El tatuaje de barquito era lo único que le gustaba de ese cuerpo que se presionaba regularmente sobre ella. Cada vez que la violaba, porque era eso lo que le hacía, violarla, aunque hacía días que había dejado de resistirse y aunque él pensara que la había convencido y no vencido y aunque él le dijera durante el acto que ella era una puta porque lo volvía loco y que era su coqueteo el que lo obligaba a todo esto, mea culpa, mea culpa, mea magna culpa; cada vez que la violaba, ella se concentraba en el barquito que él tenía tatuado en el hombro, porque viéndolo fijo, muy fijo, podía dejar su cuerpo vacío, entrar en una especie de trance en el cual podía soñar su vientre intacto, podía soñarse siempre virgen, dulcis virgo María, benedictus ventris tui.
Èl decía que el barquito era un recuerdo del mar, de cuando había sido “marine” en alguna guerra que ella no conocía, una guerra que tal vez había mencionado la maestra en la clase de historia, pero a los catorce, no se piensa en historias, ni guerras, ni pasados, sino en el futuro que parece que no llega, pero que al mismo tiempo se piensa que está a la vuelta de la esquina, adveniat regnum tuum. Pero al ver el barquito, María no pensaba en el mar, sino en mí, la Tatuana, cuya leyenda había leído en la clase de literatura y que le impresionó tanto porque trataba de brujas y magos y todo ese mundo que le prohibía su familia extremadamente católica, de esas de misas en latín y puesto fijo para cargar en las procesiones, ora pro nobis peccatoribus, una familia que había confiado en este misionero gringo que dijo que la llevaría a un retiro católico en los Estados para sacarle todas esas ideas herejes que tenía y que sí, la retiró, pero a este sótano, donde pensar en el futuro era solo esperar que pasaran los días, y ver si él la dejaba ir o por fin se cansaba y la mataba ora pro nobis peccatoribus, nunc et in ora mortis nostrae.
María quería invocarme pero no sabía cómo. No conocía más conjuros que los rezos aprendidos en la iglesia, pero intuyendo que, habiendo sido yo una bruja, y de las buenas, debía conocer algo de latín, y no se equivocó, así que decidió intentar invocarme, y después de probar varias fórmulas modificadas para el efecto, dio con la correcta: anima Tatuana, salva me, ab hoste maligno defende me, anima Tatuana, salva me.
Así que aquí estoy, a la par de mi niña que ahora sonríe, le ayudo a dibujar el barquito en la pared para que su alma por fin pueda volar por lo aires y unirse a mí en esta eternidad apacible, en la que no soy bruja sino Santa y en la que ella podrá ser lo que quiera cuantas veces quiera. Se oyen las llaves en la puerta, el del tatuaje está entrando. María tiembla, yo la abrazo, nos subimos al barquito y emprendemos el viaje. Los gritos al ver el cuerpo de la niña, por fin vacío de alma y de sufrimiento, ya no nos alcanza. Consummatum est.
Me pareció tan bueno o mejor que el inicio de la novela de Stieg Larsson "La niña que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina". Te hace meterte dentro de la piel de María.
ResponderEliminarGracias Manu por volver a poner el comentario. Y esta vez más positivo. Gracias!!!
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