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El arreglador de zapatos

El arreglador de zapatos
Por Elena Nura


Mi padre me dijo que había sido zapatero allá de joven. También marinero, agricultor, y unas cuantas cosas más con las que se ganaba la vida. Pero lo de zapatero no me lo imaginaba. Sólo cuando lo vi en una foto en blanco y negro se me hizo su imagen. Allí bien puesto él, con los siete machos, que así se llamaba su compaña.

Ser zapatero era como recoger los pasos de las gentes. Arreglárselos para que siguieran andando por este mundo.

Antes no había Carrefour, ni Sara,
Ni centros comerciales, ni marcas caras,
Ni baratas.
Antes los más, usaban alpargatas.

Pero algunos tenían unos zapatos para los domingos. Se los compraban de jóvenes y les duraban toda la vida. Porque claro, los usaban pocas veces. Pero a pesar de ello llegaba el día que se les hacía un agujero en la suela. Allí dónde el dedo gordo aprieta el suelo para levantar la pierna a cada paso. Y entonces había que llevarlos al arreglador de zapatos. Sí mi padre fue arreglador de zapatos.

Marcaba sobre lámina de goma el dibujo del contorno, luego lo cortaba y lo pegaba. Metía el zapato en el yunque y boca abajo lo reafirmaba con clavitos chiquititos. Y esa, nunca más se despegaba.

Yo de esa labor heredé una horma, el yunque, un par de berbiquíes y un cepillo de madera. Y aunque con otros fines a todos les he dado uso. Los objetos antiguos no suelen ser útiles hoy en día. Han perdido su funcionalidad, y en la mayoría de los casos se convierten en objetos de culto para los románticos que los exponen en repisas y alacenas. Como pequeños museos domésticos repartidos por toda nuestra geografía. Amén de su sentido estético o nostálgico, carecen de valor alguno. Son meramente memoria acumulada que evoca el pasado.

En nuestros días la vida entre portátiles con wify ratones inalámbricos, ipad, ipod y el resto de familiares con la misma raíz léxica. ¿A quién se le ocurre acumular tal cantidad de restos y artilugios pasados de moda y de valor? ¿Para qué?

Pues yo he encontrado rebuscando entre mi taller, hasta veinte objetos de esos. Entre lecheros con los que mi abuela traía la leche de las cabras de allá arriba de las huertas, a un barreño donde mi madre nos bañaba de chicos, hasta una plancha de las que se calentaban en el fogón. Y entonces me he dado cuenta que soy una de esas nostálgicas. Yo creía que los acumulaba porque me gustan las herramientas, los objetos las formas, los diseños, y todo eso relacionado con el lado escultórico mío. Pero no, lo he acumulado porque en el fondo, de esa vida, me he quedado con cierto sabor a pérdida.


Fueron tiempos difíciles, duros, de verdadera penuria. De alimentarse con poco y con poco salir adelante. Pero y la prisa, ¿dónde estaba? No estaba. Y ese pequeño detalle es el que me ha hecho recolectarlos. Como si ese hecho me hiciera vivir con más calma, con el tiempo más comedido. Más sosegado.

La fotografía de mi padre en la pequeña zapatería, tenía algo. Algo que me hizo quedármela mirando un buen rato. Y hoy sé que era. A pesar de sus pantalones sujetos con un cordón, de sus alpargatas. De lo mugriento de sus pequeñas estanterías, había otro ritmo. Un talante que derramaban sus posturas. Estaban allí, tan tranquilos a pesar de todo ello. Y ahora tenemos mil quinientas cosas. La mitad no sabemos ni para qué, pues no tenemos ni tiempo de usarlas. Y corremos, corremos cada día más deprisa. ¿Alguien sabe a dónde? Porque vamos como si fuéramos a apagar un fuego. Y en una tierra tan chiquita como esta, si nos descuidamos acabaremos saltando al agua sin darnos cuenta.

Porque nuestro carácter ha sido siempre otro. Es otro, y todo este ritmo de vida nos consume y nos altera. Somos canarios. Dicen los de fuera que hablamos  y caminamos despacio, como lento, como aplatanados, como raro, no seseamos. Porque la ese, acelera todo. A lo mejor es por eso, porque la isla es chica y por no caernos al agua. Pero hoy en día ya ni nosotros caminamos despacio.

El fuego donde quiera que esté, seguro que lo llegamos a apagar. Lo que se nos olvida es que con toda esa correría se nos ponen los nervios de punta. Como encrespados, como rabo de gato erizado. Y a la menor alerta, nos ponemos en guardia. Y así no es de extrañar que la mayoría de la gente vaya con ese careto por la vida.


Como agrio, como amargado, con malas pulgas. A punto de saltarte al cuello si les rosas. No son modos. No son maneras. Antes con alpargatas, se caminaba más despacio. A lo mejor es cuestión de volver a usarlas.

6 comentarios:

  1. Elena: Las imagenes que transmitis son coloridas, hermosas, geniales. La historia está escrita con un dejo de nostalgia que se percibe, que se siente en los huesos. La reflexión que acompaña el cuento es una reflexión puntual, no desentona con la historia ni la convierte en un analisis moralista o etico de lo que debiera ser. Felicidades!

    Manuel Chocano

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  2. Invita a leerlo dos veces. El ritmo es lento y sí, logras transmitir ese estilo de vida lento, sin prisas. Nostálgico.

    Por momentos me pareció que había un exceso de puntos que hacían demasiado independiente cada frase, tal vez cambiándolo por comas en algunas ocasiones. Saludos!

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  3. Manuel (bis). Gracias por leerlo, y por el comentario.
    Manu en cuanto a los puntos, alguien me dijo que escribía demasiado acelerado, que se agobiaba, y que quizás debería usar puntos para relajar la lectura. Igual me pasé un poco. Bueno, a seguir practicando.

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  4. Elena! GRACIAS! me has sacado la sonrisa, en tu cuento he visto a mi abuela, a mi madre, a mi padre. Lindo leerte.

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  5. Muy bonita la metáfora de los zapatos y la tranquilidad. Realmente, a veces siento que me apresuro a ir a ninguna parte, y en eso se me va media vida. Tal vez será de usar alpargatas ;-)


    Como siempre, muy lindo leerte.

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  6. Me gusta esa expresión ¡Lindo!, gracias.
    Ixcumane: me gustó tu relato de las noches de lluvia, tu redacción es precisa, contundente, sin recargar, sin artilugios, con lo justo y necesario. Tu metáfora de la lluvia, esa si está lograda. Un placer leerte.

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