Jocotes de corona
(Por Gerardo Gálvez)
Se fueron despertando del letargo cuatro horas después.
Eran las seis de la tarde en la recta de la Santander y la noche comenzaba a acechar todos los ambientes.
Fueron despertando uno a uno y levantándose del suelo. Faldas de gamuza verde que se arreglaban porque estaban ya abajo del calzón. Camisas blancas recién lavadas pero manchadas con aceite de Tuk-Tuk que manchaban los adoquines de la calle. Rostros maquillados con colorete barato, corbatas negras de solemnidad, pantalones sastre remendados y ahora sucios por el polvo de la calle.
Todos tenían la sensación de paz, de equilibrio total de sus sentidos, y reían, reían pacíficamente.
-¿Qué pasó?- Preguntó una voz entre todas las que tenían signos de interrogación en los labios.-
-La Celia, la Celia- contestó el director de la banda marcial del Instituto “La Sabiduría” señalando a aquella morenita que con su batón de cheerleader se reincorporaba en la banqueta, con ojos de pícara y sonrisa de satisfacción.
Celia Mux, nieta del Chamán del Barrio Jucanyá -Jacinto Mux Batz- le proporcionó aquel instrumento musical para la banda: una chirimía de madera tallada a mano, con un barniz que al ponerlo al sol, reflejaba los colores de una forma intensa. Una condición previa para que emitiera aquel sonido extraño -grave, agudo en algunas tonalidades, acompañado en ciertas voces en ciertas notas- era meterse en la boca al menos dos Jocotes de Corona de esos en tonos rojos degradados, con aquella deformidad que los hace preciosos, codiciados, apetecidos.
-Esta chirimía m’ija, solamente toca si tu boca tiene sabor a Jocote, porque está hecha de la madera de su árbol, que en nuestra creencia es el Árbol de la Eternidad, de la sensualidad, de la felicidad y que para degustar su fruto es necesaria la pasión al chupar, pero no como vos pensás que se chupa el guaro o algotras cosas, sino como verdaderamente se chupa la vida.- le dijo su abuelo.
Puso la chirimía entre sus manos ante la mirada embelesada de su nieta, juntamente con un ciento de jocotes que emanaban un aroma silvestre y salvaje.
-Celia, ese instrumento no va, eso era antes, allá por los años de Tatalapo - le dijo el director en modo despectivo, contando con sus miles de quetzales en platos, xilófonos, redoblantes y bombones agudos. Le dio la espalda y levantó las manos para iniciar otro ensayo de su banda para el domingo diez, del decimo mes del año dos mil diez, que era la fecha del “Festival Inter Institutos de Panajachel”.
Regresó desilusionada con su abuelo, y le contó el episodio del rechazo. El viejo Chamán solamente rió y le dijo:
-Practica sola m’ija, seguíles la corriente y el mero día la tocás como te dije-
Por lo que practicaba aquel instrumento, con jocotes en la boca, y esa mezcla de viento, cáscara y bagazo se fue adaptando a sus labios, sus dedos, y en los alientos mestizos que exhalaba su ejecutante al momento de iniciar las piezas.
Por dos semanas, a la orilla del lago en las tardes, se sentaba en su piedra a tocar su chirimía, a chupar sus jocotes. Con las melodías los pájaros se arremolinaban alrededor de ella y los chuchos se encaramaban sobre las chuchas; los tepezcuintes salían de sus escondites y se ponían a dieta los patos, los gatos eran comprensibles y las gallinas parían huevos criollos, de aquellos casi cafés carísimos en el mercado.
La chirimía con su aliento a jocote, apaciguaba las aguas del lago e invitaba a una brisa templada, tenue, casi tangible y la hacía caer en un trance, en un letargo agradable y dulce que le recorría el cuerpo y la envolvía entre música, sabor y olor, hasta que la dejaba en estado contemplativo.
Y así llego el décimo día, del décimo mes, del décimo año del segundo milenio y se juntaron las bandas y los desfiles invadían la Santander hasta hacerla intransitable.
Cuando inició el Instituto “La Sabiduría” con su tin-tata-chin, Celia se metió tres jocotes, los más maduros, rojos y suaves al tacto que había escogido los chupó hasta que sus mejillas se pegaron a sus pómulos, y comenzó a tocar la chirimía a todo pulmón.
Inmediatamente la calle entera comenzó a dejarse posesionar por aquel sonido dulce, extraño, silvestre, que invitaba a bailar, tocar tetas, agarrar nalgas, contemplar el cielo o bien quedarse allí, simplemente siendo testigo de la nada…
Y todos en la calle, en una orgía de bailes, cantos, risas, brazos levantados y gritos de éxtasis, se entrelazaban en almas suspendidas, corazones abiertos, pulmones que se henchían de olor a jocote y aquel sonido agudo y grave sin estructura musical: como el “Flautista de Hamelin” dirigía a sus ratas…
La gente que asistió ese día a la calle Santander exiló sus penas, sus tristezas, sus melancolías, sus dudas, sus prejuicios, que en un tornado oscuro se aglutinaron y esa nube se sumergió en el lago, ahogándose de una forma mortal y exorcizante.
Quedaron en estado de contemplación, de trance, de descanso, cuando fueron despertando a las seis de la tarde de aquel domingo diez, del décimo mes del año diez del segundo milenio.
Está muy bien, pero yo le quitaría al Flautista de Hamelin, porque a mí me recordó más a El Perfume y creo que mejor cada lector que encuentre su propia referencia. Por lo demás me gustó.
ResponderEliminarNo hay que exigirle a un amateur ixmucane, el cuento está bien, es de principiante
ResponderEliminarAl contrario "J", exigir es la única forma de mejorar. Y es lo que todos buscamos. Ojalá pudieras colocar tu nombre. Aquí tratamos de ser quienes somos, sin ocultar nada.
ResponderEliminarY por no poner mi nombre con apellido no soy yo? Mi nombre es Jota Anónimo, y mi comentario es tan válido como el tuyo
ResponderEliminarYo opino que si de verdad creyeras en la validez de tu comentario, lo emitirías con nombre y apellido, por congruencia y respeto a tus propias ideas; de otra forma, se denota la misma mediocridad que detestamos todos los que detestamos a esta mugre de guate en que estamos flotando
ResponderEliminarTienes razón, no creo en mis comentarios, todo es un montaje para que vos me contestes y poder leer tu resentimiento social y cultural
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