variopinto

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Tránsfuga

Tránsfuga
Por Fabiola Arrivillaga



Marina ya no sentía cansancio de vivir en función de alguien más.  Después de tantos años, lo hacía por inercia, sin pensarlo, sin resentirlo. Y sus días eran tan monótonos y solitarios como ella podía procurar, a fin de que nada rompiera su apático equilibrio. Por eso, enterarse de la llegada a su ciudad de su cantante favorito fue hermosamente horrible.

Aguantó valientemente los días previos al evento, ignorando las carteleras, los anuncios y los comentarios de sus conocidos.  Cuando la tentación de pensar en el concierto llamaba a su puerta, Marina se metía en otro mundo, ajena a todo excepto a aquellos por los que su vida creía tener sentido.

Pero el jueves, ¡oh jueves!, su fortaleza sucumbió ante las ilusiones juveniles y el idealismo de otros tiempos.  Luego de hacer tareas junto a los hijos, se inventó una lista de mandados aburridos; tomó su bolsa y, vestida en la facha de un día normal, emprendió el camino.  Llevaba bien guardada la esperanza de conseguir entradas, así fuera en reventa.  Mantenía oculta la esperanza de ser joven otra vez.

Llegó al teatro y consiguió un parqueo no tan lejos.  La lluvia le mojaba el rostro y el cigarro que acababa de encender, pero eso poco le importaba. Su gesto ahora se mostraba más desinhibido, casi esbozando una sonrisa auténtica.  Llegó a la taquilla y sí, como un milagro, había boletos.

Apurada, nerviosa, abrió la bolsa y escarbó entre tickets y basura hasta encontrar la billetera. ¡Vacía!¡Ni un centavo!¡Nada! Entonces, volvió a su lugar inmune, a su mundo de escape.  No se percibió desilusión alguna en su rostro; tampoco intentó suplicar, pedir limosna, colarse o luchar.  Talvez era su destino. Inmutable y abstraída, se sentó en la acera a sentir las gotas amargas de la decepción, enviadas desde el cielo gris y helado.

Inició el concierto.  Los aplausos y vítores del público se hicieron escuchar.  Inmediatamente, los teloneros ofrecieron un majestuoso despliegue de talento local y sentimiento.  Sin embargo, y a pesar de su abstracción, el sonido de la voz de su cantante la hizo escapar de nuevo e imaginarse a sí misma, radiante y hermosa, sentada en primera fila, viéndole a los ojos, cantando sus canciones.

El frío mismo decidió abandonarla, el hambre, la oscuridad, el miedo.  No había lugar para ellos en este espacio de alegría.

Finalmente, terminó el evento.  La gente comenzó a abandonar la sala.  Se incorporó y caminó de vuelta a su carro.  Eran casi las once de la noche y Marina, mientras conducía hacia casa, intentaba viajar a otro mundo en el que el disgusto que seguramente la esperaba en el dintel de su puerta, no tuviera cabida.

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