variopinto

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Libertad

Libertad
Por Fabiola Arrivillaga


¿Cómo me la encontré? Les cuento.  Cuando ocurrió me sentí como personaje de cuento de Quique Martinez Lee.  Incluso llegué a pensar que me lo había imaginado, que eran los efectos secundarios de tanta martesada.

Fue la semana pasada, la mismísima tarde en la que me disponía a escribir el cuento de colas.  Sentada, computadora abierta y prendida, se me antojó un café pero, al intentar conducirme a la cocina, mi pie izquierdo simplemente no se levantó.  Era como si me hubiera parado en un chicle.

Muerta de ganas por ese cafecito que humeaba desde la cafetera, me zafé el zapato y caminé medio descalza.  Pero con esta lluvia y el frío vespertino, me apuré a colocar el pie desnudo de nuevo en su prisión.  Por unos minutos intenté ignorar el pegajoso evento, aunque pronto me ganó la duda.

Saltando en un pie me apuré por una toalla, así podría tirarme al piso tranquila y sin congelarme.  Luego salté por un cuchillo de mesa, de esos casi sin filo.  Y me dí a la tarea de despegar el zapato.  La adhesiva sustancia era parecida a esos mocos de juguete para niños, esos que vienen empacados dentro de un huevo de colores, pero un poquito más consistente y menos fluida.  Con una mano como punto de apoyo, hice palanca tan astutamente como pude.  Fue así como descubrí que la cosa esa estaba pegada al zapato y no al piso.

Solemnemente, como científico de película ochentera viendo su propio close-up, levanté aquel sueco negro y  lo acerqué, tanto como pude, a mi deteriorado campo visual.  Examiné con cautela el moco-masa, su color grisáceo, su consistencia, su olor.  Llena de asco, porque no soy una persona de mucho tacto, lo toqué con el cuchillo. ¡Vaya sorpresa! Soltó un exquisito aroma a incienso de sándalo, a gardenias en flor, a patio de abuelita, a mojito.  Eran tantos los perfumes que emanaban de aquella suela  simultáneamente que me sentí felizmente loca.

Perdida en mis olfataciones, porque contemplaciones no podían ser, no me percaté de lo que, además, ocurría.  La masa-moco comenzó a crecer sin fin, cual espuma de afeitar, y cambió su consistencia.  Atolondrada o sedada yo, pronto estaba rodeada, casi por completo, por la aromática espuma.  Menos mal estaba sola.  ¿Cómo explicarles a los niños que no debían temer a semejante accidente?¿Cómo conseguir que el padre no entrara en pánico?  Sólo en soledad podía yo disfrutarme aquel baño de felices fantasías.  Bailé, nadé y buceé en el mar de espuma hasta chocarme con uno de los muebles de la sala, de cuya gaveta superior salió un obsequio que anhelaba desde hacía una eternidad y que, según yo, no llegaba.  Encontré la libertad, allí, en mi cotidianidad, en mi propia casa.

Ignoro realmente si fueron horas o minutos, pero fueron bellos.  Bellos hasta que sonó el teléfono recordándome que debía ir por los niños, que llevara paraguas y que pasara a la farmacia por un antigripal.  ¿Ya ven? Si mis cuentos no llegan a tiempo jamás es por gusto, siempre existe una buena razón.

4 comentarios:

  1. ¡Genial! Entonces que siempre vengan tarde. Saludos!

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  2. Qué honor, Fabiola, estar nombrado en uno de tus cuentos!

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  3. GENIAL, GENIAL, GENIAL (INSERTAR MIL APLAUSOS)

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  4. el anterior y anónimo comentario es mío: Olga

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