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La cueva de los percebes

La cueva de los percebes
Por Elena Nura

El neumático hinchado bajo sus barrigas, subía y bajaba empujado por las olas. Los acercaba a la orilla. Luego tras serenarse las tres burras, aprovechaban y volvían a darle a los pies empujando el flotador mar adentro. Esperaban que volviera la marea los sacudiera, los elevara y los dejara caer de nuevo. Tenían los dedos como papas arrugadas.

Pero las tres olas no venían. Parecía que de pronto había llegado la bonanza y el mar se había quedado parado. Como una balsa, planchado, quieto a punto de quedarse dormido.

Yo los miraba desde las rocas negras de la orilla. Hasta sus gritos parecían haber cesado. Dejaron los pies flotando y el fondo blanco de las piedras llenas de sacabocados parecía estar tan cerca que les rosara. Pero yo sabía que no era así, que una vez intenté llegar hasta él y no pude. Fue entonces cuando se les ocurrió meterse en la cueva debajo de donde yo estaba. La entrada era fácil. Se sumergían y ya dentro había una cámara de aire en la cerrada cueva. El agua les llegaba por la cintura y desde allí dentro, el eco de sus voces chapoteando, salpicándose el agua, salía por el bufadero que había a mis pies.

El mar comenzó a despertarse, como si hubiera echado una siesta. Se desperezaba en pequeñas olas, que cada vez se hacían más grandes. Y ya llegaban las tres burras. El nivel dentro de la cueva subió en pocos minutos. Ahora el agua entraba en la cueva y no se vaciaba. Parecía que no evacuaba al retirarse la ola. Yo dejé de escuchar su algarabía a través del agujero de mis pies.

Salté de cabeza. Esta vez casi llegué al fondo. Me sumergí para entrar en la cueva. Allí estaban, con los ojos como chopas, mirándome sin saber qué hacer.

-Ya les dije que no entraran en la cueva, ¿ustedes son guanajos, o qué?

Los niños parecían estar menos asustados que las niñas, pero era sólo apariencia. Habían intentado sumergirse y salir de la cueva. Pero el empuje de la marea era tan fuerte que los volvía a meter para adentro.

Los puse en fila y uno a uno los fui acompañando a la salida. Los empujaba y los dejaba una vez fuera que siguieran nadando solos a la superficie. Luego yo regresaba a por otro. La última era la más pequeña. Pensé que sería la que menos me costara. Pero cuando le decía que cogiera aire, que se hundiera, se quedaba flotando. Dando a sus a manos y a sus piernas que parecían ser insumergibles.

Pensé que era por el cansancio. Después de los diez viajes, estaba agotado. Porque intentaba empujarla al fondo y tampoco podía. Era un inmenso trasatlántico incapaz de abandonar la superficie. El agua había continuado subiendo y a ella ya le llegaba por los hombros. Ahora el asustado era yo. No podía dejarla allí, y no entendía la resistencia de su cuerpo a descender. Tampoco podía ir a buscar ayuda, tardaría demasiado.

Fue entonces cuando miré arriba. Supongo que rogando al cielo. Que allí no era tal, si no una inmensa cúpula llena de percebes. Y vi el agujero por el que pronto saldría el agua. Y si nosotros no nos espabilábamos, también acabaríamos saliendo a toda velocidad en medio del chorro de agua del bufadero. Pero ¡claro!, ¿cómo no se me había ocurrido antes? La chiquilla era tan flacucha que fácilmente podría salir por allí. Pero yo, estaba claro que no. Aunque no era un tipo corpulento era bastante ancho de hombros y me quedaría atorado como un tapón de corcho a medio salir. Ya pensaría algo para mí. La subí a mis hombros al tiempo que gritaba para que los otros se asomaran. Hicieron una cuerda con las camisetas y la asomaron por el hueco. Desde la altura a la que la había colocado perfectamente lograron cogerla. Y entre lo que yo empujaba y ellos tiraban, por fin sentí que ya no tenía su peso en mis hombros, hasta donde ya llegaba el agua.

Ahora la presión en la cueva era aún más fuerte. Pero aún así, me sumergí y me aferré a las piedras. Estaban llenas de sacabocados. Por una parte, impedían que mis manos se resbalaran. Pero por otra me cortaban. Por algo llevaban ese nombre.

Sentí que salía de ella no porque viera el final. Sino porque en medio de la blancura espumosa, palpé que el fondo descendía. Y porque la presión que me empujaba, cesaba. Con la poca fuerza que me quedaba nadé a la superficie. Me pareció lejana. Casi imposible de alcanzar, hasta que de pronto me vi con el aire en mi cara. Hacía diez años que no entraba allí. Desde aquella vez que Nono nos sacó a todos. Me dije entonces, que por nada del mundo volvería a entrar.

Me había equivocado.

7 comentarios:

  1. Lo único que no me gustó es que se terminó muy rápido, me habría encantado que durara más. Como dice Olguita: excelente narración. Me imaginé, viví todo lo que ibas narrando. Felicidades.

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  2. Gracias, Olga, me agrada que te guste.
    Manu, no sigue, porque desde que me sacaron de la cueva, ¡nunca más!. Espero su relato con muchas ganas.

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  3. Elena, me encanta como escribes. Genial. Realmente yo esperaba un final trágico, que él no pudiera salir, y ya estaba tristeando. Pero me gustó mucho.

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  4. Muchas Gracias Ixmucane. ¡Al final salimos todos! Compartir con ustedes el gusto de escribir es el mejor taller de escritura.

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  5. Me ha encantado tu relato,da para un cuento largo, hay un ritmo muy rico en lo que narrás, dan ganas de seguir leyendo!

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  6. Gracias Daniela, hubo un momento que hasta a mi me dio claustrofobia, pero al final ¡se hizo la luz!. espero seguir leyendo los tuyos.

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