variopinto

variopinto

Los capitales de Rebeca

Los capitales de Rebeca



Por Rebeca Arellano


De chica aprendió pocas cosas, todo lo demás se lo inventó al paso del tiempo. Primero eran mentiras necesarias, de infancia bajo llaves, pero luego las fue reemplazando con las de qué irán a pensar de mí, las de no se vayan a ofender y, ante todo, con las de no puedo admitir que lo ignoro. Eso la había convertido en una mujer autodidacta, al menos en lo relativo a la estupidez.
Una de esas cosas que creía haber aprendido era a no fiarse de la gente evidentemente buena. La gente evidentemente buena le parecía evidentemente mentirosa y potencialmente peligrosa; Rebeca prefería a las personas cuyas necesidades de problemas personales parecían estar cubiertas.
Por eso, aún ahora, no se explica por qué se enamoró de La Bondadosa.
Cinco años atrás había compartido casa con La Norteña y La Romántica, tiempo durante el que la vida se trató de comer, beber y pasársela bien.
Ensaladas de fresas con berros, mole de olla, tablas de quesos frescos y curados, fiambres, croquetas de lentejas con cúrcuma, pasta de setas con camarones, pastel azteca, pescado al horno, crepas saladas y dulces.
Los banquetes de La Norteña apretaban en la cocina legiones de testosteronas y estrógenos. Rebeca hubiera preferido algo más íntimo, tanta gente estimulada la ponía muy nerviosa. La Romántica lo sabía y la observaba con cuidado hasta notar su tensión. Entonces le sonreía, se sentaba a su lado y le acariciaba los muslos bajo la mesa. No podía evitarlo, su cara de predicamento siempre le pareció muy tierna.
La comida solía unirse con la cena y la cena terminaba cuando La Norteña se retiraba a su habitación con alguno de los invitados.
Los minutos tras su partida eran largos. Era una espera extraña y tensa, que detenía los pensamientos. No podía estar quieta ni tranquila hasta que sucedía, hasta que la casa se invadía de aquella carcajada estentórea que anunciaba el primero de una larga secuencia de orgasmos. Cómo la extrañaba. ¡Cómo extrañaba la impetuosa risa post orgásmica de La Norteña!
Al otro lado del muro, La Romántica le pedía que la dejara sola para desvestirse.
Nunca lo entendió. Iban a dormir y a amanecer desnudas, pero cada noche y cada mañana tenía que irse al patio porque aquella pervertida encima era pudorosa.
Durante la espera se preguntaba cómo sería esta vez, porque durante los seis meses que fueron amantes ninguna noche fue igual a otra.
Al principio le pareció divertido pero después se aburrió de tantos afanes de novedad. Habría preferido conocerla, construir un lenguaje corporal y desplegar lo sabido, en lugar de temerle a sus fantasías de mal gusto. Aún se recuerda a sí misma desencajada e inmóvil mientras La Romántica le preparaba una ensalada en el sexo. Que perturbarla le diera morbo lo entendía, pero zanahorias, remolachas y ralladores de metal, había sido demasiado.
Nunca se lo dijo, nunca se atrevió a decirle que todo aquello le disgustaba. Le daba miedo ofenderla así que le mintió, le mintió como una puta; al oído y fingiendo lo que había que fingir.
Fue por aquél entonces que las visitas de La Bondadosa se hicieron habituales.
Llegaba sobre el mediodía y solía traer consigo uno o dos kilos de arracheras marinadas y una o dos botellas de vino.
Era terriblemente fea y vieja.
Le prometió el futuro, le prometió una casa y muchos viajes, le prometió una hija adoptiva, le prometió que las cosas terribles del hoy las justificaría con el amor de mañana. Mentía tan bien, mentía tan desgraciadamente bien.
Rebeca, que era estúpida, hizo como que se lo creyó, que a los hechos funcionó igual que habérselo creído.
A los nueve años le había ocurrido todo lo malo. Sus familiares, que eran buenos católicos, decidieron que era culpable y la aislaron en una habitación con la cerradura invertida. El padre, que dudaba si tanta soledad le haría bien a una niña, decidió hacerle visitas furtivas durante las madrugadas.
Rebeca sobrevivió todo aquello con un único pensamiento: es mi cuerpo, no soy yo, es mi cuerpo, no soy yo.
Fue así que se le cayó el sexo del deseo, fue así que separó sus sensaciones de sus sentimientos.
Mira por donde, mira a partir de qué historias iba a resultar tan buena amante para La Bondadosa.
No le gustaba que la tocaran, lo evadía y si acaso lo soportaba; su cuerpo le seguía resultando extraño y ajeno.
Siempre había sido así y de alguna forma le agradaba, se sabía libre de enganches y obsesiones sexuales. De todas formas, lo que es querer sabía querer mucho y pese a su frialdad, la honestidad de los cuerpos desnudos la conmovía.
Como físicamente no necesitaba nada, como no buscaba ni esperaba, no tenía egoísmos, no llevaba prisas, no perdía el cuidado ni lidiaba con la vergüenza, el placer no le nublaba los pensamientos.
