variopinto

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Yo no...

Yo no...
(Por Fabiola Arrivillaga - Omnipresente)

Leticia dejó su cama un poco antes de lo habitual, luego de pasarse la noche casi en vela. Sentía el sudor frío en sus manos y el corazón tratando de escapar por su garganta. Definitivamente, tenía miedo. Su cuerpo no estaba bien desde hacía algunos años, pero no buscó ayuda ni cura. La estúpida idea de la autoinmolación como medio dignificador y santificador de las mujeres, hacía que creyera en aguantar sin queja, en soportar sin lágrimas, en aceptar su malestar y joderse trabajando. Hasta que un intenso dolor casi sonoro le taladró las sienes y, entonces, recordó que llevaba una vida pagando el seguro social, mes a mes.

De una clínica la remitieron a otra, y de esa otra con el neurólogo, que atendía en otra ciudad, afortunadamente no tan lejos. Viajó una, dos, tres veces y le recetaron uno, dos, tres medicamentos distintos que tomó con disciplina, mas con el pesimista sentimiento de ¿para qué, si la muerte es segura? Sin embargo, nadie le había dado diagnóstico. Estos últimos exámenes que se había practicado eran el intento final de un desesperado galeno por deshacerse de la mujer que juraba estar enferma y no parecía estarlo.

Así que Leticia dejó su cama, preparó el dinero del pasaje y la comida, y corrió a la terminal de buses a esperar por el que la llevaría. Tras un viaje molesto con un piloto suicida, que casi les cuesta la vida un par de veces, llegó a destino. Las diecisiete cuadras que le tocó andar le parecieron diecisiete leguas, cada paso se le hacía complicado de los puros nervios. Morir, apenas ahora comenzaba a cobrar conciencia de ello, se le presentaba como la puerta perfecta para dejarlo todo, al marido inútil y borracho, a los hijos mantenidos y a sus novias zorras, a la vecina y sus cosas, a los animales, al jefe, a su madre, a su suegra, al maldito pueblo en el que había nacido y en el que nunca sería alguien, a los años...Y se sintió reconfortada.

Cruzó el umbral y pasó a la clínica. Una enfermera amable y melosa le entregó el sobre y le explicó que el doctor no estaba, pero que adentro le había metido un papel explicándole qué tenía. Dio las gracias y volvió a la calle. Cada dos o tres metros se detenía a observar, tocar el sobre sellado, ansiosa por abrirlo, pero igualmente temerosa. Y, de nuevo, llegó al bus, subió y consiguió un asiento.

Habían recorrido menos de cuarenta kilómetros y el pie del conductor parecía demasiado pesado sobre el acelerador. Sus ojos y reflejos, además, parecían los de una estatua, tan inútiles como su marido. Sin embargo, para Leticia nada cobraba más trascendencia que abrir el sobre, cosa que hizo en un arranque casi infantil. Sacó el papel del médico, doblado en cuatro, y pudo percibir la palabra FELIZ, escrita así, con mayúsculas y negritas. Se dispuso a desdoblarlo en el pleno momento en que ocurrió...

Cuando sacaron su cuerpo de entre la masa informe de hierro, hojalata y asientos, su mano aún sostenía un papel, doblado en cuatro, que decía ESTÁ SANA, VÁYASE Y VIVA FELIZ.

4 comentarios:

  1. Muy bien escrito, se pasa demasiado rápido, aunque creo que el cuento tiene mucho más que una buena escritura, no se si va por allí el presentimiento inconsciente de la visita de la amiga muerte o solo una ironía tipo Ironic de Alanis Morissette

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  2. Gracias a ambos. La musa me saludó haciendo cola en el IGSS para recoger unas órdenes de laboratorio...jajajaja. La muerte, finalmente, es parte de la vida.

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  3. Me gustó mucho esta oda a la ironía de la vida.

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