimo! Me sorprendió mucho la razón de los efectos casi mortales que la lluvia ejercía sobre ella. Buena metáfora!!!
    Resultó súper bonito y deleitable digerir este cuento. Me gustó en especial la parte cuando empaca sus cosas, poético.

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  2. fresco como la lluvia Olga, que rico!

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