Tomaba las manos de La Bondadosa para recorrerla con ellas y para aprender a hacerle el amor; aquella mujer, que no era tonta, aprovechó el gesto para moldearla. Además, Rebeca era insomne, así que no tenía reparo en acariciarla durante la noche y durante el día, sin descanso. "Abre tus ojos verdes mujer, que quiero oír el mar" le decía para despertarla y comenzar de nuevo.
A ella le habría bastado sólo eso, pero era imposible que a su edad esa mujer no hubiera acumulado fijaciones.
La de cosas que podían excitar a una cincuentona; montárselo con Madonna de fondo, untarse de mantequilla o crema batida, masturbarse con chorros de agua en la bañera, deslizarse hielos por los senos.
Nunca se lo dijo, nunca se atrevió a decirle que todo aquello le parecía obvio y ordinario. Le daba miedo ofenderla así que le mintió, le mintió como una puta; al oído y fingiendo lo que había que fingir.
Pero repentinamente algo cambió, algo que no recuerda y que no olvidó, porque nunca lo supo.
Tal vez simplemente se rindió y se dejó tocar, un buen día la dejó tocarle el cuerpo.
Desde ese momento existió una razón, un motivo imperioso para reunir su piel con sus afectos, un primer sentimiento cercano al deseo, que crecía y no podía controlar.
Así se selló el círculo de aquella vida pecaminosa; a La Bondadosa la excitaba incontrolablemente que una mujer tan joven la deseara sin descanso y a Rebeca la excitaba su excitación incontrolable.
Durante tantos años había deseado tan erráticamente, que se había resignado a la idea de que el sexo era poco menos que aburrido.
¿Esto es por lo que se pierden las guerras y se matan las personas? ¿Esto es lo que se paga tan caro y por hora? ¿Este es el motivo para arriesgarse a una enfermedad o un embarazo?
Aquello nunca le había pasado, jamás lo había sentido, así que no le importaba en lo más mínimo reventarse las fantasías baratas de La Bondadosa y hasta involucrarse en ellas, plagiando los lances de La Romántica.
Sabía que su mal gusto le robaría un par de horas, pero el resto del día y de la noche podrían amarse sin artificios y recorrerse con calma durante el cansancio.
La veía llena de bondad, la veía dolorosamente hermosa y transparente. Sabía que no era cierto, pero hizo como que se lo creyó, que a los hechos funcionó igual que habérselo creído.
De La Norteña había aprendido la complicidad de la gula y la lujuria, así que decidió arruinarse comprando para ella lo mejor que podía conseguirse en aquél pueblo. Tampoco le importaba demasiado viajar hasta la capital con tal de tenerle fiambres, quesos y vinos.
Llegó a obsesionarse tanto que fue perdiendo el trabajo y los amigos. Sus pensamientos se volvieron monotemáticos y monopasionales. Los contornos de La Bondadosa era ya lo único que se proyectaba en la pantalla de sus párpados cerrados.
Entonces pasó. Comenzó a necesitar algo más que promesas y sexo, comenzaron a hacerle falta el presente y la realidad, comenzó a extrañar la amplitud de las calles y el aire renovado que existía tras el muro. Decidió que quería cambiar los incontables viajes transoceánicos de mañana por un paseo de fin de semana en el hoy.
Lo esperó durante un año, pero no sucedió. El trabajo, el dinero, las visitas, el ánimo y la salud. Todo impedía cruzar las puertas y caminar.
La desilusión trajo el cansancio y el cansancio se llevó el deseo.
"Abre tus ojos negros mujer, que quiero oír el mar... Abre tus ojos negros mujer, que quiero oír el mar"
Dos años atrás, La Bondadosa había enviado ese mensaje a una dirección que Rebeca conocía demasiado bien.
Todas sus palabras, toda su exasperante cursilería de estúpida enamorada había sido adecuada y reenviada cada día, cada mañana.
Lo que había sido mentiras y sexo, se convirtió en sólo sexo y de golpe entendió que su padre y La Bondadosa eran iguales.
Se lo dijo antes de echarla, le gritó que no entendía cómo tanta miseria podía esconderse tras una mirada tan evidentemente buena, como la de papá.
Eso la hizo recordar sus aprendizajes de infancia y, sin más, decidió vivirse otra vez bajo llaves.
Lleva casi dos años de encierro, tras el mismo muro desde el que La Norteña reía a carcajadas, tras del que La Romántica se desvestía, dentro del que había descubierto el deseo; ese muro con el que ahora se resguardaba del peligro de los demás.

2 comentarios:

  1. Ya descubrí que lo largo me intimida...me alegra haberlo leído porque fue, sencillamente, perfecto y lo largo ni se sintió. ¡Felicitaciones, Rebeca!

    ResponderEliminar
  2. Suena terriblemente real... El narrador definitivamente muestra su percepción de los hechos. Me gustó mucho también, aunque sea bastante triste, deja una sensación un tanto amarga.

    ResponderEliminar