variopinto

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Para M.

ex culpa

Por Tania Hernández

El corto pero ajetreado viaje sabatino, de la capital hasta Chuarrancho, era para Jorge siempre un peregrinaje lleno de ansias y tristes certidumbres. – No me ponga a rezar el rosario, Padre - le decía cada semana a su confesor – que ya es suficiente penitencia tomar fuerzas para venir hasta aquí y verlo –. Llegaba puntual para mostrarle su desgracia. Para que supiera que no había resignación. Juan tendría una voluntad de hierro, pensaba. Pero él no, él era debil. Él no podía olvidar.

El Padre Juan, como se había acostumbrado a llamarlo, no le decía nada. Las palabras se aferraban a las paredes de su garganta y se negaban a salir. Y, de todas maneras, ¿qué le iban a decir? ¿Que él también lo extrañaba? ¿Que después de meses de abstinencia autodecretada, aún lo deseaba con un fuego tan intenso que lo inducía a pecar de pensamiento, obra y omisión de palabras? ¿Que, contrario a sus obligaciones, cada sábado, después de la confesión, se iba al baño a masturbarse, con el rostro empapado de nostalgia, y una rabia salvaje en la mano y en en la mente, que no hacía más recordar? ¿Que hubiera querido implorarle a él que no volviera más, que lo dejara en paz, ... pero que mejor no, que no se fuera, que volviera, siempre, siempre?

¿Qué sabía Jorge de penitencia, de pecado, de culpa? Lo único que podía decirle, sin que se le quebrara la voz, eran las fórmulas que había memorizado al principio del seminario, cuando aún no dudaba que éste fuera su camino y su vocación, cuando aún no había conocido el amor envuelto en una deliciosa piel con nombre de santo.

– Dos aves marías y tres padres nuestros, hijo, y que Dios te acompañe. – le volvió a decir este sábado. Pero esta vez no pudo más, hizo una pausa, respiró profundo y agregó: te quiero, esperame al medio día frente a la sacristía, me voy con vos.

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