variopinto

variopinto

Tropecé de nuevo

Tropecé de nuevo
Por: Fabiola Arrivillaga

De cómo llegué a ese lugar sombrío, ya no me acuerdo. Pero allí estaba yo, a mis hermosos treintitantos, sentada, medio desnuda, en la esquina de la cama más cercana a la tele, viendo el final de una cursilona telenovela y llorando. Las lágrimas con más sal de la cuenta. Y él, tumbado, noqueado, insensible, insensato, inexistente. Aunque veinte minutos antes existía, con toda la furia de su agotador día de trabajo y de la frustración que me cobraba a mí con la mirada. Si, veinte minutos antes era el asco en sus ojos y el veloz accionar de sus manos cubriéndome el cuerpo para no verme mientras satisfacía – o talvez no tanto – sus hombrunas necesidades. Sus ojos que me helaban, me incapacitaban, que ejercían un poder peor que el del látigo, que me traspasaban pero no como una daga, sino como mil puñales hirviendo, al mismo tiempo y matándome despacio la dignidad y la vida.

Aquel hombre en mi cama tenía una mirada poderosa, eso sí, y siempre llena de verdad. Por eso, cuando descubrí su desprecio no pude sino creérmelo. Pero por más que pensaba, mientras Luisa Fernanda le rogaba a Armando que la amara para siempre desde su flaco cuerpecillo y su rostro perfecto, no conseguía imaginar qué poderosa razón lo hacía verme de esa manera. Hasta que vi para abajo y descubrí una enorme barriga, flácida, estriada, horrible y repugnante, producto de tres embarazos y muchos años de inyecciones anticonceptivas. Entonces lo supe. Debía deshacerme de ella.

Me abalancé hacia el baño y tomé la vieja navaja de afeitar de aquel estuche que le regalaron a él poco antes de casarnos. Me metí un par de calcetines sucios entre la boca, para no gritar, y comencé el proceso de retirar lo inútil, como buen jardinero. Yo era bella, y volver a serlo sólo era cuestión de extirpar aquel exceso. El primer corte fue en extremo doloroso, pero a partir del segundo, lo único que sentía yo era calor intenso y el cosquilleo de los ríos de sangre que fluían hasta el piso. Luego frío, mucho frío. Y miedo. De allí en adelante no recuerdo mucho.

Cuando abrí los ojos, y percibí el catéter en mi brazo y toqué el vendaje, supe que algo no había terminado bien y que no estaba en casa. Él se encontraba sentado, de espaldas a mí, viendo la tele o durmiendo, no sé. Lo llamé, él se volteó despacio y de nuevo mis ojos se encontraron con sus ojos, y de nuevo no fue la mirada que yo quería ver, sino lástima y repulsión. Cualquier cosa en esos ojos, menos amor.

De como llegué a este lugar sombrío, ya no me acuerdo.

2 comentarios:

  1. Uffff! Fabiola, volviste y de que forma! Cuentazo...

    ResponderEliminar
  2. Genial la idea del harakiri cosmético. Y lo circular del relato que te hace volver al principio.

    ResponderEliminar