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El Helado de Fresas y Muerte


EL HELADO DE FRESAS Y MUERTE
Keb Akabal
Las manos vestidas en sangre de Carlos Hernando fueron unidas con las esposas que lo marcaban como criminal. Caminaba cabizbajo hacia la patrulla cuarenta y cuatro, acompañado por sus pensamientos y por uno de los policías que lo detuvieron. El otro agente interrogaba con afán al único testigo, al heladero, debido a que la soledad era quien gobernaba la plaza sur de aquella pequeña ciudad.
Vinieron juntos – dijo el vendedor - y se sentaron en la banca más retirada, llamada la consentida, porque las parejas enamoradas la prefieren por el manto de oscuridad que aquel encino proyecta sobre ella. El se me acercó, solicitó dos helados, un cono de fresa para ella y uno de ron con pasas para él. Me extrañó que manipulara uno de los helados, sospeche que le había introducido algo pero también supuse que le era difícil llevarlos en sus manos. Por momentos, mientras reían, se abrazaban como cualquier pareja, los observé durante un tiempo, arrancándome el pecho dos o tres suspiros por mi novia ausente, pero seguí mi camino, olvidándolos cuando empecé a atender a los niños que salían de su escuela para devorarse mis helados. Media hora después regrese a la plaza ya desocupado de mis quehaceres, pensé en el romance de aquellos muchachos y curioso los busqué en la consentida. Quedé horrorizado cuando vi que él le cortaba la garganta repetidas veces sin remordimiento alguno. Fue entonces cuando abandoné mi carreta y corrí a llamarlos.
El oficial terminó el parte policiaco, le pidió sus datos personales al heladero y lo despidió, se acercó a la escena del crimen para recoger la navaja asesina que nadaba entre cadáveres de conos, helado de pasas, fresa y algo de sangre. Algunos minutos después, el cuerpo era sacado del parque por los paramédicos y el asesino abandonaba su alegre vida para cambiarla por otra carente de amor,
esperanza y libertad. Su rostro pálido tenía las marcas de las últimas gotas de sangre de su amada. Gruesas lágrimas rodaban por su cara, estaba seguro que nadie le creería lo que había pasado, aún más, cuando entre el calor del romance había tomado varias veces entre sus manos el suave cuello de Alejandra, dejando impresas las huellas de amor que algún forense despistado confundiría como las marcas del asesino. Visitaban ese día la plaza donde había conocido años atrás a su amada, iba decidido a proponerle matrimonio. Ocurrente, ocultó el objeto del compromiso en el helado, pero entre el juego de caricias y confesiones de amor, ella se tragó por descuido el anillo de cinco mil quetzales y la gema en forma de estrella, llena de picos, se incrustó en su garganta y ningún esfuerzo pudo evitar su asfixia y muerte. El se asustó y no supo cómo enfrentar la situación, el miedo se regó por su cuerpo y la adrenalina bloqueó su pensamiento, se sintió culpable de aquella burda muerte y sin pensarlo, sacó su navaja, abriéndole varias veces la garganta para sacar de ahí el preciado aro.
El pobre muchacho había perdido aquel día a su novia y su libertad, en su delirio de muerte no quiso perder el dinero invertido en aquel fatídico anillo, supo que lo necesitaría para pagar los servicios de un abogado

1 comentario:

  1. Buenísimo!!!
    Una historia para nada predecible. Muy buena! Felicidades!

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