variopinto

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Érase una vez

ÉRASE UNA VEZ

Por Fabiola Arrivillaga

Era lunes. Eso puede asegurarlo. Y eran las cuatro y cuarto, en el mismo semáforo de todos los días. Él se acercó a su ventana y estiró la plumilla con la que amenazaba limpiar el windshield del carro. Ella asintió con la cabeza – la caridad, esas pobres almas que se ganan el pan en las esquinas. Finalmente era un trabajo honesto, limpiar los vidrios sucios de polvo y esmog - . Asintió y preparó un quetzal para pagarle. Lo vio de reojo, y percibió una suavidad, una textura casi hermosa en la piel de su rostro, una barba bien afeitada, con el trazo cuidado. Y quiso ver más. Pero el semáforo le dijo “verde”.

El martes no quiso retrasarse un segundo. Ella sabía que era preciso llegar a la misma esquina a la misma hora. Sabia que no era correcto, o decente, o social; igual, se apresuró. Maldijo a cuanto taxi y camioneta se cruzó en su camino y a las mismas cuatro y cuarto estaba allí. Él la vio, sonrió (También esperaba secretamente su arribo). El mismo gesto de ambos; de nuevo, la nerviosa búsqueda del quetzal en la bolsa. Pero esta vez, él no lo aceptó; y esta vez ella vio un poco más. La mirada joven, el perfil, ese cabello negro y grueso peinado con dedicación, los brazos fuertes, la ropa sucia y raída por el trabajo – o por la vida. El corazón les latió a ambos y ambos sintieron la sangre subir por sus rostros y bajar al vientre. Pero el semáforo, salvador o verdugo, encendió el verde.

El miércoles no sólo se dio prisa, también se maquilló antes de subir al carro ( Se vio al espejo incontables veces, cambió el color del labial, deseaba lucirse. Se recriminaba eso de coquetearle al “limpia vidrios”, pero eso lo hacía su razón, su vergüenza. El corazón latía sin pausa, sin ritmo, sin edad y sin estado civil.). Volvió a maldecir a los obstáculos del camino, incluso tomó rutas alternas más arriesgadas. Y lo logró, llegó a la hora. Allí la esperaban esos ojos oscuros pero transparentes, allí, de pie en el arriate del centro, con el improvisado limpia vidrios que, como si tuviera vida propia, se aproximó al windshield. Ella volvió a preparar la misma moneda que ayer no fue aceptada, pero, en su lugar, recibió una flor callejera y una caricia que se aferró a su mano en el volante. Se turbó, él también, y esa necesidad de ambos, de afecto y ternura, casi parecía veneno. La magia duró menos que un instante, se sintieron descubiertos y separaron su piel. Pero el veneno permaneció en sus venas, corrosivo, adictivo. La noche se volvió tormenta y el día siguiente se volvió lepra.

De alguna forma que la mente no podría explicar, y el corazón tampoco – aunque el corazón no requiere explicaciones ni causas, sólo hormonas y carencias– ambos sabían lo que estaba por pasar el jueves por la tarde. Ella casi no habló en la oficina, no quedó en llamar a nadie, no respondió el celular. Pero con delicadeza roció el agua de colonia que tanto le gustaba, aquella con aroma a azahares, por su nuca y su entrepierna. No tenía planes hechos, no era consciente de lo que su cuerpo pretendía, funcionaba como autómata. El corazón golpeaba fuerte cuando llegó al semáforo, tan fuerte como las bocinas del infeliz que llevaba los bajos demasiado fuertes en el picop de al lado. Él no estaba. Condujo en el sentido contrario al usual y le dio vuelta a la manzana. Él no estaba. De nuevo la vuelta y allí lo vió. Limpio impecable, pero una cuadra antes. Se detuvo y él trepó. No hubo palabras, sino la sonrisa nerviosa de ambos, el miedo de ambos, la inevitabilidad, la ansiedad, el calor. Ella condujo en silencio hasta aquel lugar más o menos alejado pero bastante discreto; el parecía asustado, pero con suavidad deslizó una mano hacia la falda. Lo que ocurrió después, sed, finalmente saciada con canela y leche, podría haber sido una poesía, una canción de amor, una lágrima, el inicio de una historia, el final de otra. Pero no fue así. Ésta no era una novela cursi del cable, ni una comedia romántica. Se amaron en silencio, no preguntaron sus nombres, no cruzaron palabras. No querían separarse, ese abrazo, ese pecho lampiño, esas curvas sin forma y esas estrías, esos brazos fuertes, esa mirada dulce...podrían haber estado así por siempre. Pero no estuvieron. Sin despedidas, y con el corazón fracturado, el semáforo volvió al verde.

El viernes ella tomó otro camino.

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho el cuento y me dio mucha tristeza que ella no pudiera, como dicen los alemanes, "saltar sobre su sombra", o sea, ir más allá de sus limitaciones sociales. Me pude imaginar al chico limpia ventanas super sexy.

    Solo una frase no entendí: "Sin despedidas, y con el corazón fracturado, el semáforo volvió al verde." ¿Por qué lo del semáforo? ¿Qué pasó cuando el semáforo dio verde? ¿Estaban los dos juntos? ¿O no había sucedido nada y ella se lo imaginó todo?

    De todas formas, me gustó.

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  2. realmente, encontrarme un limpiavidrios así guapote, es como una fantasía mía...es que ¡qué aburridores los semáforos! El final se adapta a la idea que cada quien tenga...

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